JERUSALÉN, viernes, 21 marzo 2008 (ZENIT.org–CTS Noticias).- El viernes Santo, en la Basílica de la Resurrección, ha sido celebrada por los frailes franciscanos de la Custodia de Tierra Santa una ceremonia poco conocida: la Procesión fúnebre de Nuestro Señor Jesucristo. Conmueve y emociona, no dejando indiferente a nadie, aunque si pocas personas tienen la posibilidad de verla tan de cerca por la gran multitud que invade el Santo Sepulcro cada Viernes Santo. La encabezan la totalidad de los franciscanos residentes en la Ciudad Santa (un centenar).
Es un oficio que sigue la tradición de las representaciones medievales inspiradas en los Misterios de la Pasión de Cristo. Es en esta época en que las tradiciones escritas señalan a San Francisco de Asís como inventor del Nacimiento (la tradicional representación con figuras del Portal de Belén). Esta sería una tradición típica de la Basílica de la Resurrección donde se encuentran agrupados en un mismo edificio el Calvario, la Roca de la Unción y el Sepulcro de Cristo. Esto hace de este Oficio una mimesis de la deposición de Jesús de la Cruz, de su unción y de su enterramiento. Una mimesis que se desarrolla en los mismos lugares de su pasión, desde la cima del Gólgota al edículo del Santo Sepulcro. El riesgo «de dar cuerpo» en la mimesis a estos momentos de la Pasión es venerar la muerte más aún que el memorial de una muerte que no existe sin la resurrección.
No se trata de hecho de la imagen exacta de la Pasión, pero es el símbolo que nos ayuda a recordar que Cristo, Hijo del Dios vivo, ha conocido la muerte en su propia carne. Es éste el escándalo de la cruz y la esperanza de la resurrección, motivo de nuestra fe. En su Hijo, Dios ha conocido la muerte para triunfar sobre ella. «Si el Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe» (1 Cor.15,17).
En la época del II Concilio de Nicea (787), en plena querella iconoclasta, el papa Adriano (772-795) escribía: «Las sagradas imágenes son honradas por todos los fieles de forma que, por medio de un rostro visible, nuestro espíritu sea transformado por atracción espiritual hacia la majestad invisible de la divinidad, a través de la contemplación de la imagen, en la que está representada la carne que el Hijo de Dios se ha dignado tomar para nuestra salvación. De esta manera adoramos y alabamos, glorificándolo en espíritu, a este mismo Redentor, puesto que, como está escrito, Dios es espíritu y por esto adoramos espiritualmente su divinidad». (Carta de Adriano I a los Emperadores, en Mansi XI, 1062AB).
En esta Tierra Santa en la cual el judaísmo y el islam tienen prohibido representar a Dios, la procesión fúnebre no significa «hacer como si» asistiésemos al enterramiento de Cristo, significa hacer memoria de un evento. Durante esta representación nosotros nos descubrimos en la escucha del Cristo que nos habla al oído: «¡Oh hombre sin inteligencia, y tardo de corazón a creer en todo aquello que los profetas han dicho! ¿No sabías que el Cristo debía sufrir para entrar en su gloria?». Como los peregrinos de Emaús lo reconocieron en la fracción del pan, así contemplando la imagen de Cristo en la tumba, nuestros corazones murmuran ya en espera del día santo de la Pascua: «¿Oh, muerte, dónde está tu victoria?».
MAB