PAMPLONA, martes, 13 febrero 2007 (ZENIT.org).- El altar cristiano tienen un valor simbólico tal que la Iglesia prefiere que no sea portátil y sea fijo.
Es una de las ideas que recoge Félix María Arocena en la novedad editorial «El altar cristiano», de la Biblioteca Litúrgica del Centro de Pastoral Litúrgica de Barcelona.
En esta entrevista concedida a Zenit, el padre Arocena explica también qué significa que el cristiano sea «el altar» de Dios.
El profesor Arocena (San Sebastián, 1954) es presbítero de la Prelatura del Opus Dei desde 1981 y es doctor en Sagrada Teología y en Derecho Canónico y profesor de teología litúrgica en la Facultad de Teología de Navarra.
Arocena Solano colabora con el Secretariado Nacional de Liturgia de la Conferencia Episcopal Española.
–¿Advierte una atención litúrgica especial de Benedicto XVI hacia el altar distinta de sus predecesores?
–P. Arocena: Existe unanimidad entre los Padres a la hora de concebir el altar de la liturgia cristiana como signo de Cristo. «El altar es Cristo», dicen.
Todos los obispos de Roma han siso sensibles a esa teología. Tanto Benedicto XVI como sus predecesores, han hecho «hablar» al altar por medio de su ars celebrandi.
–El altar cristiano, ¿puede ser portátil?
–P. Arocena: Los siglos XVIII y XIX son, desde un cierto punto de vista, los siglos de las misiones y de las exigencias prácticas de los misioneros que durante sus viajes se veían obligados a celebrar el santo Sacrificio en pequeñas mesas de altar, portátiles.
El altar cristiano puede ser portátil; en este caso, el altar no se dedica, se bendice. La plegaria de bendición del altar móvil es particularmente hermosa, con una teología subyacente de gran densidad doctrinal.
Sin embargo, dada su enorme carga emblemática, ¬¬la Iglesia prefiere que el altar sea fijo.
Hay que poner de relieve que toda la vida litúrgica de la Iglesia gira en torno al misterio del altar. Hay un misterio del altar cristiano. El poeta español Prudencio decía que el altar era la mesa que nos regalaba el sacramento (mensa donatrix sacramenti).
Cristo es el centro de la acción de la Iglesia; el altar, signo de Cristo, es el centro del edificio de la iglesia.
La centralidad del altar en el conjunto del espacio litúrgico no es teológicamente una conclusión, sino el punto de partida.
La centralidad del altar con relación al edificio de culto refleja la centralidad de Cristo con relación a la asamblea litúrgica, al mundo y a la historia.
En las catedrales, este carácter focal del altar se apreciaba en su ubicación: fue tradicional situarlo en el crucero, entre el presbiterio y la nave.
–¿Cómo debe coordinarse el altar con el ambón y la sede?
–P. Arocena: El Catecismo de la Iglesia Católica contiene una bella teología simbólica y mistagógica que invita a una mejor comprensión de cada uno de los polos de la celebración: altar, sede, ambón.
Cada uno de estos lugares es un icono espacial, imagen viva de Cristo a través del lenguaje del espacio y de las realizaciones simbólicas que ocupan tales espacios.
En la celebración, Cristo es rey en la sede, sacerdote en el altar y profeta en el ambón.
Son las tres funciones de Cristo (tria Christi munera) que postulan un proyecto iconográfico común, que sea coherente con esa teología y en ella se inspire.
En razón de su profundo simbolismo cristológico, apenas sería expresivo que el altar, por ejemplo, fuera de madera, el ambón metálico y la sede mármol.
–El cristiano, altar de Dios. ¿qué quiere decir?
–P. Arocena: Al conocedor del pensamiento simbólico-sacramental de la antigüedad cristiana no le sorprende que la visión luminosa del cristiano como altar de Dios sea una realidad que hunda sus raíces en la mejor literatura patrística.
Hay un sermón de Pedro Crisólogo en el que dice: «Haz de tu corazón un altar (altare cor tuum pone)». La liturgia no se agota en las celebraciones.
La apertura existencial de la liturgia abre la dilatada perspectiva del culto existencial.
Así como Cristo, la cabeza, está constituido en altar de su propio sacrificio, así los bautizados, sus miembros, están constituidos en altares vivos de su sacrificio existencial. Cada cristiano es, con palabras de san Josemaría Escrivá, sacerdote de su propia existencia.
El altar de la iglesia y el altar del corazón guardan ambos estrecha relación. Aquél es el corazón del santuario; éste es la realidad más honda de la persona, su santuario interior.
El altar de la iglesia y el altar del corazón se complementan mutuamente, y, de un modo misterioso, componen uno solo.
El altar verdadero y perfecto donde se ofrece el sacrificio de Cristo es la unidad viviente de ambos porque la vida cristiana es una especie de sístole celebrativa y diástole existencial que engloba toda la vida del bautizado.
Sobre ese altar vivo, que es su corazón, los cristianos ofrecen «sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo». Ofrecen sus «cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios».
Es el culto espiritual de los cristianos que, al concluir la celebración eucarística, oyen decir al celebrante que se dirige a ellos: «Glorificad a Dios con vuestras vidas, podéis ir en paz». Tras el sacrificio eucarístico, el sacrificio espiritual. Tras la liturgia, la latreia.
Comienza para los cristianos si se pudiera decir así la «otra liturgia», la dimensión cultual inherente a la vida de aquellos que pertenecen a Cristo: una vida expresada siempre en categorías litúrgicas de sacrifico, de alianza, de mediación, de expiación…