CIUDAD DEL VATICANO, martes, 8 mayo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI a los enfermos, médicos y personal del hospital San Mateo de Pavía, durante la visita pastoral que hizo a esa ciudad el 22 de abril.
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Queridos hermanos y hermanas:
En el programa de mi visita pastoral a Pavía no podía faltar una etapa en el hospital policlínico «San Mateo» para encontrarme con vosotros, queridos enfermos, que provenís no sólo de la provincia de Pavía sino también de toda Italia. A cada uno le expreso mi cercanía personal y mi solidaridad, a la vez que abrazo espiritualmente también a los enfermos, a los que sufren y a las personas con dificultades que se encuentran en vuestra diócesis y a todos los que los asisten con amorosa solicitud. Quisiera dirigir a todos unas palabras de aliento y de esperanza.
Saludo cordialmente al presidente del hospital policlínico, señor Alberto Guglielmo, y le agradezco las amables palabras que acaba de dirigirme. Mi gratitud se extiende a los médicos, a los enfermeros y a todo el personal que trabaja diariamente aquí. Saludo y expreso mi agradecimiento a los padres camilos, que con gran celo pastoral llevan cada día a los enfermos el consuelo de la fe, así como a las Religiosas de la Providencia, comprometidas en un generoso servicio según el carisma de su fundador, san Luis Scrosoppi. Doy las gracias de corazón a la representante de los enfermos, y también saludo con afecto a los familiares de los enfermos, que con sus seres queridos comparten momentos de preocupación y de espera confiada.
El hospital es un lugar que, en cierto modo, podríamos llamar «sagrado», donde se experimenta la fragilidad de la naturaleza humana, pero también las enormes potencialidades y recursos del ingenio del hombre y de la técnica al servicio de la vida. ¡La vida del hombre! Este gran don, por más que se lo explore, sigue siendo siempre un misterio.
Sé que vuestro hospital, el policlínico «San Mateo», es muy conocido en esta ciudad y en Italia entera, sobre todo por algunas operaciones de vanguardia. Aquí os esforzáis por aliviar el sufrimiento de las personas, con el fin de que puedan recuperar plenamente la salud, y muy a menudo esto sucede, también gracias a los modernos descubrimientos científicos. Aquí se obtienen resultados verdaderamente confortantes. Deseo vivamente que el necesario progreso científico y tecnológico vaya acompañado siempre de la conciencia de promover también, junto con el bien del enfermo, los valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida en todas sus fases, de los que depende la calidad auténticamente humana de una convivencia.
Encontrándome entre vosotros, pienso de modo espontáneo en Jesús, que durante su existencia terrena siempre mostró una particular atención a los que sufrían, curándolos y dándoles la posibilidad de volver a la vida de relación familiar y social, que la enfermedad había impedido. Pienso también en la primera comunidad cristiana, donde, como leemos durante estos días en los Hechos de los Apóstoles, muchas curaciones y prodigios acompañaban la predicación de los Apóstoles. La Iglesia, siguiendo el ejemplo de su Señor, manifiesta siempre una predilección especial por quienes sufren, y, como ha dicho el señor presidente, ve en el que sufre a Cristo mismo, y no cesa de prestar a los enfermos la ayuda necesaria, la ayuda técnica y el amor humano, consciente de que está llamada a manifestar el amor y la solicitud de Cristo a ellos y a quienes los atienden. El progreso técnico, tecnológico, y el amor humano deben ir siempre juntos.
En este lugar, además, resultan particularmente actuales las palabras de Jesús: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40. 45). En toda persona afectada por la enfermedad, es él mismo quien espera nuestro amor. Ciertamente, el sufrimiento repugna a la sensibilidad humana; pero es verdad que, cuando se lo acoge con amor, con compasión, y está iluminado por la fe, se convierte en una valiosa ocasión que une de manera misteriosa a Cristo Redentor, Varón de dolores, que en la cruz cargó sobre sí el dolor y la muerte del hombre. Con el sacrificio de su vida, redimió el sufrimiento humano y lo transformó en el medio fundamental de la salvación.
Queridos enfermos, encomendad al Señor las molestias y los dolores que debéis afrontar, y en su plan se transformarán en medios de purificación y de redención para todo el mundo. Queridos amigos, os aseguro a cada uno mi recuerdo en la oración y, a la vez que invoco a María santísima, Salus infirmorum, Salud de los enfermos, para que os proteja a vosotros y a vuestras familias, a los dirigentes, a los médicos y a toda la comunidad del hospital policlínico, con afecto os imparto a todos una especial bendición apostólica.
[Taducción distribuida por la Santa Sede
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