La caridad intelectual de Joseph Ratzinger, según el filósofo Jesús Villagrasa
ROMA, sábado, 19 enero 2008 (ZENIT.org).-En el contexto de la cancelada visita del Papa Benedicto XVI a la Universidad «La Sapienza» de Roma, Zenit ofrece a sus lectores el artículo «La caridad intelectual de Joseph Ratzinger», publicado por el padre Jesús Villagrasa L.C. en «Ecclesia. Revista de cultura católica» del Ateneo Pontificio «Regina Apostolorum».
El padre Villagrasa, profesor de metafísica en ese centro universitario, ha escrito el libro «Joseph Ratzinger. Personas e ideas de una vida» (El Arca, México D.F. 2006).
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La dimensión pública del ministerio pontificio ha mostrado al mundo la verdadera personalidad de Joseph Ratzinger: amable, cordial y bondadoso, atento y acogedor, honesto y sin intrigas. En razón de su cargo de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF), los medios de comunicación lo habían presentado como inquisidor retrógrado, dogmático inflexible, azote de teólogos innovadores, inhumano fanático de la ortodoxia. Nada más lejos de la realidad. Posee una inteligencia privilegiada, aguda y analítica, de hondura germana y claridad latina, abierta como pocas. Presentamos una faceta de su rica personalidad: la caridad intelectual; primero, en unas constantes de su identidad espiritual expresadas en su lema y escudo episcopales y, después, en las estaciones y ministerios de su variada biografía.
1. Identidad
Tres figuras llenan su escudo episcopal. La cabeza del moro coronado expresa la apertura de su corazón y ministerio a todo el mundo y «la universalidad de la Iglesia, que no conoce ninguna distinción de raza ni de clase, porque todos nosotros «somos uno» en Cristo» (MV[1] 131). En su primer discurso como Papa, se dirigió a todos los hombres, con sencillez y afecto, «para asegurar que la Iglesia quiere seguir manteniendo con ellos un diálogo abierto y sincero, en busca del verdadero bien del hombre y de la sociedad»[2].
La concha representa la búsqueda de Dios (leyenda del niño y san Agustín) y la peregrinación a la patria celeste, nuestra morada estable. El teólogo busca conocer a Dios con una razón iluminada por la fe, con plena conciencia de que nunca alcanzará la comprensión adecuada del insondable misterio divino. Ratzinger vive «ya y todavía no» en la presencia del Dios Totalmente-Otro que ha querido hacerse carne, recorrer los caminos de nuestra historia y ser adorado en el corazón de la Iglesia: la Eucaristía. Su aguda y tenaz indagación teológica, animada de estupor creyente, lo prepara y lo conduce a la adoración. La concha le recuerda que la vida debe estar animada de búsqueda y adoración constantes.
El oso con la carga al lomo remite a una leyenda de san Corbiniano (680-730), que Ratzinger interpreta a la luz del comentario de san Agustín a los versículos 22 y 23 del salmo 72 (73): «Ut iumentum factus sum apud te et ego semper tecum». San Agustín se veía como un iumentum o animal de tiro bajo el peso del servicio episcopal. Esta imagen, dice a su vez el obispo Ratzinger, «representa mi destino personal». Ambos habían elegido la vida de estudio y Dios los destinó a «cargar» con las múltiples menudencias del ministerio pastoral. Y así, como el instrumento en manos de su dueño, está cerca de Dios. Ratzinger, por obediencia, aceptó dejar la docencia universitaria y la investigación teológica para servir a Cristo al frente de la arquidiócesis de Munich y de la CDF. En tres ocasiones suplicó al Papa Juan Pablo II ser librado de esta carga y otras tantas aceptó continuar su fatigoso camino. El programa de vida de un pastor está plasmado en ese escudo: vivir con el corazón abierto a todos los hombres, como el peregrino que recorre tras las huellas del Buen Pastor los caminos del mundo hacia la casa del Padre, acompañando a sus hermanos y llevando el peso de la misión sin rendirse a la fatiga.
El lema episcopal «Cooperadores de la verdad» expresa la continuidad entre el teólogo y el obispo, «porque, con todas las diferencias que se quieran, se trataba y se trata siempre de lo mismo: seguir la verdad y ponerse a su servicio» (MV 130). La verdad que nos hace libres es Cristo, la Revelación que Dios dirige a la inteligencia, a la voluntad y al corazón del hombre.
Ha querido ser uno más entre los cooperadores de la verdad, que en comunión con otros aporta a la Iglesia su carisma, experiencia y competencia teológica. En la medida que su ministerio episcopal se lo permitía, ha intervenido en el debate de los grandes temas de nuestro tiempo: relaciones Iglesia-mundo e Iglesia- Estado, diálogo interreligioso, ética de las nuevas tecnologías, etcétera. Por esta presencia pública, ya antes de ser elegido Papa, era reconocido como el intelectual más cualificado del catolicismo actual: la presencia de Ratzinger era reclamada cuando la Sorbona programaba un ciclo para analizar los dos mil últimos años de historia, o cuando los filósofos laicos italianos, y en su nombre F. D’Arcais, querían dialogar con el pensamiento católico, o cuando en Alemania se organizaba un diálogo público con el filósofo de más notoriedad, J. Habermas[3].
En sus variadas formas de cooperación, «la voluntad de fondo, el servicio a la verdad, permanece a la base de todo». Ese todo, como obispo, comportaba «despachar correspondencia, leer actas, participar a reuniones, etcétera, cosas muy normales». Tuvo que renunciar a su deseo de participar más en el gran diálogo cultural de nuestro tiempo y de desarrollar su obra personal. «Gran parte de lo que me habría interesado he tenido que dejarlo de lado para empeñarme a fondo en el servicio que se me pedía, en las cosas más propias de mi cargo» (ST[4] 134-135). Su obediencia serena y pronta a los designios divinos lo hacen una persona libre y ecuánime, pacificada, que vive las pequeñas cosas de la vida y del trabajo con amor y que logra liberar la esencia de su vida cristiana de todo lo accidental y secundario, no anulándolo sino redimiéndolo.
El servicio pastoral se concreta, también, en una ingrata forma de caridad intelectual: la corrección. Al hacerlo ha querido hacer patente que quería el bien de los hombres. Como teólogo o pastor, no ha temido encarar a renombrados teólogos y reaccionar con vigor cuando ciertas críticas se dirigían al núcleo central de la doctrina. Se le ha escuchado decir: «la Iglesia es de Dios y no un campo de experimentación para los teólogos», porque en el fondo se trata de reconocer que el teólogo no decide con sus razonamientos qué es la Iglesia, sino que ha de creer firmemente que Dios quiere su Iglesia, y tratar de comprender qué quiere Dios de ella para ponerse a su servicio (cf. ST 92-93).
Otra forma de servicio a la verdad y de caridad intelectual es su capacidad de autocrítica: Ratzinger se pregunta si está actuando y expresándose bien; reconoce abiertamente los propios límites y la competencia de los demás; agradece a Dios, sin falsa humildad, que otros lleven adelante cosas que él no logra hacer. «Poco a poco, uno va conociendo los propios límites y haciéndose más modesto. Descubre que sólo puede aportar algo junto a otros; que además de quienes reflexionan y tienen encomendados ministerios, deben existir otras personas carismáticas que sepan encender la vida; que todo lo que puedo hacer sólo tiene significado en un contexto más amplio y que, por lo tanto, la autocrítica es importante» (ST 129-130). La autocrítica lo ayuda a saberse un cooperador entre otros cooperatores veritatis.
Servir a la verdad es una liberación, mientras que la renuncia a ella conduce a la dictadura de la arbitrariedad. «Si el hombre no puede conocer la verdad, se degrada; si las cosas sólo son el resultado de una decisión, particular o colectiva, el hombre se envilece» (ST 76). La verdad enaltece al hombre y, por la vía
de la humildad y la obediencia, lo conduce a la comunión con Dios y con los demás. En Ratzinger, la humilde pasión por la verdad está animada por la caridad pastoral y no por mero intelectualismo académico. Así lo reconocía Juan Pablo ii en la carta que le dirigió con motivo de su 50º aniversario de sacerdocio.
El fin al que, desde los primeros años de sacerdocio, se ha dirigido es servir a la Verdad, tratando de conocerla siempre más a fondo y de darla a conocer siempre más ampliamente. Fue precisamente este anhelo pastoral, constantemente presente en su actividad académica, lo que indujo al Papa Pablo vi de v. m. a elevarle a la dignidad episcopal (20-VI-2001).
Ratzinger ha visto «la raíz de todos los problemas pastorales» en «la pérdida de la capacidad de percepción de la verdad»[5], pues la ceguera ante la verdad no es ajena al mal uso de la libertad. Verdad, bien y libertad forman una trilogía recurrente en sus escritos. «El bien y la verdad son inseparables entre sí. Actuamos bien cuando el sentido de nuestra acción es congruente con el sentido de nuestro ser, es decir, cuando hallamos la verdad y la realizamos. En consecuencia, hacer el bien conduce necesariamente al conocimiento de la verdad. Quien no hace el bien, se ciega también a la verdad»[6].
Porque el bien es inseparable de la verdad, Ratzinger se ha pronunciado contra cierto moralismo que, prescindiendo de la verdad o subordinándola a una vida moral de cortos vuelos, degenera en un cristianismo miope al servicio de los intereses públicos o personales. La utilidad de la fe (que en realidad existe) no se produce cuando sólo se la busca en función de esta utilidad. «La fuerza moral de la fe está ligada a la verdad de nuestro encuentro con el Dios vivo. La grandeza que la fe cristiana llevó a las cuestiones sociales y políticas del mundo nació siempre del amor a Cristo, de la fuerza salvadora de su Pasión. Allí donde el cristianismo se reduce a la moral, muere precisamente como fuerza moral»[7].
Ratzinger no un intelectual «puro»; es un pastor inteligente, que habla un lenguaje que sus «ovejas» reconocen. Como profesor universitario se ha forjado en el serio y riguroso quehacer del pensar. Ha publicado muchas obras que una persona de cultura media puede comprender, sin necesidad de introducciones. La fuerza de su palabra depende más de su vigorosa espiritualidad, que de la ciencia teológica acumulada. Su excelente preparación intelectual está al servicio de una misión esencial de la Iglesia: proponer la fe, clarificarla y defenderla. Hace la apología (aducir razones en defensa de la fe) que requieren nuestros tiempos: la exposición inteligente de los misterios de la fe, adaptada al lenguaje de su tiempo[8], con perspicuitas, lenitas, fiducia, prudentia: claridad, afabilidad, confianza y prudencia (cf. Pablo vi, Ecclesiam suam, 38). No hay en él vana retórica porque está convencido de que la elocuencia del ministro del Evangelio depende de la resonancia que la palabra de Dios tiene en el interior de su alma (cf. ST 294).
Como servidor de la verdad ha buscado «liberar de incrustaciones el verdadero núcleo de la fe para darle energía y dinamismo. Esta intención o impulso es una constante en mi vida» (ST 91). Por su voluntad de servicio a la verdad, no pretende otra «originalidad» que la de nutrirse en las fuentes originarias de la revelación. Esta originalidad anima y da frescura a una teología viva, capaz de dialogar con el hombre de hoy.
No he tratado de crear un sistema propio o una particular teología. Quizá lo específico de mi trabajo podría consistir en que me propongo pensar con la fe de la Iglesia y eso significa sobre todo pensar junto con los grandes pensadores de la fe […]. Mi teología tiene cierto carácter bíblico y también un carácter que le deriva de los Padres, […] trato de subrayar los aspectos más relevantes del pensamiento del pasado y, a la vez, de entablar un diálogo con el pensamiento contemporáneo (ST 74-75).
Ratzinger, como buen intelectual, ama los libros, pero mucho más a las personas. Es capaz de una abnegación cotidiana tenaz, nunca llamativa, a favor del bien de la persona y de la comunidad. Personas, ideas y libros: éste sería el orden de prioridad en su vida. La verdad cristiana es una persona: Jesucristo y se resume en el amor a Dios y a los hermanos. La verdad cristiana ha de ser «hecha» en el amor. Al final de la vida, lo único que queda son las personas, su alma inmortal, y lo que se haya sembrado en ellas: «el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del Señor» (Misa pro eligendo Pontifice 18-IV-2005). Su servicio a la verdad, como teólogo y pastor, es personal; proclamar la «persona» de Cristo, la Verdad que salva a sus hermanos. Cristo es, para Ratzinger, la persona conocida, amada, seguida, anunciada, adorada. No un mero maestro de sana doctrina. El cristianismo no es una teoría; es el seguimiento amoroso de una Persona, de Otro que lleva la iniciativa y es Señor de la Historia.
2. Caridad intelectual en las etapas de su vida
Orígenes. Ratzinger ama el catolicismo encarnado en aquellas personas de su Baviera natal y representado en la figura del humilde y bondadoso san Conrado de Parzham (1818-1894). Aquella gente estaba convencida de que una vida guiada por la fe logra la realización de sus más bellas posibilidades: una santidad sin aspavientos, sencilla, hecha de fe recia, esperanza serena y caridad operante. Como profesor y obispo, ha preferido salir en defensa de la fe de los sencillos y no se ha mostrado complaciente con la arrogancia de algunos teólogos o con la fe «aburguesada» de las sociedades opulentas. Se pone del lado de quien no puede defenderse y podría verse privado de la fe que sostiene su vida. Le hubiera agradado servir como sacerdote a la sencilla gente de su tierra, pero la Providencia lo ha llevado por otros rumbos que le han descubierto el drama de la pobreza más radical: la pobreza de un mundo incrédulo, incapaz de alegrarse, atenazada por el tedio y el sinsentido. La nueva evangelización no puede olvidar a estos pobres necesitados de luz[9].
La escuela. Al llegar a Traunstein, Ratzinger ingresa en el «bachillerato humanístico». No le pasan desapercibidos los cambios introducidos en los programas por las autoridades nacional-socialistas, ni su intención manipuladora. «Rememorando aquellos años de estudio, encuentro que la formación cultural basada en el espíritu de la antigüedad griega y latina creaba una actitud espiritual que se oponía a la seducción ejercida por la ideología totalitaria» (MV 37). Las dictaduras tratan de limitar los estudios humanísticos que favorecen la formación del sentido crítico y la independencia de juicio; se esfuerzan por presentar este proceso como una «liberación»[10]. Por amor a sus hermanos, Ratzinger ha consagrado su vida a conocer y predicar la Verdad que libera. Joseph entró al seminario menor a la edad de 12 años. Su «primera» vocación había sido la enseñanza, pues desde muy temprana edad deseaba transmitir sus conocimientos (cf. ST 60). Este primer deseo se concilió bien con la idea de ser sacerdote.
Estudios para el sacerdocio. Ratzinger cursó los estudios filosóficos en el seminario de Frisinga donde reinaba un ambiente de gran compañerismo, entusiasmo y vivacidad intelectual. En el corazón de los seminaristas surgían muchas cuestiones relacionadas con la terrible guerra que acababan de vivir. Querían «servir a Cristo en su Iglesia por un tiempo nuevo y mejor, por una Alemania mejor, por un mundo mejor» (MV 54). Pidió estudiar la teología en la Universidad de Munich para penetrar más profundamente en el debate cultural del propio tiempo y prepararse para, eventualmente, dedicarse por completo a la teología científica. La figura de san Agustín lo fascinó entonces por
la frescura y vitalidad de su pensamiento y estilo teológicos y, más tarde, por ser un teólogo comprometido a fondo en sus deberes pastorales (cf. ST 68).
Expresión de caridad intelectual es reconocer la competencia de sus profesores y agradecer el ejemplo y la ciencia que le comunicaron. En Mi vida, los méritos de cada uno resaltan sobre sus comprensibles límites humanos, que Ratzinger no esconde. Al anotar algunos límites o errores de su enseñanza, Ratzinger no se detiene en la denuncia, sino que trata de encontrar los gérmenes de verdad que hay en cualquier autor (cf. MV 64). De Gottlieb Söhngen aprendió a pensar a partir de las fuentes mismas, a no contentarse con una suerte de positivismo teológico y a plantear con rigor la cuestión de la verdad y la actualidad de lo creído (cf. MV 68).
Coadjutor parroquial. En su primer año de sacerdote ejerció la caridad intelectual en formas sencillas. Impartía dieciséis horas semanales de religión en la escuela a niños de seis cursos diferentes. Disfrutaba haciéndoles comprensible el universo de los abstractos conceptos teológicos (cf. ST 72). Aunque anhelaba dedicarse a la enseñanza universitaria, le costó regresar a las aulas porque suponía romper las relaciones pastorales que habían nacido durante ese año (MV 77). Mientras trabajaba en la tesis de habilitación, en el verano de 1954, fue invitado a impartir un curso de dogmática en el seminario. Hubiera preferido concentrarse en la tesis pero, con caridad intelectual, aceptó. La entusiasta participación de los estudiantes lo sostuvo en el doble trabajo del curso y de la tesis (cf. MV 81). Tras serias dificultades con su director de tesis, Michael Schmaus, en 1957 pudo defender su tesis con éxito. Después de lo vivido, Ratzinger se hizo el propósito de no consentir fácilmente la recusación de tesis doctorales o de habilitación a la libre docencia y de tomar partido por el más débil, siempre que le asistiera la razón. Llegado el momento, este propósito pesará en su decisión de trasladarse de la Universidad de Bonn a la de Münster.
Caridad intelectual es la fatiga oculta del estudiante y del profesor. Los años de duro estudio forjaron en él las cualidades del buen teólogo eclesial: rigor científico, alma creyente, voluntad de buscar y proclamar la verdad; sensibilidad histórica, intuición de lo esencial, capacidad de síntesis, búsqueda de los datos, precisión en la definición de los términos, claridad y coherencia en la exposición sistemática.
Docencia universitaria. El ministerio sacerdotal de J. Ratzinger como profesor de teología duró 25 años, hasta su nombramiento episcopal: primero en la Escuela superior de filosofía y teología de Frisinga (1952-1959); después en las universidades de Munich (1957-1959), Bonn (1959-1963), Münster (1963-1966), Tubinga (1966-1969) y Ratisbona (1969-1977).
En Bonn maduró una relación franca y cordial con sus alumnos. Los estudiantes lo admiraban porque era muy joven, no se limitaba a repetir los manuales e intentaba poner en relación lo que enseñaba con el presente (cf. ST 73). Con un grupo de entusiastas estudiantes, que inicialmente se formó de modo espontáneo, sostuvo coloquios regulares hasta el año 1993. Trataba de comunicar a los doctorandos su rigor y apertura intelectual: les enseñaba a detectar los puntos débiles de una argumentación, a trabajar en equipo y a debatir. «Sabíamos que en las críticas mutuas no nos movía ninguna intención negativa, sino que queríamos ayudarnos, debatiendo los temas analíticamente» (ST 74). En grupo, además, visitaban grandes personalidades: Y. Congar, K. Barth, K. Rahner. La caridad intelectual del profesor se expresa también en la relación con los colegas. En Bonn conoció a Paul Hacker, un gran experto en lenguas, menospreciado por la comunidad académica, a quien Ratzinger estimaba por su indiscutible competencia (cf. MV 94).
Ratzinger y el Concilio Vaticano ii. Como consejero teológico del cardenal Frings, en la primera sesión, y después como perito conciliar, Ratzinger asumió la fatiga de clarificar cuestiones debatidas por los padres conciliares, en particular el problema de la relación entre Escritura, Tradición y Magisterio, planteado a la luz de un presunto descubrimiento de J.R. Geiselmann. Ratzinger, antes de que la «propaganda conciliar» sacara de quicio las consecuencias de la tesis de Geiselmann y afirmara que la exégesis debía ser la última instancia en la Iglesia, estudió minuciosamente las actas de Trento y constató que el paso que Geiselmann consideraba de importancia central no era sino un insignificante aspecto secundario en el debate de Trento (cf. MV 104). Más tarde, expresión de caridad intelectual fue su esfuerzo por una correcta recepción del Concilio. A los pocos años de su conclusión, Ratzinger comenzó a hablar de un «falso espíritu conciliar» (Konzils-Ungeist) y a hacer un balance bastante negativo de su recepción. Frente a las posiciones contrapuestas de progresistas y conservadores, Ratzinger ha subrayado la rigurosa continuidad del concilio Vaticano ii con los concilios anteriores, de los que recoge literalmente su doctrina en puntos decisivos. Ratzinger se ha entregado a la defensa de la verdadera interpretación del Concilio y a la salvaguarda de la unidad y continuidad de la Iglesia. Por permanecer fiel a sí mismo y al Concilio, fue considerado «progresista» durante el Concilio y tildado, después, de «conservador».
Más docencia universitaria. Ratzinger vivió el Concilio entre Münster y Roma. En 1966 recomenzó a dar clases en Tubinga. El ambiente universitario aparecía cada vez más agitado y oscuro. En 1968, cambió el «paradigma» cultural y teológico del existencialismo al marxismo; la facultad de teología era el centro ideológico del marxismo universitario. Ratzinger, que en su curso de cristología de 1966-1967 había intentado reaccionar a la reducción existencialista del cristianismo, ahora no sabía cómo reaccionar ante la destrucción de la teología que tenía lugar a través de la instrumentalización política marxista. Esta destrucción «era incomparablemente más radical» porque se basaba sobre una mentira y un abuso de la Iglesia y de la fe (cf. MV 114). Su estancia en Tubinga fue corta en años pero intensa en experiencias que lo iban preparando para ministerios futuros.
En 1969, Ratzinger comienza a enseñar en Ratisbona, donde no faltaban las polémicas, pero «había un respeto recíproco de fondo que es muy importante para que un trabajo sea fructífero» (MV 118). Durante este período de intensa actividad científica, colaboró con la Conferencia Episcopal Alemana y la Comisión Teológica Internacional, y se fraguó su separación de la revista Concilium y la fundación de la revista Communio. En los serenos y fecundos años de Ratisbona, Ratzinger experimentó la satisfacción de aportar algo nuevo a la teología. Cuando en el año 1977 todo parecía asentarse, su vida dio un vuelco. En un intervalo de tres meses, Pablo vi lo nombró arzobispo y cardenal.
Arzobispo de Munich y Frisinga. Por sentido de responsabilidad, dudó antes de aceptar el nombramiento. Se veía sin experiencia pastoral y pensaba que, finalmente, había llegado el momento en el que su obra podría aportar algo al conjunto de la reflexión teológica. Aceptó porque comprendió que en la situación extraordinaria que vivía la Iglesia, también los teólogos debían estar dispuestos a asumir el ministerio episcopal. En su ministerio conjugó armoniosamente la seriedad en afrontar los problemas y la serenidad de la fe que descubre la belleza de Dios y de la existencia humana.
Prefecto de la CDF. El 25 de noviembre de 1981, Juan Pablo ii lo nombró Prefecto de la CDF. En razón de este cargo, presidió la Pontificia Comisión Bíblica y la Com
isión Teológica Internacional y pudo reforzar sus contactos con los teólogos. La CDF promueve la fe favoreciendo el diálogo entre los teólogos del mundo, alentando las corrientes positivas y ayudando a enderezarse a las otras. Defiende la fe ayudando a distinguir los auténticos progresos teológicos de otras novedades que implican una pérdida de la identidad de la fe católica.
Caridad intelectual es afrontar los problemas y buscar su solución por la vía del diálogo. La tarea ha sido difícil pues en ese período abundaban las tergiversaciones o negaciones de la fe que a él competía promover, exponer y defender. «La función de un cirujano que opera a un hombre enfermo para sanarle no es grata si el que padece la enfermedad no la reconoce. Por ello quizá su primera función tenga que ser esclarecerle los hechos y procesos que padece, que de no ser frenados o extirpados a tiempo acabarían con su vida. Ésa fue la tarea de Ratzinger al frente del dicasterio»[11].
El servicio de clarificar la fe católica es más hermoso que el de señalar errores, pero este tampoco es un deshonor. San Jerónimo hacía este elogio de san Agustín: «Has creado una expresión nueva al cristianismo en la cultura romana, y lo que es más: te detestan todos los herejes». El cardenal Ratzinger quizá se haya consolado con ese pensamiento cuando tuvo que intervenir en algunos «casos sonados», que dieron origen a la publicación de notificaciones sobre algunas obras de conocidos teólogos.
En la medida que sus responsabilidades se lo permitían, Ratzinger intervino como un teólogo más en el debate teológico y cultural del propio tiempo. De este modo, los teólogos y los obispos pudieron conocer mejor los procesos, motivos y razones que orientaban las decisiones que como prefecto debía tomar y que, en ocasiones, el Santo Padre confirmaba con su autoridad. Al pronunciarse como teólogo, se exponía al fuego de la crítica teológica y podía perfilar mejor su pensamiento en aquellos puntos en los que estaba buscando mayor claridad. Todo ello redundaba en beneficio de su tarea, como prefecto, de explicar con términos claros y precisos la doctrina de la Iglesia universal.
Ejercicio de caridad intelectual es saberse limitar a las prioridades y no dedicarse a satisfacer los propios intereses. En una carta a un amigo, un mes antes de su elección papal, escribía: «Hace ya dos años que he decidido abandonar totalmente mi actividad de conferenciante, para poder cumplir aquí debidamente mis deberes; finalmente la edad reduce la capacidad de trabajar y aquí las tareas son cada día mayores»[12].
Caridad intelectual es afrontar las tareas ingratas y difíciles con espíritu elevado y modo gentil. No fue autoritario ni quiso serlo. En la CDF favoreció el modo de trabajar colegial. Cuidó el diálogo a todos los niveles para resolver los asuntos sin recurrir a sanciones. En su misión de corregir, quiso defender a los más débiles sin dañar gratuitamente a nadie y se esforzó por mejorar el ordenamiento jurídico de la CDF para encontrar el justo equilibrio entre los derechos del individuo y el bien de la comunidad (cf. ST 102).
La seriedad de su forma de trabajar es proverbial, sobre todo cuando tiene entre manos asuntos que requieren un estudio profundo. Se mantenía abierto a la crítica y a la colaboración, pero no renunciaba a intervenir cuando era necesario, aunque las medidas fueran impopulares, y siempre en modo correcto, respetando los derechos de las personas y las normas del derecho eclesiástico (cf. ST 112).
Caridad intelectual es, también, la capacidad para revisar las propias opiniones. A los sacerdotes de la diócesis de Aosta dijo que – en el contexto de la pastoral con los fieles divorciados vueltos a casar y que desean recibir la comunión – como Prefecto invitó a diversas Conferencias episcopales y a especialistas a estudiar el problema del sacramento del matrimonio celebrado sin fe: «No me atrevo a decir si realmente se puede encontrar aquí un momento de invalidez, porque al sacramento le faltaba una dimensión fundamental. Yo personalmente lo pensaba, pero los debates que tuvimos me hicieron comprender que el problema es muy difícil y que se debe profundizar aún más» (25-VII-2005). Estas palabras revelan el esfuerzo de quien, ante un problema pastoral, trata de respetar, por una parte, el bien de la comunidad y el bien del sacramento y, por otra, trata de ayudar a las personas que sufren.
Las múltiples facetas de la caridad intelectual han ido apareciendo a través de la biografía de Joseph Ratzinger y siguen resplandeciendo en su ministerio de Pastor Universal de la Iglesia.