Benedicto XVI: Valores y perspectivas para la Europa de mañana

Discurso en los 50 años de los Tratados de Roma

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 25 marzo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI este sábado a los participantes en e Congreso «Los 50 años de los Tratados de Roma – Valores y perspectivas para la Europa de mañana», organizado por la Comisión de los Episcopados de la Comunidad Europea (COMECE).

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Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado,
parlamentarios,
señoras y señores:

Con particular alegría os doy la bienvenida en esta audiencia, que se celebra en la víspera del quincuagésimo aniversario de la firma de los Tratados de Roma, acaecida el 25 de marzo de 1957. Se cumplía entonces una etapa importante para Europa, que salía extenuada de la segunda guerra mundial, y deseaba construir un futuro de paz y de mayor bienestar económico y social, sin disolver o negar las diferentes identidades nacionales.

Saludo a monseñor Adrianus Herman van Luyn, obispo de Rotterdam, presidente de la Comisión de los Episcopados de la Comunidad Europea (COMECE), y le doy las gracias por las gentiles palabras que me ha dirigido. Saludo a los demás obispos, a las distintas personalidades y a cuantos participan en este congreso, organizado en estos días por la COMECE para reflexionar sobre Europa.

Desde el mes de marzo de hace cincuenta años, este continente ha recorrido un largo camino, que ha llevado a la reconciliación de los dos «pulmones», oriente y occidente, unidos por una historia común, pero arbitrariamente divididos por una cortina de injusticia. La integración económica ha alentado la política y ha favorecido la búsqueda, que todavía tiene lugar con fatiga, de una estructura institucional adecuada para una Unión Europea que ya cuenta con 27 países y aspira a convertirse en un actor global en el mundo.

En estos años se ha experimentado cada vez más la exigencia de establecer un sano equilibrio entre dimensión económica y social, a través de políticas capaces de producir riqueza y de incrementar la competitividad, sin descuidar las legítimas aspiraciones de los pobres y de los marginados. Desde el punto de vista demográfico, hay que constatar por desgracia que Europa parece que ha emprendido un camino que podría llevarla al fin de su historia. Además de poner en peligro su crecimiento económico, puede causar también enormes dificultades a la cohesión social y, sobre todo, favorecer un peligroso individualismo, que no tiene en cuenta las consecuencias para el futuro.

Casi parecería como si continente europeo estuviera perdiendo de hecho la confianza en el propio porvenir. Por lo que se refiere, por ejemplo, al respeto del ambiente o al acceso ordenado a los recursos y a las inversiones energéticas, la solidaridad encuentra dificultades, no sólo en el ámbito internacional sino también en el propiamente nacional. El mismo proceso de unificación europeo no es compartido por todos, a causa de la difundida impresión de que los diferentes «capítulos» del proyecto europeo han sido «escritos» sin tener en debida cuenta las expectativas de los ciudadanos.

De todo esto se deduce claramente que no se puede pensar en edificar una auténtica «casa común», descuidando la identidad propia de los pueblos de nuestro continente. Se trata, de hecho, de una identidad histórica, cultural y moral, antes que geográfica, económica o política; una identidad constituida por un conjunto de valores universales, que el cristianismo ha contribuido a forjar, desempeñando de este modo un papel no sólo histórico, sino de fundamento para Europa.

Estos valores, que constituyen el alma del continente, tienen que permanecer en la Europa del tercer milenio como «fermento» de civilización. Si desfallecieran, ¿cómo podría el «viejo» continente seguir desempeñando la función de «levadura» para todo el mundo? Si, con motivo del quincuagésimo aniversario de los Tratados de Roma, los gobiernos de la Unión desean «acercarse» a sus ciudadanos, ¿cómo podrían excluir un elemento esencial de la identidad europea, como es el cristianismo, en el que una amplia mayoría de ellos sigue identificándose? ¿No es motivo de sorpresa el que la Europa de hoy, mientras quiere presentarse como una comunidad de valores, conteste cada vez más el hecho de que haya valores universales y absolutos? Esta singular forma de «apostasía» de sí misma, antes aún que de Dios, ¿no le lleva quizás a dudar de su misma identidad? De este modo, se va difundiendo la convicción de que la «ponderación de los bienes» es el único camino para el discernimiento moral y que el bien común es sinónimo de compromiso. En realidad, si el compromiso puede constituir un legítimo balance de intereses particulares diferentes, se transforma en un mal común cuando implica acuerdos dañinos para la naturaleza del ser humano.

Una comunidad que se construye sin respetar la auténtica dignidad del ser humano, olvidando que cada persona está creada a imagen de Dios, acaba por no traer nada bueno. Por este motivo, cada vez es más indispensable que Europa evite esa actitud pragmática, hoy ampliamente difundida, que justifica sistemáticamente el compromiso sobre los valores humanos esenciales, como si se tratara de la inevitable aceptación de un presunto mal menor. Este pragmatismo, presentado como equilibrado y realista, en el fondo no lo es, pues niega esa dimensión de valores e ideales, que es inherente a la naturaleza humana.

Cuando en este pragmatismo se introducen tendencias laicistas o relativistas, se acaba por negar a los cristianos el derecho mismo a intervenir como cristianos en el debate público o, al menos, se descalifica su contribución con la acusación de que buscan defender injustificados privilegios. En el momento histórico actual y ante los muchos desafíos, la Unión Europea, si quiere garantizar adecuadamente el estado de derecho y promover eficazmente lo valores humanos, tiene que reconocer con claridad la existencia cierta de una naturaleza humana estable y permanente, fuente de derechos comunes para todos los individuos, incluidos los de aquellos que los niegan. En este contexto, hay que salvaguardar el derecho a la objeción de conciencia, cada vez que los derechos humanos fundamentales sean violados.

Queridos amigos, sé lo difícil que es para los cristianos promover valientemente esta verdad sobre el hombre. ¡Nos tenéis que cansaros ni desalentaros! Sabéis que tenéis la tarea de contribuir en la construcción, con la ayuda de Dios, de una nueva Europa, realista pero no cínica, rica de ideales y libre de ilusiones ingenuas, inspirada en la perenne y vivificante verdad del Evangelio. Por este motivo, participad de manera activa en el debate público a nivel europeo, conscientes de que hoy por hoy forma parte del debate nacional, y complementad este compromiso con una acción cultural eficaz. ¡No tenéis que rendiros ante la lógica de la búsqueda del poder por el poder! Que os sirva de estimulo y apoyo constante la advertencia de Cristo: si la sal pierde su sabor sólo sirve para ser tirada y pisoteada (Cf. Mateo 5, 13). Que el Señor haga fecundos todos vuestros esfuerzos y os ayude a reconocer y valorar los elementos positivos presentes en la civilización actual, denunciando con valentía todo lo que atenta contra la dignidad del ser humano.

Estoy seguro de que Dios no dejará de bendecir el esfuerzo generoso de quienes, con espíritu de servicio, trabajan por construir una casa común europea, en la que toda contribución cultural, social y política esté orientada al bien común. A vosotros, que ya estáis comprometidos de diferentes maneras en esta importante empresa humana y evangélica, os expreso mi apoyo y dirijo mi más sentido aliento. Os aseguro sobre todo un recuerdo en la oración e, invocando la maternal protección de María, Madre del Verbo encarnado, os imparto de corazón a vosotros y a vuestras familias y comunidades mi afectuosa bendició
n.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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