CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 6 enero 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general de este miércoles, 3 de enero de 2007, celebrada en el Aula Pablo VI del Vaticano.
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Queridos hermanos y hermanas:
Gracias por vuestro afecto. A todos os deseo un feliz año. Esta primera audiencia general del nuevo año se celebra aún en el clima navideño, en una atmósfera que nos invita a la alegría por el nacimiento del Redentor. Al venir al mundo, Jesús distribuyó abundantemente entre los hombres dones de bondad, de misericordia y de amor. Interpretando los sentimientos de los hombres de todos los tiempos, el apóstol san Juan afirma: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios» (1 Jn 3, 1). Quien se detiene a meditar ante el Hijo de Dios que yace inerme en el pesebre no puede por menos de quedar sorprendido por este acontecimiento humanamente increíble; no puede por menos de compartir el asombro y el humilde abandono de la Virgen María, que Dios escogió como Madre del Redentor precisamente por su humildad.
En el Niño de Belén todos los hombres descubren que son amados gratuitamente por Dios; con la luz de la Navidad se nos manifiesta a cada uno de nosotros la infinita bondad de Dios. En Jesús el Padre celestial inauguró una nueva relación con nosotros; nos hizo «hijos en su Hijo». Durante estos días san Juan nos invita a meditar precisamente sobre esta realidad, con la riqueza y la profundidad de su palabra, de la que hemos escuchado un pasaje.
El Apóstol predilecto del Señor subraya que «somos realmente hijos» (cf. 1 Jn 3, 1). No somos sólo criaturas; somos hijos. De este modo Dios está cerca de nosotros; de este modo nos atrae hacia sí en el momento de su encarnación, al hacerse uno de nosotros. Por consiguiente, pertenecemos verdaderamente a la familia que tiene a Dios como Padre, porque Jesús, el Hijo unigénito, vino a poner su tienda en medio de nosotros, la tienda de su carne, para congregar a todas las gentes en una única familia, la familia de Dios, que pertenece realmente al Ser divino: todos estamos unidos en un solo pueblo, en una sola familia.
Vino para revelarnos el verdadero rostro del Padre. Y si ahora nosotros usamos la palabra Dios, ya no se trata de una realidad conocida sólo desde lejos. Nosotros conocemos el rostro de Dios: es el rostro del Hijo, que vino para hacer más cercanas a nosotros, a la tierra, las realidades celestes. San Juan explica: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero» (1 Jn 4, 10).
En la Navidad resuena en el mundo entero el anuncio sencillo y desconcertante: «Dios nos ama». «Nosotros amamos -dice san Juan- porque él nos amó primero» (1 Jn 4, 19). Este misterio ya está puesto en nuestras manos porque, al experimentar el amor divino, vivimos orientados hacia las realidades del cielo. Y el ejercicio de estos días consiste también en vivir realmente orientados hacia Dios, buscando ante todo el Reino y su justicia, con la certeza de que lo demás, todo lo demás, se nos dará como añadidura (cf. Mt 6, 33). El clima espiritual del tiempo navideño nos ayuda a crecer en esta conciencia.
Sin embargo, la alegría de la Navidad no nos hace olvidar el misterio del mal (mysterium iniquitatis), el poder de las tinieblas, que trata de oscurecer el esplendor de la luz divina; y, por desgracia, experimentamos cada día este poder de las tinieblas. En el prólogo de su Evangelio, que hemos proclamado varias veces en estos días, el evangelista san Juan escribe: «La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron» (Jn 1, 5).
Es el drama del rechazo de Cristo, que, como en el pasado, también hoy se manifiesta y se expresa, por desgracia, de muchos modos diversos. Tal vez en la época contemporánea son incluso más solapadas y peligrosas las formas de rechazo de Dios: van desde el rechazo neto hasta la indiferencia, desde el ateísmo cientificista hasta la presentación de un Jesús que dicen moderno y posmoderno. Un Jesús hombre, reducido de modo diverso a un simple hombre de su tiempo, privado de su divinidad; o un Jesús tan idealizado que parece a veces personaje de una fábula.
Pero Jesús, el verdadero Jesús de la historia, es verdadero Dios y verdadero hombre, y no se cansa de proponer su Evangelio a todos, sabiendo que es «signo de contradicción para que se revelen los pensamientos de muchos corazones» (cf. Lc 2, 34-35), como profetizó el anciano Simeón. En realidad, sólo el Niño que yace en el pesebre posee el verdadero secreto de la vida. Por eso pide que lo acojamos, que le demos espacio en nosotros, en nuestro corazón, en nuestras casas, en nuestras ciudades y en nuestras sociedades.
En la mente y en el corazón resuenan las palabras del prólogo de san Juan: «A todos los que lo acogieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). Tratemos de contarnos entre los que lo acogen. Ante él nadie puede quedar indiferente. También nosotros, queridos amigos, debemos tomar posición continuamente.
¿Cuál será, por tanto, nuestra respuesta? ¿Con qué actitud lo acogemos? Viene en nuestra ayuda la sencillez de los pastores y la búsqueda de los Magos que, a través de la estrella, escrutan los signos de Dios; nos sirven de ejemplo la docilidad de María y la sabia prudencia de José. Los más de dos mil años de historia cristiana están llenos de ejemplos de hombres y mujeres, de jóvenes y adultos, de niños y ancianos que han creído en el misterio de la Navidad y han abierto sus brazos al Emmanuel, convirtiéndose con su vida en faros de luz y de esperanza.
El amor que Jesús trajo al mundo al nacer en Belén une a los que lo acogen en una relación duradera de amistad y fraternidad. San Juan de la Cruz afirma: Dios «lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. (…) Pon los ojos sólo en él (…) y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas» (Subida del monte Carmelo, libro II, cap. 22, 4-5).
Queridos hermanos y hermanas, al inicio de este nuevo año renovemos en nosotros el compromiso de abrir a Cristo la mente y el corazón, manifestándole sinceramente la voluntad de vivir como verdaderos amigos suyos. Así seremos colaboradores de su proyecto de salvación y testigos de la alegría que él nos da para que la difundamos abundantemente en nuestro entorno.
Que nos ayude María a abrir nuestro corazón al Emmanuel, que asumió nuestra pobre y frágil carne para compartir con nosotros el fatigoso camino de la vida terrena. Con todo, en compañía de Jesús este fatigoso camino se transforma en un camino de alegría. Caminemos juntamente con Jesús, caminemos con él; así el año nuevo será un año feliz y bueno.
[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede. Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en diferentes idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Llenos de alegría todavía por el nacimiento del Redentor, seguimos meditando delante del pesebre en el que yace el Hijo de Dios, con el estupor y el humilde abandono de la Virgen María. En el niño de Belén, se manifiesta a todos la infinita bondad de Dios, y cada uno de nosotros se siente amado por Él. Éste es el mensaje de la Navidad al mundo: «Dios nos ama». En Jesús, el Padre celestial ha inaugurado una nueva relación con nosotros; nos ha hecho «hijos en el mismo Hijo». La alegría de la Navidad, sin embargo, no nos hace olvidar el misterio del mal que intenta oscurecer el esplendor de la luz divina. Se trata del drama del rechazo de Cristo, que se expresa de modos muy diversos. Sin embargo, sólo el Niño que yace en el pesebre posee el verdadero secreto de la vida. Por eso nos pide que lo acojamos en nuestros corazones, en nuestras casas y ciudades, como han hecho a lo largo de la historia
tantos hombres y mujeres que, siguiendo el ejemplo de los pastores y de los Magos, pero sobre todo de María y José, han creído en el misterio de la Navidad, transformando su vida en fuente de luz y de esperanza.
Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, venidos de Latinoamérica y de España. En especial, saludo al grupo de jóvenes de la diócesis de Gerona y a los peregrinos de Monterrey. Al comienzo de este nuevo año os animo a abrir vuestra mente y corazón a Cristo, manifestándole sinceramente la voluntad de vivir siempre como sus verdaderos amigos. ¡Feliz Año Nuevo!
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