«Dios nos perdona siempre»

Habla el autor de «El libro de la confesión»

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MADRID, jueves, 16 febrero 2006 (ZENIT.org).- El sacerdote, teólogo, filósofo y escritor José Pedro Manglano ha dedicado un nuevo libro a la culpa, la confesión y el perdón.

Este escritor afirma en esta entrevista con Zenit que «sólo el catolicismo acude a la realidad de la culpa» y cuenta que «sólo Jesucristo enseña que Dios quiere sanar el corazón del hombre».

Manglano ha dedicado un libro a la confesión y lo dirige «a cualquier persona que haya sentido alguna vez sentimiento de culpa».

«El libro de la confesión. El enigma de la culpa» ha sido editado en España por Editorial Planeta.

–¿Es cierto que se confiesa muy poca gente?

–Manglano: Eso parece. Nos encontramos en un momento cultural en el que nos resulta difícil comprender la grandeza de la sencilla confesión. Quizá porque la confesión es el encuentro de dos intimidades, el abrazo de un hijo y un Padre; un corazón arrepentido se abre a la enorme libertad amorosa de Dios… y es invadido.

Hoy día nos cuesta creer que alguien nos quiera, nos cuesta dejarnos querer; hemos vuelto al Dios de los griegos, que era amado pero era incapaz de amar: no nos parece serio afirmar que Dios me quiera… Por un lado, porque no me considero amable –¡ni yo mismo me aguanto!-; por otro lado, porque pensamos que Él tendrá otras cosas más interesantes que hacer.

Decía el bueno del cura de Ars que si a los condenados en el infierno les dijesen: «Vamos a poner un sacerdote a la puerta del infierno; todos los que quieran confesarse, no tienen más que salir». ¿Pensáis –preguntaba a sus feligreses en una homilía–, pensáis que se quedaría alguno? Y animaba a aprovechar ahora que tenemos tiempo y medios para hacerlo.

–¿La confesión es una práctica específica del catolicismo?

–Manglano: Sí. Chesterton dice que es lo que le llevó al catolicismo: la belleza de la humildad cristiana, que tiene una de sus grandiosas manifestaciones en la humilde confesión de los propios actos, que los descarga ante Dios con sencillez, y recobra de nuevo la capacidad de mirar, con alma niña, los encantados castillos de cristal.

Un capítulo del libro lo dedico a repasar cómo resuelven la necesidad de liberarse de la culpa otras religiones. Es un tema interesante. Para ninguna de las grandes religiones existe el pecado como lo entiende el cristianismo: como un acto libre que nace en el corazón del hombre, que se aparta de Dios. El Islam no considera al hombre pecador, sino que –como ocurrió a Adán y Eva– si comete faltas es por tentación, no es responsabilidad personal. El Hinduismo considera que todo acto malo está sometido a la determinación de la ley del Samsara: todo lo que ocurre, ocurre porque tenía que ocurrir. El budismo no considera el pecado: hay acciones éticas y no éticas, sin más.

Con estos presupuestos, si no hay pecado, no hace falta el perdón de Dios. Solo el catolicismo acude a la realidad de la culpa, solo Jesucristo enseña que Dios quiere sanar el corazón del hombre, y que mediante la práctica de un sencillo ritual –que la Iglesia va adaptando a los tiempos- todo corazón arrepentido puede alcanzar el abrazo sanador de Dios en lo más íntimo de su intimidad.

–¿El sentimiento de culpa es lo que tiene que acercar a la gente al confesionario?

–Manglano: Lo que tiene que acercar propiamente es la fe. El sentimiento de culpa puede poner en movimiento una búsqueda que puede terminar en el confesionario. La fe porque la confesión es un misterio, el misterio del cariño incomprensible que Dios me tiene a mí, que está dispuesto a anular cualquier realidad mía que me separe de Él, con tal de que humildemente le confiese que las cosas son como son, y que me gustaría que no fuesen así.

Insisto, porque en ocasiones hemos desacralizado la confesión. Solo la fe puede decirme que en el momento de la absolución, el poder absoluto procedente de Dios me libera del mal y me devuelve al estado de vida nueva en Dios que me concedió en el Bautismo.

–¿Cómo se le ocurrió escoger a una princesa (Pipa, en su libro) para adentrarse en el mundo de la confesión?

–Manglano: Pipa es un personaje de fantasía que funcionó muy bien en mi libro anterior, «El libro de la misa». He vuelto a él porque de nuevo en este libro lo que me interesaba era entrar en el misterio que envuelve y que constituye la confesión. A los misterios no accede el sesudo racionalista, tan limitado por sus conocimientos «claros y distintos». En el misterio no entran «las personas mayores», en el sentido peyorativo en que lo emplea de «El principito».

La princesa Pipa viene a representar el intruso que todos llevamos dentro, que libre de las leyes que rigen el espacio y el tiempo, se enfrenta con las realidades que superan al hombre, capaz de vivir cómodo sin que la razón haga pie.

–Dios es misericordia: ¿nos perdona siempre?

–Manglano: Siempre, siempre. Aunque acudamos a Él porque ya no nos queda nada más a lo que recurrir, aunque le hayamos rechazado mil veces y vayamos a Él porque nos ha fallado todo… Él nos perdona siempre. No hay humano que lo entienda, pero ese es el centro del misterio cristiano: el amor de Dios, un Dios que no ama, sino que es amor. A Él no le importa ser segundo plato, ni siquiera postre.

Las filosofías modernas nos han acostumbrado a considerarnos gente, individualidades anónimas que agregadas formamos un grupo que nos identifica: nos enseñan que no somos más que solitarios asociados.

Comprender la confesión requiere dinamitar esa forma de entenderse. No es verdad que sea un grano de arena caído sin razón en el desierto de la existencia, sino que soy una persona. Eso es: persona, un tú, alguien deseado por otro. Soy el tú de Dios.

Una libertad ajena a la mía me ha querido necesitar. Por eso, Él siempre me busca, porque es un incondicional mío; y cuando me equivoco, cuando el mal me puede, después siempre está deseando que rehaga mi vida y vuelva.

Esta no es una hipótesis para consolarnos; san Pablo nos lo ha dicho: Dios es más grande que nuestra culpa, el bueno puede sobre el malo, o –con palabras de Juan Pablo II- el cordero es más fuerte que el dragón. Solo cuando le veamos cara a cara seremos capaces de vislumbrar mínimamente lo que supone que Dios «sea» misericordia, «sea» amor.

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ZENIT Staff

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