Benedicto XVI: El desafío actual, globalizar la solidaridad

Discurso a la fundación «Centesimus Annus, pro Pontifice»

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 8 junio 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI a la fundación «Centesimus Annus, pro Pontifice» al recibir en audiencia a sus representantes el 31 de mayo de 2008.


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Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
amables señoras y señores:

Me alegra encontrarme hoy con vosotros y os doy mi cordial bienvenida. Doy las gracias al conde Lorenzo Rossi di Montelera, que en calidad de presidente de la Fundación ha interpretado vuestros sentimientos, exponiendo también las líneas de acción seguidas durante este año. Saludo al señor cardenal Attilio Nicora y a los arzobispos Claudio Maria Celli y Domenico Calcagno, así como a cada uno de vosotros, a quienes renuevo la expresión de mi gratitud por el servicio que prestáis a la Iglesia, dando una generosa aportación a las múltiples iniciativas de la Santa Sede al servicio de los pobres en numerosas partes del mundo. En este sentido, os agradezco, en particular, el donativo que habéis querido traerme con ocasión de este encuentro.

Este año, para vuestra reunión tradicional, habéis elegido como tema: «El capital social y el desarrollo humano». Así, habéis reflexionado sobre la necesidad, sentida por muchos, de promover un desarrollo global atento a la promoción integral del hombre, mostrando también la contribución que pueden dar asociaciones de voluntariado, fundaciones sin ánimo de lucro y otros grupos surgidos con el objetivo de hacer cada vez más solidario el entramado social.

Un desarrollo armonioso es posible si las opciones económicas y políticas realizadas tienen en cuenta los principios fundamentales que lo hacen accesible a todos: me refiero, en particular, a los principios de subsidiariedad y solidaridad. En el centro de toda programación económica, considerando especialmente la vasta y compleja red de relaciones que caracteriza la época posmoderna, debe estar siempre la persona, creada a imagen de Dios y querida por él para custodiar y administrar los inmensos recursos de la creación. Sólo una cultura común de la participación responsable y activa puede permitir a todo ser humano sentirse no usuario o testigo pasivo, sino colaborador activo en el proceso de desarrollo mundial.

El hombre, al que Dios en el Génesis confía la tierra, tiene la tarea de hacer fructificar todos los bienes terrenos, comprometiéndose a usarlos para satisfacer las múltiples necesidades de cada uno de los miembros de la familia humana. En efecto, una de las metáforas recurrentes en el Evangelio es precisamente la del administrador. Por tanto, con la actitud de un administrador fiel el hombre debe gestionar los recursos que Dios le ha confiado, poniéndolos a disposición de todos. En otras palabras, es preciso evitar que el beneficio sea solamente individual, o que formas de colectivismo opriman la libertad personal.

El interés económico y comercial no debe convertirse nunca en algo exclusivo, porque de hecho mortificaría la dignidad humana. Puesto que el actual proceso de globalización que está atravesando el mundo afecta cada vez más a los campos de la cultura, la economía, las finanzas y la política, hoy el gran desafío es «globalizar» no sólo los intereses económicos y comerciales, sino también las expectativas de solidaridad, respetando y valorando la aportación de todos los componentes de la sociedad.

Como habéis reafirmado oportunamente, el crecimiento económico no debe separarse jamás de la búsqueda de un desarrollo humano y social integral. A este respecto, la Iglesia, en su doctrina social, subraya la importancia de la aportación de los cuerpos intermedios según el principio de subsidiariedad, para contribuir libremente a orientar los cambios culturales y sociales y dirigirlos a un auténtico progreso del hombre y de la colectividad. A este propósito, en la encíclica Spe salvi reafirmé que «las mejores estructuras funcionan únicamente cuando en una comunidad existen unas convicciones vivas capaces de motivar a los hombres para una adhesión libre al ordenamiento comunitario» (n. 24).

Queridos amigos, a la vez que os renuevo mi gratitud por el generoso apoyo que dais incansablemente a las actividades de caridad y de promoción humana de la Iglesia, os invito a ofrecer la contribución de vuestra reflexión también para la realización de un orden económico mundial justo. A este respecto, me complace retomar una elocuente afirmación del concilio Vaticano II: «Los cristianos -se lee en la constitución Gaudium et spes– nada pueden desear más ardientemente que servir cada vez más generosa y eficazmente a los hombres del mundo actual. Y así, prestando fielmente su adhesión al Evangelio y disponiendo de su fuerza, unidos a todos los que aman y practican la justicia, han tomado sobre sí la realización de una tarea inmensa en esta tierra…» (n. 93). Proseguid con este espíritu vuestra acción en favor de tantos hermanos nuestros. En el último día, el día del Juicio universal, nos preguntarán si hemos utilizado cuanto Dios ha puesto a nuestra disposición para satisfacer las legítimas expectativas y las necesidades de nuestros hermanos, especialmente de los más pequeños y necesitados.

Que la Virgen María, a quien hoy contemplamos en su visita a su anciana prima Isabel, os obtenga a cada uno la gracia de ser siempre solícito con el prójimo. Os aseguro un recuerdo en la oración y con afecto os imparto mi bendición apostólica a vosotros, aquí presentes, a vuestras familias y a cuantos colaboran con vosotros en vuestras diversas actividades profesionales.

Traducción distribuida por la Santa Sede

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana

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ZENIT Staff

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