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“Alabado seas, mi Señor, por todas tu criaturas” – Con esta salutación al Omnipotente y Buen Señor, el santo Pobre de Asís reconocía la bondad única del Dios Creador y la dulzura, la fuerza y la belleza que serenamente se esparcen en todas las criaturas, haciendo de ellas espejo de la omnipotencia del Creador.
Este nuestro encuentro, queridas hermanas Clarisas, en esta Hacienda de la Esperanza, quiere ser la manifestación de un gesto de cariño del sucesor de Pedro a las hermanas de clausura y también un sereno murmullo de amor que resuena por estas colinas y valles de la Sierra de la Mantiqueira y resuene en toda la tierra: «No son discursos ni frases o palabras, ni son voces que puedan ser oídas; su sonido resuena y se esparce por toda la tierra, llega a los confines del universo su voz» (Sal 18,4-5). De aquí las hijas de Santa Clara proclaman; «¡Alabado seas, mi Señor, por todas tus criaturas! «.
Allí donde la sociedad no ve más futuro o esperanza, los cristianos están llamados a anunciar la fuerza de la Resurrección: justamente aquí en esta Hacienda de la Esperanza, donde se encuentran tantas personas, principalmente jóvenes, que buscan superar el problema de las drogas, del alcohol y de la dependencia química, se testimonia el Evangelio de Cristo en medio de una sociedad consumista alejada de Dios. ¡Qué diversa es la perspectiva del Creador en su obra! Las hermanas Clarisas y otros religiosos de clausura – que, en la vida contemplativa, escrutan la grandeza de Dios y descubren también la belleza de las criaturas – pueden, con el autor sagrado, contemplar el propio Dios, arrobado, maravillado delante de Su obra, de Su criatura amada: «¡Dios contempló todo lo que había hecho y todo estaba muy bien!» (Gen 1, 31).
Cuando el pecado entró en el mundo y, con él, la muerte, la criatura amada de Dios – aunque herida – no perdió totalmente su belleza: al contrario, recibió un amor mayor: «Oh feliz culpa que nos mereció un tan grande Redentor» – proclama la Iglesia en la noche misteriosa y clara de la Pascua (Exultet). Es el Cristo resucitado que cura las heridas y salva a los hijos e hijas de Dios, salva a la humanidad de la muerte, del pecado y de la esclavitud de las pasiones. La Pascua de Cristo une la tierra y el cielo. En esta Hacienda de la Esperanza se unen las oraciones de las Clarisas y el trabajo arduo de la medicina y de la laborterapia para vencer las prisiones y romper los grilletes de las drogas que hacen sufrir a los hijos amados de Dios.
Se recompone, así, la belleza de las criaturas que encanta y maravilla su Creador. Éste es el Padre todopoderoso, el único cuyo ser es el amor y cuya gloria es el ser humano vivo – como lo dijo San Irineo. Él «tanto amó el mundo, que envió a su Hijo» (Jn 3,16) para recoger al caído en el camino, asaltado y herido por los ladrones en el camino de Jerusalén a Jericó. En los caminos del mundo, Jesús es «la mano que el Padre extiende a los pecadores; es el camino por el cual nos llega la paz» (anáfora eucarística). Sí, aquí descubrimos que la belleza de las criaturas y el amor de Dios son inseparables. Francisco y Clara de Asís también descubren este secreto y proponen a sus hijos e hijas una sola cosa – y muy simple: vivir el Evangelio. Ésta es su norma de conducta y su regla de vida. Clara lo expresó muy bien, cuando dice a sus hermanas: «Tened entre vosotros, hijas mías, el mismo amor con el cual Cristo os amó» (Testamento).
Es en este amor que Fray Hans las invitó a ser la retaguardia de todo el trabajo desarrollado en la Hacienda de la Esperanza. En la fuerza de la oración silenciosa, en los ayunos y penitencias, las hijas de Santa Clara viven el mandamiento del amor a Dios y al prójimo, en el gesto supremo de amar hasta el fin.
¡Esto significa jamás perder la esperanza! Por eso el nombre de esta obra de Fray Hans: «Hacienda de la Esperanza». Pues es necesario edificar, construir la esperanza, tejiendo el tejido de una sociedad que, en el extenderse de los hilos de la vida, pierde el propio sentimiento de esperanza. Esta pérdida – como dijo San Pablo – es como una maldición que la persona humana impone a sí misma: «personas sin afecto» (Rm 1,31).
Queridísimas hermanas, sed las anunciadoras de que «la esperanza no decepciona» (Rm 5,5). El dolor del Crucificado, que atravesó el alma de María al pie de la cruz, consuela tantos corazones maternos y paternos que lloran de dolor por sus hijos aún dependientes de las drogas. Anunciad por el silencio oferente de la oración, silencio grandilocuente que el Padre escucha; anunciad el mensaje del amor que vence al dolor, las drogas y la muerte. Anunciad a Jesucristo, humano cómo nosotros, ¡sufridor cómo nosotros, que tomó sobre sí nuestros pecados para de ellos liberarnos!
Estamos por iniciar la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, en el Santuario de Aparecida – tan cerca de esta Hacienda de la Esperanza. Confío también en sus oraciones, para que nuestros pueblos tengan vida en Jesucristo y todos nosotros seamos sus discípulos y misioneros. Ruego a María – la Madre Aparecida, la Virgen de Nazaret – quien, en el seguimiento de su Hijo, guardaba todas las cosas en su corazón, que las guarde en el silencio fecundo de la oración.
A todas las hermanas de clausura, de manera especial a las Clarisas presentes en esta obra, mi bendición y afecto.
[Traducción distribuida por el Consejo Episcopal Latinoamericano
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]