ROMA, viernes, 21 marzo 2008 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que dirigió Benedicto XVI en la noche de este Viernes Santo al final del Vía Crucis que presidió en el Coliseo de Roma.
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Queridos hermanos y hermanas:
También en este año hemos recorrido el camino de la cruz, el Vía Crucis, volviendo a evocar con fe las etapas de la pasión de Cristo. Nuestros ojos han vuelto a contemplar los sufrimientos y la angustia que nuestro Redentor tuvo que soportar en la hora del gran dolor, que supuso la cumbre de su misión terrena. Jesús muere en la cruz y yace en el sepulcro. El día del Viernes Santo, tan impregnado de tristeza humana y de religioso silencio, se cierra en el silencio de la meditación y de la oración. Al volver a casa, también nosotros, como quienes asistieron al sacrificio de Jesús, nos golpeamos el pecho, evocando lo que sucedió. ¿Es posible permanecer indiferentes ante la muerte del Señor, del Hijo de Dios? Por nosotros, por nuestra salvación se hizo hombre, para poder sufrir y morir.
Hermanos y hermanas: dirijamos hoy a Cristo nuestras miradas, con frecuencia distraídas por disipados y efímeros intereses terrenos. Detengámonos a contemplar su cruz. La cruz, manantial de vida y escuela de justicia y de paz, es patrimonio universal de perdón y de misericordia. Es prueba permanente de un amor oblativo e infinito que llevó a Dios a hacerse hombre, vulnerable como nosotros, hasta morir crucificado.
A través del camino doloroso de la cruz, los hombres de todas las épocas, reconciliados y redimidos por la sangre de Cristo, se han convertido en amigos de Dios, hijos del Padre celestial. «Amigo», así llama Jesús a Judas y le dirige el último y dramático llamamiento a la conversión. «Amigo», llama a cada uno de nosotros, porque es auténtico amigo de todos nosotros. Por desgracia, no siempre logramos percibir la profundidad de este amor sin fronteras que Dios nos tiene. Para Él no hay diferencia de raza y cultura. Jesucristo murió para liberar a la antigua humanidad de la ignorancia de Dios, del círculo de odio y violencia, de la esclavitud del pecado. La Cruz nos hace hermanos y hermanas.
Pero preguntémonos, en este momento, qué hemos hecho con este don, qué hemos hecho con la revelación del rostro de Dios en Cristo, con la revelación del amor de Dios que vence al odio. Muchos, también en nuestra época, no conocen a Dios y no pueden encontrarlo en el Cristo crucificado. Muchos están en búsqueda de un amor o de una libertad que excluya a Dios. Muchos creen que no tienen necesidad de Dios.
Queridos amigos: Tras haber vivido juntos la pasión de Jesús, dejemos que en esta noche nos interpele su sacrificio en la cruz. Permitámosle que ponga en crisis nuestras certezas humanas. Abrámosle el corazón. Jesús es la verdad que nos hace libres para amar. No tengamos miedo: al morir, el Señor destruyó el pecado y salvó a los pecadores, es decir, a todos nosotros. El apóstol Pedro escribe: «sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia» (I Pedro 2, 24). Esta es la verdad del Viernes Santo: en la cruz, el Redentor nos ha hecho hijos adoptivos de Dios, que nos creó a su imagen y semejanza. Permanezcamos, por tanto, en adoración ante la cruz.
Cristo, danos la paz que buscamos, la alegría que anhelamos, el amor que llene nuestro corazón sediento de infinito. Esta es nuestra oración en esta noche, Jesús, Hijo de Dios, muerto por nosotros en la cruz y resucitado al tercer día. Amén.
[Trascripción realizada por Zenit. Traducción del original italiano de Jesús Colina
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