CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 11 de enero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI el 6 de enero en la celebración eucarística que presidió en la Basílica de San Pedro del Vaticano con motivo de la solemnidad de la Epifanía del Señor, el 6 de enero.
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Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos hoy a Cristo, luz del mundo, y su manifestación a las naciones. En el día de Navidad el mensaje de la liturgia era: «Hodie descendit lux magna super terram«, «Hoy desciende una gran luz a la tierra» (Misal romano). En Belén, esta «gran luz» se presentó a un pequeño grupo de personas, a un minúsculo «resto de Israel»: a la Virgen María, a su esposo José, y a algunos pastores. Una luz humilde, según el estilo del verdadero Dios. Una llamita encendida en la noche: un frágil niño recién nacido, que da vagidos en el silencio del mundo… Pero en torno a ese nacimiento oculto y desconocido resonaba el himno de alabanza de los coros celestiales, que cantaban gloria y paz (cf. Lc 2, 13-14).
Así, aquella luz, aun siendo pequeña cuando apareció en la tierra, se proyectaba con fuerza en los cielos. El nacimiento del Rey de los judíos había sido anunciado por una estrella que se podía ver desde muy lejos. Este fue el testimonio de «algunos Magos» que llegaron desde Oriente a Jerusalén poco después del nacimiento de Jesús, en tiempos del rey Herodes (cf. Mt 2, 1-2).
Una vez más, se comunican y se responden el cielo y la tierra, el cosmos y la historia. Las antiguas profecías se cumplen con el lenguaje de los astros. «De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel» (Nm 24, 17), había anunciado el vidente pagano Balaam, llamado a maldecir al pueblo de Israel y que, al contrario, lo bendijo porque, como Dios le reveló, «ese pueblo es bendito» (Nm 22, 12).
Cromacio de Aquileya, en su Comentario al evangelio de san Mateo, relacionando a Balaam con los Magos, escribe: «Aquel profetizó que Cristo vendría; estos lo vieron con los ojos de la fe». Y añade una observación importante: «Todos vieron la estrella, pero no todos comprendieron su sentido. Del mismo modo, nuestro Señor y Salvador nació para todos, pero no todos lo acogieron» (ib., 4, 1-2). Este es, en la perspectiva histórica, el significado del símbolo de la luz aplicado al nacimiento de Cristo: expresa la bendición especial de Dios en favor de la descendencia de Abraham, destinada a extenderse a todos los pueblos de la tierra.
De este modo, el acontecimiento evangélico que recordamos en la Epifanía, la visita de los Magos al Niño Jesús en Belén, nos remite a los orígenes de la historia del pueblo de Dios, es decir, a la llamada de Abraham, que encontramos en el capítulo 12 del libro del Génesis. Los primeros once capítulos son como grandes cuadros que responden a algunas preguntas fundamentales de la humanidad: ¿Cuál es el origen del universo y del género humano? ¿De dónde viene el mal? ¿Por qué hay diversas lenguas y civilizaciones?
Entre los relatos iniciales de la Biblia aparece una primera «alianza», establecida por Dios con Noé, después del diluvio. Se trata de una alianza universal, que atañe a toda la humanidad: el nuevo pacto con la familia de Noé es, a la vez, un pacto con «toda carne» (cf. Gn 9, 15). Luego, antes de la llamada de Abraham, se encuentra otro gran cuadro, muy importante para comprender el sentido de la Epifanía: el de la torre de Babel. El texto sagrado afirma que en los orígenes «todo el mundo tenía un mismo lenguaje e idénticas palabras» (Gn 11, 1). Después los hombres dijeron: «Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra» (Gn 11, 4). La consecuencia de este pecado de orgullo, análogo al de Adán y Eva, fue la confusión de las lenguas y la dispersión de la humanidad por toda la tierra (cf. Gn 11, 7-8). Esto es lo que significa «Babel»; fue una especie de maldición, semejante a la expulsión del paraíso terrenal.
En este punto se inicia la historia de la bendición, con la llamada de Abraham: comienza el gran plan de Dios para hacer de la humanidad una familia, mediante la alianza con un pueblo nuevo, elegido por él para que sea una bendición en medio de todas las naciones (cf. Gn 12, 1-3). Este plan divino se sigue realizando todavía y tuvo su momento culminante en el misterio de Cristo. Desde entonces se iniciaron «los últimos tiempos», en el sentido de que el plan fue plenamente revelado y realizado en Cristo, pero debe ser acogido por la historia humana, que sigue siendo siempre historia de fidelidad por parte de Dios y, lamentablemente, también de infidelidad por parte de nosotros los hombres.
La Iglesia misma, depositaria de la bendición, es santa y a la vez está compuesta de pecadores; está marcada por la tensión entre el «ya» y el «todavía no». En la plenitud de los tiempos Jesucristo vino a establecer la alianza: él mismo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el Sacramento de la fidelidad de Dios a su plan de salvación para la humanidad entera, para todos nosotros.
La llegada de los Magos de Oriente a Belén, para adorar al Mesías recién nacido, es la señal de la manifestación del Rey universal a los pueblos y a todos los hombres que buscan la verdad. Es el inicio de un movimiento opuesto al de Babel: de la confusión a la comprensión, de la dispersión a la reconciliación. Por consiguiente, descubrimos un vínculo entre la Epifanía y Pentecostés: si el nacimiento de Cristo, la Cabeza, es también el nacimiento de la Iglesia, su cuerpo, en los Magos vemos a los pueblos que se agregan al resto de Israel, anunciando la gran señal de la «Iglesia políglota» realizada por el Espíritu Santo cincuenta días después de la Pascua.
El amor fiel y tenaz de Dios, que mantiene siempre su alianza de generación en generación. Este es el «misterio» del que habla san Pablo en sus cartas, también en el pasaje de la carta a los Efesios que se acaba de proclamar. El Apóstol afirma que este misterio le «fue comunicado por una revelación» (Ef 3, 3) y él se encargó de darlo a conocer.
Este «misterio» de la fidelidad de Dios constituye la esperanza de la historia. Ciertamente, se le oponen fuerzas de división y atropello, que desgarran a la humanidad a causa del pecado y del conflicto de egoísmos. En la historia, la Iglesia está al servicio de este «misterio» de bendición para la humanidad entera. En este misterio de la fidelidad de Dios, la Iglesia sólo cumple plenamente su misión cuando refleja en sí misma la luz de Cristo Señor, y así sirve de ayuda a los pueblos del mundo por el camino de la paz y del auténtico progreso.
En efecto, sigue siendo siempre válida la palabra de Dios revelada por medio del profeta Isaías: «La oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti aparece» (Is 60, 2). Lo que el profeta anuncia a Jerusalén se cumple en la Iglesia de Cristo: «A tu luz caminarán las naciones, y los reyes al resplandor de tu aurora» (Is 60, 3).
Con Jesucristo la bendición de Abraham se extendió a todos los pueblos, a la Iglesia universal como nuevo Israel que acoge en su seno a la humanidad entera. Con todo, también hoy sigue siendo verdad lo que decía el profeta: «Espesa nube cubre a los pueblos» y nuestra historia. En efecto, no se puede decir que la globalización sea sinónimo de orden mundial; todo lo contrario. Los conflictos por la supremacía económica y el acaparamiento de los recursos energéticos e hídricos, y de las materias primas, dificultan el trabajo de quienes, en todos los niveles, se esfuerzan por construir u
n mundo justo y solidario.
Spe salvi, 31), el Dios que se manifestó en el Niño de Belén y en el Crucificado Resucitado.
Si hay una gran esperanza, se puede perseverar en la sobriedad. Si falta la verdadera esperanza, se busca la felicidad en la embriaguez, en lo superfluo, en los excesos, y los hombres se arruinan a sí mismos y al mundo. La moderación no sólo es una regla ascética, sino también un camino de salvación para la humanidad.
Ya resulta evidente que sólo adoptando un estilo de vida sobrio, acompañado del serio compromiso por una distribución equitativa de las riquezas, será posible instaurar un orden de desarrollo justo y sostenible. Por esto, hacen falta hombres que alimenten una gran esperanza y posean por ello una gran valentía. La valentía de los Magos, que emprendieron un largo viaje siguiendo una estrella, y que supieron arrodillarse ante un Niño y ofrecerle sus dones preciosos. Todos necesitamos esta valentía, anclada en una firme esperanza.
Que nos la obtenga María, acompañándonos en nuestra peregrinación terrena con su protección materna. Amén.
Traducción distribuida por «L’Osservatore Romano»
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