CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 28 enero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI este lunes a los participantes en el congreso interacadémico sobre el tema «La identidad cambiante del individuo», organizado, entre otras instituciones, por la Academia de las Ciencias de París y por la Academia Pontificia de las Ciencias.
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Señores cancilleres,
excelencias,
queridos amigos académicos,
Señoras y señores:
Con mucho gusto os doy la bienvenida al final de vuestro coloquio que se ha concluido aquí, en Roma, después de haberse desarrollado en el Instituto de Francia, en París, consagrado al tema «La identidad cambiante del individuo».
Doy las gracias ante todo al príncipe Gabriel de Broglie por las palabras de saludo con las que ha querido introducir este encuentro. Quisiera saludar al mismo tiempo a los miembros de todas las instituciones que organizan este encuentro: la Academia Pontificia de las Ciencias y la Academia Pontificia de las Ciencias Sociales, la Academia de las Ciencias Morales y Políticas de Francia, la Academia de las Ciencias de Francia, el Instituto Católico de París. Me alegra el que por vez primera se haya podido instaurar una colaboración interacadémica de esta naturaleza, abriendo el camino a amplias investigaciones interdisciplinares cada vez más fecundas.
En el momento en el que las ciencias exactas, naturales y humanas han alcanzado prodigiosos avances en el conocimiento del ser humano y de su universo, la tentación consiste en querer circunscribir totalmente la identidad del ser humano y de encerrarle en el saber que podemos tener. Para evitar este peligro, es necesario dejar espacio a la investigación antropológica, a la filosofía y a la teología, que permiten mostrar y mantener el misterio propio del hombre, pues una ciencia no puede decir quién es el hombre, de dónde viene o adónde va. La ciencia del hombre se convierte, por tanto, en la más necesaria de todas las ciencias. Es lo que decía Juan Pablo II en la encíclica «Fides et ratio»: «Un gran reto que tenemos es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia; incluso cuando ésta expresa y pone de manifiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya» (n. 83).
El hombre constituye algo que va más allá de lo que se puede ver o de lo que se puede percibir por la experiencia. Descuidar la cuestión sobre el ser humano lleva inevitablemente a negar la búsqueda de la verdad objetiva sobre el ser en su integridad y, de este modo, a la incapacidad para reconocer el fundamento sobre el que se apoya la dignidad del hombre, de todo hombre, desde su fase embrionaria hasta su muerte natural.
A lo largo de vuestro coloquio, habéis experimentado que las ciencias, la filosofía y la teología pueden ayudarse a percibir la identidad del hombre, que está en constante devenir. A partir de la cuestión sobre el nuevo ser surgido de la fusión celular, que lleva en sí un patrimonio genético nuevo y específico, habéis presentado elementos esenciales del misterio del hombre, caracterizado por la alteridad: ser creado por Dios, ser a imagen de Dios, ser amado hecho para amar. En cuanto ser humano, nunca está encerrado en sí mismo; siempre conlleva una alteridad y se encuentra desde su origen en interacción con otros seres humanos, como nos lo revelan cada vez más las ciencias humanas. No es posible dejar de evocar la maravillosa meditación del salmista sobre el ser humano, formado en lo secreto del seno de su madre y al mismo tiempo conocido en su identidad y misterio únicamente por Dios, que le ama y protege (Cf. Salmo 138 [139], 1-16).
El hombre no es fruto del azar, ni de un conjunto de circunstancias, ni de determinismos, ni de interacciones fisicoquímicas; es un ser que goza de una libertad que, teniendo en cuenta su naturaleza, la trasciende y es el signo del misterio de alteridad que lo habita. Desde esta perspectiva el gran pensador Pascal decía que «el hombre sobrepasa infinitamente al hombre». Esta libertad, propia del ser humano, hace que pueda orientar su vida hacia un fin, que por sus actos puede orientarse hacia la felicidad a la que está llamado para la eternidad. Esta libertad pone de manifiesto que la existencia del hombre tiene un sentido. En el ejercicio de su auténtica libertad, la persona realiza su vocación; se cumple; da forma a su identidad profunda. En el ejercicio de su libertad ejerce también su responsabilidad sobre sus actos. En este sentido, la dignidad particular del ser humano es al mismo tiempo un don de Dios y la promesa de un porvenir.
El hombre tiene una capacidad específica: discernir lo bueno y el bien. Impresa en él como un sello, la sindéresis le lleva a hacer el bien. Movido por ella, el hombre está llamado a desarrollar su conciencia por la formación y por el ejercicio para orientarse libremente en su existencia, fundándose en las leyes esenciales que son la ley natural y la ley moral. En nuestra época, cuando el desarrollo de las ciencias atrae y seduce por las posibilidades ofrecidas, es más importante que nunca educar las conciencias de nuestros contemporáneos para que la ciencia no se transforme en el criterio del bien, y el hombre sea respetado como centro de la creación y no se convierta en objeto de manipulaciones ideológicas, de decisiones arbitrarias, ni tampoco de abuso de los más fuertes sobre los más débiles. Se trata de peligros cuyas manifestaciones hemos podido conocer a lo largo de la historia humana, y en particular en el siglo XX.
Todo progreso científico debe ser también un progreso de amor, llamado a ponerse al servicio del hombre y de la humanidad y de ofrecer su contribución a la edificación de la identidad de las personas. En efecto, como subrayaba en la encíclica «Deus caritas est», «El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo… El amor es «éxtasis», pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo» (n. 6).
El amor permite salir de sí mismo para descubrir y reconocer al otro; al abrirse a la alteridad, afirma también la identidad del sujeto, pues el otro me revela a mí mismo. Es la experiencia que han hecho numerosos creyentes a lo largo de la Biblia, a partir de Abraham. El modelo por excelencia del amor es Cristo. En el acto de entrega de su vida por los hermanos, al darse totalmente, se manifiesta su identidad profunda y la clave de lectura del misterio insondable de su ser y de su misión.
Encomendando vuestra investigación a la intercesión de santo Tomás de Aquino, a quien la Iglesia honra en este día, quien sigue siendo un «auténtico modelo para quienes buscan la verdad» («Fides et ratio», n. 78), os aseguro mi oración por vosotros, por vuestras familias, por vuestros colaboradores y os imparto con afecto la bendición apostólica.
[Traducción del original en francés realizada por Zenit
© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]