ROMA, domingo, 16 marzo 2008 (ZENIT.org).- Presentamos un escrito de Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares, fallecida este viernes, publicado en la revista «Ciudad Nueva» del 15 de diciembre de 1959, y presentado por esta nueva realidad eclesial como un «testamento espiritual».
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Si tienes la ventura de viajar a Tierra Santa, en primavera, entre las mil cosas que Jerusalén te ofrece para contemplar y meditar, una te impacta de manera particular, debido a lo que te recuerda, en su extrema sencillez.
Resistiendo al tiempo y lavada por las intemperies de dos mil años, una larga escalera de piedra -salpicada aquí y allá por amapolas rojas como la sangre de la Pasión- se extiende casi como una cinta encrespada que desciende, límpida y solemne hacia el valle del Cedrón.
Ha quedado desnuda, al descampado, enmarcada por un prado, de modo que ningún templo pudiera reemplazar con su bóveda el cielo que la corona.
Desde allí – cuenta la tradición – Jesús descendió aquella última tarde, después de la cena, cuando, «levantando los ojos al cielo» henchido de estrellas, rogó: «Padre, ha llegado la hora…»
Impresiona poner los propios pies allí donde han tocado los pies de un Dios y el alma se te escapa por los ojos mirando el firmamento que los ojos de un Dios han mirado.
Y la impresión puede ser tal que la meditación te deje clavada en adoración.
Fue única su oración antes de morir. Y cuanto más irradia Dios este «Hijo del hombre» que tú adoras, tanto más lo sientes hombre y te enamora.
Su discurso fue entendido plenamente sólo por el Padre; sin embargo lo dijo en alta voz, quizás para que a nosotros también nos llegara un eco de tanta melodía.
1943. No se sabe por qué, pero fue así: casi cada tarde, las primeras focolarinas reunidas en busca del amor de Dios, a la luz de una vela – porque la luz muchas veces faltaba – leían aquel fragmento.
Era la carta magna del cristiano. Y allí, palabras que les eran desconocidas brillaron como soles en la noche: noche de un tiempo de guerra.
Jesús, durante tres años, había hablado muchas veces a los hombres: dijo palabras de Cielo, sembró en las duras cervices, anunció un programa de paz, pero ofreció Su divino patrimonio casi adaptándose a la mente de los suyos, y las parábolas dan prueba de ello.
Pero ahora que no habla a la tierra, y su voz se dirige al Padre, parece no frenar su ímpetu.
Es espléndido ese hombre, que es Dios, y derrama – como fuente de la que fluye la Vida Eterna – Agua que sumerge el alma del cristiano, perdida en Él, en los mares infinitos de la Trinidad bienaventurada.
Es hermoso como se presenta en ese último discurso: «Yo ruego por ellos, no ruego por el mundo… Cuida en Tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros».
Ser uno, como Jesús es uno con el Padre: ¿pero qué significaba?
No se entendía mucho, pero sí que debía ser algo grande.
Fue por eso que un día, unidas en el Nombre de Jesús, alrededor de un altar, le pedimos que nos enseñara él a vivir esta verdad. Él sabía lo que significaba y sólo él nos habría podido abrir el secreto para realizarla.
«… Pero ahora voy a ti, para que su gozo sea perfecto».
Por esa breve experiencia de unidad que habíamos hecho ¿acaso no habíamos experimentado una «nueva» alegría?
¿Era quizás esa de la cual habló Jesús? Es verdad que la alegría es el vestido del cristiano, y Alguien dentro de nosotros nos hacía entender que, para quien sigue a Cristo, la alegría es un deber, porque Dios ama al que da con alegría.
«No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno».
Una vida fascinante y nueva, por lo menos para nosotros: vivir en el mundo, que todos saben que está en antítesis con Dios, y vivir por Dios en una aventura celestial…
«Conságralos en la verdad. No ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno.»
¿Pero qué cristianismo habíamos vivido antes, si habíamos pasado uno al lado del otro con indiferencia -cuando no con desprecio y juzgándonos- mientras que nuestro destino era fundirnos en la unidad invocada por Cristo?
Con estos acentos nos parecía que Jesús arrojaba un lazo al Cielo y nos ligaba a nosotros, miembros dispersos en unidad – por él – con el Padre, y en unidad entre nosotros. Y el Cuerpo místico se nos desplegaba en toda su realidad, verdad y belleza.
«Como Tú, Padre, estás en mi y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros.»
Como Jesús es uno con el Padre, así cada uno de nosotros habría tenido que ser uno con Jesús y, por consiguiente, uno con los otros: era un modo de vivir en el cual antes poco o nada habíamos pensado: un modo de vivir «a la Trinidad»…
«Para que el mundo crea que Tú me enviaste».
La conversión del mundo que nos rodeaba habría sido la consecuencia de nuestra unidad. Era tal vez por eso que, ya desde los albores del Movimiento, muchas almas volvían a Dios, sin que nosotros nos hubiéramos ocupado de convertirlas, sino sólo de mantener la unidad entre nosotros y de amarlas en Cristo.
«Yo les he dado la gloria que Tú me diste para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que Tú me has enviado….»
Los hombres habrían creído en Cristo si nosotros éramos perfectos en la unidad. Por lo tanto teníamos que perfeccionarnos en esta vida. Habríamos tenido que posponer cualquier cosa a la unidad.
1943 también había sido el año de la Mystici Corporis: Cristo en el Papa Pío XII hacía escuchar la voz de su Testamento. ¿Será que Jesús, que vive en su Cabeza y en su Cuerpo, también nos empujó a nosotras a subrayar la exigencia de la unidad y a hacer así un regalo a muchos?
¡Unidad, unidad, todos uno! Tal vez en momentos en que la idea fundamental de Cristo se estaba volviendo, deformada y empobrecida de lo divino, la idea-fuerza de la revolución atea, Dios nos la quiso subrayar en el Evangelio.
No se sabe. Sólo se sabe que el Movimiento de los Focolares tuvo ese sello inconfundible y que para nosotros nada tiene más valor que la unidad: porque formó el sujeto del Testamento de Aquel que queremos amar por sobre todas las cosas; porque la experiencia que tenemos hasta aquí es rica y fecunda de frutos para el Reino de Dios, para Su Iglesia.
«Yo les di a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos y yo también esté en ellos.»
Jesús, después de haber dicho estas cosas, se dirigió con sus discípulos más allá del torrente Cedrón…