CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 26 septiembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este miércoles dedicada a presentar los últimos momentos de vida de san Juan Crisóstomo y su enseñanza social.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos nuestra reflexión sobre san Juan Crisóstomo. Tras el período pasado en Antioquía, en el año 397, fue nombrado obispo de Constantinopla, capital del Imperio romano de Oriente. Desde el inicio, Juan proyectó la reforma de su Iglesia: la austeridad del palacio episcopal tenía que ser un ejemplo para todos: clero, viudas, monjes, personas de la corte y ricos.
Por desgracia no pocos de ellos, tocados por sus juicios, se alejaron de él. Solícito con los pobres, Juan fue llamado también «el limosnero». Como administrador atento logró crear instituciones caritativas muy apreciadas. Su capacidad emprendedora en los diferentes campos hizo que algunos le vieran como un peligroso rival. Sin embargo, como auténtico pastor, trataba a todos de manera cordial y paterna. En particular, siempre tenía gestos de ternura especial por la mujer y dedicaba una atención particular al matrimonio y a la familia. Invitaba a los fieles a participar en la vida litúrgica, que hizo espléndida y atractiva con creatividad genial.
A pesar de su bondad, no tuvo una vida tranquila. Pastor de la capital del Imperio, se vio envuelto a menudo en intrigas políticas por sus continuas relaciones con las autoridades y las instituciones civiles. A nivel eclesiástico, dado que había depuesto en Asia, en el año 401 a seis obispos indignamente elegidos, fue acusado de haber superado los límites de su jurisdicción, convirtiéndose en diana de acusaciones fáciles. Otro pretexto de ataques contra él fue la presencia de algunos monjes egipcios, excomulgados por el patriarca Teófilo de Alejandría, que se refugiaron en Constantinopla. Después se creó una fuerte polémica causada por las críticas de Crisóstomo a la emperatriz Eudoxia y a sus cortesanas, que reaccionaron desacreditándolo e insultándolo. De este modo, fue depuesto, en el sínodo organizado por el mismo patriarca Teófilo, en el año 403, y condenado a un primer exilio breve. Tras regresar, la hostilidad que suscitó a causa de sus protestas contra las fiestas en honor de la emperatriz, que el obispo consideraba como fiestas paganas, lujosas, y la expulsión de los presbíteros encargados de los bautismos en la Vigilia Pascual del año 404 marcaron el inicio de la persecución contra Juan Crisóstomo y sus seguidores, llamados «juanistas».
Entonces, Juan denunció con una carta los hechos al obispo de Roma, Inocencio I. Pero ya era demasiado tarde. En el año 406 fue exiliado nuevamente, esta vez en Cucusa, Armenia. El Papa estaba convencido de su inocencia, pero no tenía poder para ayudarle. No se pudo celebrar un concilio, promovido por Roma para lograr la pacificación entre las dos partes del Imperio y entre sus Iglesias. El duro viaje de Cucusa a Pitionte, destino al que nunca llegó, debía impedir las visitas de los fieles y romper la resistencia del prelado agotado: ¡la condena al exilio fue una auténtica condena a muerte! Son conmovedoras las numerosas cartas del exilio, en las que Juan manifiesta sus preocupaciones pastorales con tonos de dolor por las persecuciones contra los suyos. La marcha hacia la muerte se detuvo en Comana Pontica. Allí Juan fue llevado a la capilla del mártir san Basilisco, donde entrego el espíritu a Dios y fue sepultado, como mártir junto al mártir (Paladio, «Vida» 119). Era el 14 de septiembre de 407, fiesta de la Exaltación de la santa Cruz. La rehabilitación tuvo lugar en el año 438 con Teodosio II. Las reliquias del santo obispo, colocadas en la iglesia de los Apóstoles, en Constantinopla, fueron transportadas en el año 1204 a Roma, en la primitiva Basílica de Constantino, y yacen en ahora en la capilla del Coro de los Canónigos de la Basílica de San Pedro.
El 24 de agosto de 2004 una parte importante de las misma fue entregada por el Papa Juan Pablo II al patriarca Bartolomé I de Constantinopla. La memoria litúrgica del santo se celebra el 13 de septiembre. El beato Juan XXIII le proclamó patrón del Concilio Vaticano II.
De Juan Crisóstomo se dijo que, cuando se sentó en el trono de la Nueva Roma, es decir, Constantinopla, Dios hizo ver en él un segundo Pablo, un doctor del universo. En realidad, en Crisóstomo se da una unidad esencial de pensamiento y de acción tanto en Antioquía como en Constantinopla. Sólo cambian su papel y las situaciones. Al meditar en las ocho obras realizadas por Dios en la secuencia de los seis días, en el comentario del Génesis, Juan Crisóstomo quiere hacer que los fieles se remonten de la creación al Creador: «Es de gran ayuda saber qué es la criatura y qué es el Creador», dice. Nos muestra la belleza de la creación y la transparencia de Dios en su creación, que se convierte de este modo en una especie de «escalera» para ascender a Dios, para conocerle.
Pero a este primer paso le sigue otro: este Dios, creador, es también el Dios de la condescendencia («synkatabasis»). Nosotros somos débiles para «ascender», nuestros ojos son débiles. De este modo, Dios se convierte en el Dios de la condescendencia, que envía al hombre caído y extranjero una carta, la Sagrada Escritura. De este modo, la creación y la escritura se completan. A la luz de la Escritura, de la carta que Dios nos ha dado, podemos descifrar la creación. Dios es llamado «padre tierno» («philostorgios») (ibídem), médico de las almas (Homilía 40,3 sobre el Génesis), madre (ibídem) y amigo cariñoso («Sobre la Providencia» 8,11-12).
Pero al primer paso de la creación como «escalera» hacia Dios y al segundo de la condescendencia de Dios, a través de la carta que nos ha dado, la Sagrada Escritura, se le añade un tercer paso: Dios no sólo nos transmite una carta, en definitiva, Él mismo baja, se encarna, se convierte realmente en «Dios con nosotros», nuestro hermano hasta la muerte en la Cruz.
Y a estos tres pasos –Dios que se hace visible en la creación, Dios que nos envía una carta, Dios que desciende y se convierte en uno de nosotros– se llega al final a un cuarto paso: en la vida y acción del cristiano, el principio vital y dinámico es el Espíritu Santo («Pneuma»), que transforma la realidad del mundo. Dios entra en nuestra misma existencia a través del Espíritu Santo y nos transforma desde dentro de nuestro corazón.
Con este telón de fondo, precisamente en Constantinopla, Juan, al comentar los Hechos de los Apóstoles, propone el modelo de la Iglesia primitiva (Hechos 4, 32-37) como modelo para la sociedad, desarrollando una «utopía» social (como una «ciudad ideal»). Se trataba, de hecho, de dar un alma y un rostro cristiano a la ciudad. En otras palabras, Crisóstomo comprendió que no es suficiente hacer limosna, ayudar a los pobres de vez en cuando, sino que es necesario crear una nueva estructura, un nuevo modelo de sociedad; un modelo basado en la perspectiva del Nuevo Testamento. Es la nueva sociedad que se revela en la Iglesia naciente. Por tanto, Juan Crisóstomo se convierte de este modo en uno de los grandes padres de la Doctrina Social de la Iglesia: la vieja idea de la «polis» griega es sustituida por una nueva idea de ciudad inspirada en la fe cristiana. Crisóstomo defendió como Pablo (Cf. 1 Corintios 8, 11) el primado de cada cristiano, de la persona en cuanto tal, incluso del esclavo y del pobre. Su proyecto corrige de este modo la tradicional visión de la «polis» griega, de la ciudad, en la que amplias capas de la población quedaban excluidas de los derechos de ciudadanía, mientras en la ciudad cristiana todos son hermanos y hermanas con los mismos derechos. El primado de la persona es también la consecuencia del hecho de que basándose en ella se construye la ciudad, mientras que en l
a «polis» griega la patria se ponía por encima del individuo, que quedaba totalmente subordinado a la ciudad en su conjunto. De este modo, con Crisóstomo comienza la visión de una sociedad construida con la conciencia cristiana. Y nos dice que nuestra «polis» es otra, «nuestra patria está en los cielos» (Filipenses 3, 20) y esta patria nuestra, incluso en esta tierra, nos hace a todos iguales, hermanos y hermanas, y nos obliga a la solidaridad.
Al final de su vida, desde el exilio en las fronteras de Armenia, «el lugar más remoto del mundo», Juan, enlazando con su primera predicación del año 386, retomó el tema que tanto le gustaba del plan que Dios tiene para la humanidad: es un plan «inefable e incomprensible», pero seguramente guiado por Él con amor (Cf. «Sobre la providencia» 2, 6). Esta es nuestra certeza. Aunque no podamos descifrar los detalles de la historia personal y colectiva, sabemos que el plan de Dios está siempre inspirado por su amor. De este modo, a pesar de sus sufrimientos, Juan Crisóstomo reafirmaba el descubrimiento de que Dios ama a cada uno de nosotros con un amor infinito, y por este motivo quiere la salvación de todos. Por su parte, el santo obispo, cooperó con esta salvación con generosidad, sin ahorrar nada, durante todo su vida. De hecho, consideraba como último fin de su existencia esa gloria de Dios que, ya moribundo, dejó como último testamento: «¡Gloria a Dios por todo!» (Paladio, «Vida» 11).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos hoy la catequesis sobre san Juan Crisóstomo. Nombrado obispo de Constantinopla proyectó la reforma de su Iglesia. La austeridad del palacio episcopal debía ser ejemplo para todos. Por su solicitud con los pobres fue llamado el «limosnero». Trataba a todos paternalmente, especialmente a las familias. No obstante su bondad, fue víctima de intrigas políticas, siendo condenado al exilio, desde el cual escribió numerosas cartas pastorales.
Meditando el libro del Génesis, guía a los fieles de la creación al Creador, que es el Dios de la condescendencia, y por eso llamado también «padre tierno», médico de las almas, madre y amigo afectuoso. Une a Dios Creador y Dios Salvador, ya que Dios deseó tanto la salvación del hombre que no se reservó a su único Hijo. Comentando los Hechos de los Apóstoles propone el modelo de la Iglesia primitiva, desarrollando una utopía social, casi una «ciudad ideal». Trataba de dar un rostro cristiano a la ciudad, afrontando los principales problemas, especialmente las relaciones entre ricos y pobres, a través de una inédita solidaridad.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, especialmente a los sacerdotes del Pontificio Colegio Mexicano, a los diversos grupos parroquiales, al Centro de Capacitación de Toledo, así como a los demás peregrinos venidos de España, México, Chile, Argentina y de otros países latinoamericanos. Que las enseñanzas de san Juan Crisóstomo nos ayuden a descubrir el amor infinito con que Dios nos ama y que quiere la Salvación de todos los hombres. Muchas gracias.
[© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]