Homilía del Papa en el «Te Deum» de final de 2007

CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 6 enero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la basílica de San Pedro del Vaticano, durante las vísperas en las que participó en la noche del 31 de diciembre, momento en que se entonó el «Te Deum» de acción de gracias por el año 2007.

Introducción y traducción al español por «L’Osservatore Romano».

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La tarde del lunes 31 de diciembre de 2007, Su Santidad Benedicto XVI presidió en la basílica de San Pedro el rezo de las primeras Vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios; la adoración y la bendición eucarística; y el canto del «Te Deum» en acción de gracias al Señor por los beneficios recibidos durante el año: un intenso momento de reflexión y oración en el que participaron miles de fieles. Estuvieron presentes dieciocho cardenales y numerosos arzobispos y obispos. La diócesis de Roma estaba representada por el cardenal vicario, Camillo Ruini, y los obispos auxiliares. Participaron numerosas autoridades civiles, entre las cuales el alcalde de Roma, Walter Veltroni. Dos tapices, con escenas de la infancia de Jesús, colgaban de los balcones de las tribunas de la Verónica y Santa Elena.

 

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Al entrar en el templo, pocos minutos antes de las 18.00, Benedicto XVI fue acogido con un fuerte aplauso por todos los presentes, entre los que se encontraban los párrocos de Roma, religiosos y religiosas, y fieles laicos de los movimientos y asociaciones comprometidos en los diversos sectores de la evangelización.

El Santo Padre recorrió el pasillo central bendiciendo a los fieles, mientras el coro cantaba «Tu es Petrus». Al llegar al presbiterio, besó el altar y luego, ya en la cátedra, entonó «Deus in adiutorium meum intende». Se cantó el himno «Christe, Redemptor omnium» y, precedidos de una breve introducción, los salmos 112 y 147, y el cántico tomado de la carta de san Pablo a los Efesios (Ef 1, 3-10), alternándose un solista y la asamblea, acompañada por el coro «Mater Ecclesiae» y otros coros. Las antífonas las cantaba el coro de la Capilla Sixtina. Después de una breve lectura bíblica, tomada del capítulo cuarto de la carta de san Pablo a los Gálatas, Benedicto XVI pronunció la homilía que publicamos en esta misma página. Prosiguió el rezo de las Vísperas. Durante el canto del Magníficat, dos diáconos incensaron la cruz y el altar, al Santo Padre y a la asamblea. Se concluyó con las preces, el padrenuestro y la oración final, pronunciada por el Santo Padre.

A continuación, el diácono puso la Hostia consagrada en la custodia colocada en el altar para la adoración. Benedicto XVI incensó al Santísimo Sacramento, mientras el coro y la asamblea cantaban el «Ave verum». Hubo un tiempo de silencio para la adoración y la plegaria personal; luego se entonó el «Te Deum», que ejecutó el coro de la Capilla Sixtina, dirigida por mons. Giuseppe Liberto, y la asamblea a cada estrofa cantaba «Te, Deum, laudamus. Te Dominum confitemur».

El Papa, arrodillado, incensó nuevamente al Santísimo, mientras el coro de la Capilla Sixtina y la asamblea cantaban el «Tantum ergo». Luego pronunció la oración e impartió la bendición con el Santísimo. A continuación rezó las aclamaciones «Bendito sea Dios». El diácono reservó el Santísimo Sacramento y la asamblea se despidió con el canto del «Alma Redemptoris Mater» y el villancico «Adeste, fideles».

Antes de volver a su apartamento, el Santo Padre visitó el belén montado en el centro de la plaza de San Pedro.

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HOMILÍA DE BENEDICTO XVI

Queridos hermanos y hermanas:

También al final de este año nos hemos reunido en la basílica vaticana para celebrar las primeras Vísperas de la solemnidad de María santísima, Madre de Dios. La liturgia hace coincidir esta significativa fiesta mariana con el fin y el inicio del año solar. A la contemplación del misterio de la maternidad divina se une, por tanto, el cántico de nuestra acción de gracias por el año 2007, que está a punto de concluir, y por el año 2008, que ya vislumbramos. El tiempo pasa y su devenir inexorable nos impulsa a dirigir la mirada con profunda gratitud al Dios eterno, al Señor del tiempo.

Juntos démosle gracias, queridos hermanos y hermanas, en nombre de toda la comunidad diocesana de Roma. A cada uno de vosotros dirijo mi saludo. En primer lugar, saludo al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las personas consagradas, así como a los numerosos fieles laicos aquí reunidos. Saludo al señor alcalde y a las autoridades presentes. Extiendo mi saludo a toda la población de Roma y, de modo especial, a quienes atraviesan situaciones de dificultad y de prueba. A todos aseguro mi cercanía cordial, así como un recuerdo constante en mi oración.

En la breve lectura que hemos escuchado, tomada de la carta a los Gálatas, san Pablo, hablando de la liberación del hombre llevada a cabo por Dios con el misterio de la Encarnación, alude de manera muy discreta a la mujer por medio de la cual el Hijo de Dios entró en el mundo: «Al llegar la plenitud de los tiempos -escribe-, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4). En esa «mujer» la Iglesia contempla los rasgos de María de Nazaret, mujer singular por haber sido llamada a realizar una misión que la pone en una relación muy íntima con Cristo; más aún, en una relación absolutamente única, porque María es la Madre del Salvador.

Sin embargo, con la misma evidencia podemos y debemos afirmar que es madre nuestra, porque, viviendo su singularísima relación materna con el Hijo, compartió su misión por nosotros y por la salvación de todos los hombres. Contemplándola, la Iglesia descubre en ella los rasgos de su propia fisonomía: María vive la fe y la caridad; María es una criatura, también ella salvada por el único Salvador; María colabora en la iniciativa de la salvación de la humanidad entera. Así María constituye para la Iglesia su imagen más verdadera: aquella en la que la comunidad eclesial debe descubrir continuamente el sentido auténtico de su vocación y de su misterio.

Este breve pero denso pasaje paulino prosigue luego mostrando cómo el hecho de que el Hijo haya asumido la naturaleza humana abre la perspectiva de un cambio radical de la misma condición del hombre. En él se dice que «envió Dios a su Hijo (…) para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). El Verbo encarnado transforma desde dentro la existencia humana, haciéndonos partícipes de su ser Hijo del Padre. Se hizo como nosotros para hacernos como él: hijos en el Hijo y, por tanto, hombres libres de la ley del pecado.

¿No es este un motivo fundamental para elevar a Dios nuestra acción de gracias? Y nuestra gratitud tiene un motivo ulterior al final de un año, si tenemos en cuenta los numerosos beneficios y su constante asistencia que hemos experimentado a lo largo de los doce meses transcurridos. Precisamente por eso todas las comunidades cristianas se reúnen esta tarde para cantar el Te Deum, himno tradicional de alabanza y acción de gracias a la santísima Trinidad. Es lo que haremos también nosotros, al final de este encuentro litúrgico, delante del Santísimo Sacramento.

Cantando rezaremos: «Te ergo, quaesumus tuis famulis subveni, quos pretioso sanguine redemisti«, «Socorre, Señor, te rogamos, a tus hijos, a los que has redimido con tu sangre preciosa». Esta tarde rezaremos: Socorre, Señor, con tu misericordia a los habitantes de nuestra ciudad, en la que, como en otros lugares, graves carencias y pobrezas pesan sobre la vida de las personas y de las familias, impidiéndoles mirar al futuro con confianza. No pocos, sobre todo jóvenes, se sienten atraídos por una falsa exaltación, o mejor, profanación del cuerpo y por la trivialización de la sexualidad.

¿Cómo enumerar, luego, los múltiples desafíos que, vinculados al consumismo y al laicismo, interpelan a los creyentes y a los hombres de buena voluntad? Para decirlo en pocas palabras, también en Roma se percibe el déficit de esperanza y de confianza en la vida que constituye el mal «oscuro» de la sociedad occidental moderna.

Sin embargo, aunque son evidentes las deficiencias, no faltan las luces y los motivos de esperanza sobre los cuales implorar la bendición especial de Dios. Precisamente desde esta perspectiva, al cantar el <i>Te Deum, rezaremos: «Salvum fac populum tuum, Domine, et benedic hereditati tuae«, «Salva a tu pueblo, Señor, mira y protege a tus hijos, que son tu heredad». Señor, mira y protege en particular a la comunidad diocesana comprometida, con creciente vigor, en el campo de la educación, para responder a la gran «emergencia educativa» de la que hablé el pasado 11 de junio durante el encuentro con los participantes en la Asamblea diocesana, es decir, la dificultad que se encuentra para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento (cf. Discurso en la inauguración de
los trabajos de la Asamblea diocesana de Roma, 11 de junio de 2007: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de junio de 2007, p. 11).

Sin clamores, con paciente confianza, tratemos de afrontar esa emergencia, ante todo en el ámbito de la familia. Sin duda, es consolador constatar que el trabajo emprendido durante estos últimos años por las parroquias, por los movimientos y por las asociaciones en la pastoral familiar sigue desarrollándose y dando sus frutos.

Además, Señor, protege las iniciativas misioneras que implican al mundo juvenil: están aumentando y en ellas participa ya un número notable de jóvenes que asumen personalmente la responsabilidad y la alegría del anuncio y del testimonio del Evangelio. En este contexto, ¿cómo no dar gracias a Dios por el valioso servicio pastoral prestado en el mundo de las universidades romanas? Algo análogo conviene llevar a cabo, a pesar de las dificultades, también en las escuelas.

Bendice, Señor, a los numerosos jóvenes y adultos que en los últimos decenios se han consagrado en el sacerdocio para la diócesis de Roma: actualmente son 28 los diáconos que esperan la ordenación presbiteral, prevista para el próximo mes de abril. Así rejuvenece la edad media del clero y se pueden afrontar las crecientes necesidades pastorales; además, así también se puede prestar ayuda a otras diócesis.

Aumenta, especialmente en las periferias, la necesidad de nuevos complejos parroquiales. Actualmente son ocho los que están en construcción. Recientemente yo mismo tuve la alegría de consagrar el último de los que ya se han terminado: la parroquia de Santa María del Rosario en los Mártires Portuenses. Es hermoso palpar la alegría y la gratitud de los habitantes de un barrio que entran por primera vez a su nueva iglesia.

«In te, Domine, speravi: non confundar in aeternum«, «Señor, tú eres nuestra esperanza, no seremos confundidos para siempre». El majestuoso himno del Te Deum se concluye con esta exclamación de fe, de total confianza en Dios, con esta solemne proclamación de nuestra esperanza. Cristo es nuestra esperanza «segura». A este tema dediqué mi reciente encíclica, que lleva por título Spe salvi. Pero nuestra esperanza siempre es esencialmente también esperanza para los demás. Sólo así es verdaderamente esperanza también para cada uno de nosotros (cf. n. 48).

Queridos hermanos y hermanas de la Iglesia de Roma, pidamos al Señor que haga de cada uno de nosotros un auténtico fermento de esperanza en los diversos ambientes, a fin de que se pueda construir un futuro mejor para toda la ciudad. Este es mi deseo para todos en la víspera de un nuevo año, un deseo que encomiendo a la intercesión maternal de María, Madre de Dios y Estrella de la esperanza. Amén.

[Traducción del original italiano por L’Osservatore Romano.

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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