ANTEQUERA, domingo, 6 mayo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció el cardenal José Saraiva Martins, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, este domingo durante la celebración eucarística en la que leyó el documento con el que Benedicto XVI introduce en el elenco de los beatos a María del Carmen González Ramos, Madre Carmen del Niño Jesús, en su ciudad natal, Antequera.


V DOMINGO DE PASCUA
MADRE CARMEN DEL NIÑO JESÚS GONZÁLEZ RAMOS
MISA DE LA BEATIFICACIÓN
(Hch 14,21b-26; Ap 21, 1-5ª; Jn 13, 31-33ª.34-35)



Excelentísimos Señores Obispos y hermanos en el sacerdocio, religiosas Franciscanas de los Sagrados Corazones, distinguidas autoridades, hermanas y hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

Por encargo y delegación del Papa Benedicto XVI, he tenido la dicha de hacer público el documento mediante el cual el Santo Padre declara Beata a la Madre Carmen del Niño Jesús González Ramos y nos encontramos reunidos en esta celebración eucarística para dar gracias a Dios y compartir la alegría por la beatificación.

1. En el Evangelio de este domingo V de Pascua hemos escuchado: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros» (Jn 13, 34-35). Son palabras de Jesús, dichas a sus discípulos después de haberles lavado los pies en la Última Cena inmediatamente antes de su Pasión, que hemos revivido hace un mes, el día de Jueves Santo.

Habla el Señor de un mandamiento nuevo. ¿qué quiere decir nuevo? No significa que hasta entonces fuera desconocido. Jesús mismo había recordado a aquel jefe del pueblo que amar a Dios y al prójimo eran el mandamiento más grande de la Ley antigua (cfr. Mc 12, 28-31). ¿En qué sentido, entonces, es nuevo? Encontramos la novedad en dos aspectos: En primer lugar, porque Jesucristo señala una nueva medida. Hasta entonces se había dicho: amarás al prójimo como a ti mismo. Ahora el Señor indica que hemos de amarnos como Él nos ha amado. Él ha amado a todos sin excepción, justos y pecadores, por todos los hombres y por todas las mujeres dio su vida y murió en la Cruz. Disculpó incluso a los que le habían condenado injustamente y pidió por ellos: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Hemos de amar al prójimo como Dios nos ama, con el amor que recibimos de Dios mismo, amor que le ha llevado a hacernos hijos suyos (cfr. 1 Jn 3,1).

Es también un mandamiento nuevo –y es éste el segundo aspecto al que me refería–, porque el amor de Dios y del prójimo no es un mandamiento más, sino que es el mandamiento esencial, aquel que resume y contiene en sí todos los demás.

2. En la segunda lectura de esta Santa Misa hemos oído las palabras de San Juan en el Apocalipsis: «vi un cielo nuevo y una tierra nueva». Dios realizó por sí solo la creación, pero quiere contar con nosotros para la nueva creación, la civilización del amor de la que tantas veces han hablado los Papas recientes: una civilización del amor en la que se respeta la vida desde la concepción hasta la muerte; una civilización del amor en la que la familia, fundada en el matrimonio uno e indisoluble, sea el hogar amable y luminoso querido por el Señor; una civilización del amor que impulsa hacia la verdad y la justicia e impregna la sociedad, sus instituciones y las relaciones de todos los hombres.

La primera lectura de esta Santa Misa –de los Hechos de los Apóstoles– nos narra como San Pablo y San Bernabé, después de recorrer varias regiones y ciudades, regresan a Antioquía y reúnen a los cristianos para informarles sobre «la misión que se les había encomendado... y para contarles lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles las puertas de la fe». La misión recibida llevaba a San Pablo y a San Bernabé a viajar incansablemente para difundir el mensaje de Jesucristo, pero nos quedaríamos cortos si nos limitásemos a contemplar admirados su ejemplo sin darnos cuenta de que también nosotros –todos, sin excepción– hemos recibido con el bautismo la misión no sólo de practicar personalmente el mandamiento del amor, sino también de propagarlo a nuestro alrededor. Dios no nos pide que nos movamos de nuestro sitio ni que abandonemos nuestro trabajo, pero sí quiere que cada uno de nosotros, allí donde estamos, difundamos con el ejemplo de nuestra vida ordinaria y con nuestras palabras el tesoro de amor que hemos recibido.

3. Los textos sagrados nos han mostrado cómo el amor a Dios y al prójimo debe ser el Norte de nuestra vida. Esa enseñanza hay que aplicarla a las circunstancias en las que nos desenvolvemos habitualmente, porque ése y no otro es –no podemos dudarlo– el ámbito concreto en el que hemos de ponerla por obra.

Al hacerlo, hemos de tener presente el modelo hecho vida en la nueva Beata, Madre Carmen del Niño Jesús, pues ella, en los distintos momentos de su existencia en la tierra, amó a Dios y a todas las personas con el amor de Jesucristo.

Desde los años de su infancia y juventud la Beata Carmen practica una intensa vida de piedad. La fuente inagotable donde aprende a vivir el mandamiento nuevo es la Eucaristía. Se acerca a diario para recibir la Sagrada Comunión, cosa no frecuente en la época. Ahí radica su fuerza. «El corazón eucarístico de Jesús, preso de amor en el Sagrario» –como se expresa el Beato Obispo Manuel González– le enseña la verdadera entrega. Por eso ella puede afirmar: «Los sufrimientos de esta vida me parecen nada, comparados con la dicha de poder recibir diariamente a Jesús Sacramentado».

Amor a Dios y amor al prójimo son el ámbito de su vida real. «Nadie toma tan en serio la vida real como el santo» (Romano Guardini, «El Señor», VI, IX).

Y al crecer en ella el amor a Jesús y su imitación en las diversas circunstancias de la vida, entendió la misión a que Dios la enviaba: acercar a Jesús las almas que Él puso en su camino, contar las maravillas del Señor «que tanto nos quiere», enseñar a descubrirlo y amarlo. Y, al mismo tiempo, enjugar las lágrimas de los pobres y enfermos llevándoles ayuda y consuelo; atendiendo a la educación de niños y jóvenes, al cuidado de enfermos y ancianos, a las jóvenes obreras, a los pequeños necesitados de cuidados.

Junto a la Eucaristía, los Misterios de Belén y el Calvario iluminan el camino espiritual de la nueva Beata y marcan su entrega a Dios y a los hermanos.

La contemplación de la pobreza y humildad del Divino Nacimiento, la enseña a hacerse pequeña, a no buscar grandezas materiales, a acoger con amor a los niños, sobre todo a los niños pobres, y hacerles todo el bien que puede. «Mirad en los niños la presencia de Jesús Infante», dice a sus hermanas.

La Pasión del Señor, su Muerte redentora, es también fuerza muy viva en Madre Carmen del Niño Jesús. La entrega suprema por amor le da fuerza para superar los largos y difíciles años de su matrimonio, y también los sufrimientos que hubo de soportar como fundadora. Cuando ella afirma que «la vida del Calvario es la más segura y provechosa para el alma», ha experimentado cómo el amor a Jesucristo, que sufre y muere para salvarnos, da sentido al silencio y la paciencia en las acusaciones y calumnias, al perdón generoso, al don de sí, a la docilidad constante a la voluntad de Dios.

4. El Señor eligió Madre Carmen como instrumento para que fuese reflejo de la morada de Dios con los hombres, para enjugar lágrimas, disminuir el llanto, consolar en el dolor. Por el espíritu franciscano la dispuso a ser portadora de Paz y Bien; por la devoción al Corazón de Jesús manso y humilde, la impulsó a «manifestar a todos el amor que Dios nos tiene» (Cfr. Constituciones 5); en el Corazón Inmaculado de María le enseñó «la actitud ante Dios y ante la vida» (Ib. 6). Y le inspiró la fundación de un Instituto religioso para que su misión continuara en la Iglesia y en el mundo más allá de sus años terrenos.

Esta Obra, la Congregación de Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones, cumple el próximo día 8, pasado mañana, 123 años de existencia. Nació en mayo, el «mes de María» , la más perfecta discípula de Jesús, la que mejor nos enseña «a conocerlo y amarlo, para que también nosotros podamos llegar a ser capaces de un verdadero amor y a ser fuentes de agua viva en medio de un mundo sediento» (Benedicto XVI: «Deus Caritas est», 42). También en mayo, esta tierra venera con fervor a Cristo Crucificado bajo la advocación de «Señor de la Salud y de las Aguas».

Hace 123 años que esta ciudad de Antequera recibe la bendición que Dios envía a través de Madre Carmen y oye contar las obras que el Señor hace por medio de la Congregación en diversas regiones de España y en diversos países de América: República Dominicana, Nicaragua, Puerto Rico, Uruguay, Venezuela.

Es cierto que «La vida de los Santos no comprende sólo su biografía terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de la muerte. En los Santos es evidente que, quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos» (Ib.).

Madre Carmen repetía «Bendito sea Dios, que tanto nos quiere», en el dolor y en el gozo. Y su alma no quería guardar ese tesoro para ella sola. Por eso exclamaba: «Cuando miro al cielo, se acrecientan mis deseos de ir por esos mundos a enseñar a las almas a conocer y amar a Dios».

Hoy, quienes han recibido el influjo del anhelo de Madre Carmen, se alegran al poder celebrar las obras grandes que Dios ha hecho por medio de ella. Se alegran al experimentar que «nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos por el Evangelio, por Cristo; nada más bello que conocerle y comunicar a otros la amistad con él» (Benedicto XVI en la Misa de inicio del Pontificado (S. C. 84).

Porque Madre Carmen tomó en serio el amor de Dios y la misión a que Él la enviaba, porque obedeció el mandato «Amaos unos a otros como yo os he amado», el Señor ha querido mostrar que es «de los suyos», y ha concedido muchas gracias por su intercesión, entre ellas la curación milagrosa de una Hermana. Por ello, nuestra Santa Madre Iglesia nos la presenta como modelo y nos ofrece hoy el gozo de esta Solemne Ceremonia Eucarística de Beatificación.

Que su santidad sea ejemplo para nuestra vida.