Intervención del patriarca ortodoxo Bartolomé I en el Sínodo

CIUDAD DEL VATICANO, martes, 21 octubre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención que pronunció el patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I, en la tarde del sábado 18 de octubre al intervenir ante el Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios en una celebración de las Vísperas que tuvo lugar en la Capilla Sixtina.

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Su Santidad,
Padres Sinodales

Es al mismo tiempo con humildad e inspiración haber sido amablemente invitado por Su Santidad a dirigir, con mis mejores auspicios, a esta XII Asamblea General Ordinaria Sínodo de Obispos, un encuentro histórico de los Obispos de la Iglesia Católica Romana de todo el mundo, reunidos en este lugar para meditar sobre la «Palabra de Dios» y discutir sobre la experiencia y la expresión de esta Palabra «en la vida y en la misión de la Iglesia».

Esta gentil invitación de Su Santidad hacia quienes modestamente os hablamos, es un gesto lleno de significado e importancia -oso deciros, un evento histórico importantísimo. Es la primera vez en la historia que se le ofrece a un Patriarca Ecuménico la oportunidad de dirigirse a un Sínodo de Obispos de la Iglesia Católica Romana y, por eso, ser parte de la vida de su Iglesia hermana al más alto nivel. Vemos esto como una manifestación de la obra del Espíritu Santo que guía nuestras Iglesias para que se aproximen y profundicen sus relaciones respectivamente, un paso importante hacia la restauración de nuestra plena unidad.

Es bien sabido que la Iglesia Ortodoxa atribuye al sistema sinodal una importancia eclesiológica fundamental. Conjuntamente al primado de la «sinodalidad» constituye la columna vertebral del gobierno y organización de la Iglesia. Como nuestra Comisión internacional para la Unidad del Diálogo Teológico entre nuestras iglesias ha expresado en el documento de Ravena, esta interdependencia entre la entre el primado de la «sinodalidad» incumbe todos los niveles de la Iglesia: local, regional y universal. Por esto, al tener el día de hoy el privilegio de dirigirnos a Vuestro Sínodo, nuestras esperanzas crecen para que llegue el día en el que ambas Iglesias converjan totalmente sobre el papel de dicho primado y de la «sinodalidad» en la vida de la Iglesia, para lo cual nuestra Comisión teológica dedica hoy sus estudios.

El tema al que este Sínodo de los Obispos dedica sus trabajos tiene importancia crucial, no sólo para la Iglesia Católica Romana sino para todos aquellos que están llamados a testimoniar a Cristo en nuestro tiempo. Misión y evangelización siguen siendo un deber permanente de la Iglesia de todos los tiempos y lugares, de hecho éstas forman parte de la naturaleza de la Iglesia, desde que se le llama «Apostólica», en el sentido de su fidelidad a la enseñanza original de los apóstoles y, por ello, a la proclamación de la Palabra de Dios, en todos los tiempos y en todo contexto cultural. La Iglesia necesita, por esto, volver a descubrir la Palabra de Dios en cada generación y lo hace con un renovado vigor y persuasión también en nuestro mundo contemporáneo, y en el profundo de en nuestros corazones tiene sed del mensaje de paz, esperanza y caridad de Dios.
Este servicio para evangelizar debería, en efecto, mejorar y reforzarse ampliamente, si todos los cristianos tuvieran en la capacidad de realizarlo con una sola voz y como una Iglesia unida. En esta oración al hijo del Padre antes de Su pasión, nuestro Señor ha dejado bien claro que la unidad de la Iglesia es indestructible a su misión «que ellos sean uno en nosotros» (Jn 17, 21). Es por esto más adecuado que el Sínodo abra sus puertas a los delegados de la fraternidad ecuménica para que todos seamos conscientes de nuestra común servicio para evangelizar, así como conocer las dificultades y problemas en su ejecución en nuestro mundo actual.

Indudablemente este Sínodo ha estudiado el tema de la Palabra de Dios en profundidad y en sus aspectos tanto teológicos como prácticos y pastorales. En nuestro modesto discurso, quisiera limitarlo a nosotros mismos para compartir con vosotros algunos pensamientos sobre el tema de este evento, delineando el modo como la tradición ortodoxa lo ha enfocado a lo largo de siglos y, en particular, siguiendo la enseñanza patrística. Quisiéramos concentrarnos, más concretamente, en tres aspectos de este tema: la escucha y la proclamación de la Palabra de Dios de las Sagradas Escrituras, la visión de la Palabra de Dios en la naturaleza y por encima de la belleza de los iconos y, finalmente, compartirla en relación con la Palabra de Dios en comunión con los santos y vida sacramental de la Iglesia. Pensamos que todo esto es crucial para la vida y la misión de la Iglesia.

Para conseguirlo, hacemos uso de la rica tradición patrística, elaborada al principio del tercer siglo y exponemos la doctrina de los cinco sentidos espirituales. Para escuchar de la Palabra de Dios, contemplar la Palabra de Dios, tocar la Palabra de Dios que son modos espirituales de percibir el único misterio divino. En base a los Proverbios 2, 5 sobre la «divina facultad de la percepción (aἵsqhsiϚ), Origen de Alejandría, afirmó: los sentidos revelan como miradas para contemplar las formas inmateriales, escucha para discernir las voces, gusto para saborear el pan viviente, olfato para gustar la fragancia espiritual, y tacto para palpar la Palabra de Dios que es aprovechada por cada facultad de nuestra alma.

Los sentidos espirituales se describen de varias maneras como los «cinco sentidos del alma», lo «divino» o las «facultades interiores», así también las «facultades del corazón» o de la «mente». Esta doctrina inspiró la teología de los Capadocios (especialmente la de Basilio el Grande y Gregorio de Nisa), así como lo hicieron para la teología los Padres del Desierto (especialmente Evagrio de Ponto y Macario el Grande).

1. La escucha y la proclamación de la Palabra de Dios de las Sagradas Escrituras

En cada celebración de la Divina liturgia de san Juan Crisóstomo, el celebrante que preside la Eucaristía reza «podríamos haber sido hechos dignamente para escuchar el Espíritu santo». Para «oír, ver y tocar la Palabra de vida» (1 Jn 1, 1) no son ni los primeros, ni es el primer lugar para nuestros títulos o herencia como seres humanos, más bien, son nuestros privilegios y el don como criaturas del Dios viviente. La Iglesia católica es, por encima de todo, una Iglesia bíblica. Aunque los métodos de interpretación puedan haber variado de un Padre de la Iglesia a otro, de «escuela» a «escuela» y del este al oeste; la Escritura siempre ha sido acogida como realidad viviente y jamás como libro muerto.

Por lo tanto, en el contexto de la fe viviente la Escritura es el testimonio vivo de la historia vivida de la relación del Dios viviente con los pueblos vivientes. La Palabra «quien habló con los profetas » (Credo niceno-constantinopolitano), se dice para ser escuchada y tener efecto. Es, antes que nada, una comunicación oral y directa planeada para los seres humanos. El texto escrito es, por lo tanto, derivado y secundario y sirve siempre al lenguaje hablado. No se transmite mecánicamente, sino que es comunicado de generación en generación como un mundo viviente. A través del profeta Isaías, el Señor había prometido: «Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra… Así será mi palabra, la que salga de mi boca […] y haya cumplido aquello a que la envié» (55, 10-11).

Además, como san Juan Crisóstomo explica, la Palabra divina demuestra profunda consideración de la diversidad personal y contextos culturales de quienes escuchan y acogen. La adecuación de la Palabra a la específica realidad personal y al contexto cultural particular define la dimensión misionera de la Iglesia, que es llamada a transformar la simple palabra a través de la Palabra. En el silencio como en una declaración o en la oración como en la acción, la Palabra divina se orienta al mundo entero, «haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19) sin privilegio ni prejuicio de raza, cultura, género y clase. Cuando tratamos de llevar a cabo la misión divina, estamos confiados porque «Yo estoy con vosotros todos los días» (Mt 28, 20). Estamos llamados a proclamar la Palabra divina en todas las lenguas, «M
e he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos» (1 Cor 9, 22).
Como discípulos de la Palabra de Dios, por esto, hoy en día es más que nunca necesario que ofrezcamos una única perspectiva – más allá de lo social, político y económico – en la medida de la necesidad de erradicar la pobreza, proporcionar equilibrio en el mundo global, combatir el fundamentalismo y el racismo, y desarrollar la tolerancia religiosa en el mundo de conflicto. Como respuesta a las necesidades de pobreza del mundo, frágil y marginado, la Iglesia puede probar a generar una digno distintivo del espacio y del carácter de la comunidad global. Mientras que el lenguaje teológico de la religión y la espiritualidad difiera del vocabulario técnico de la economía y de la política, las barreras que, en una primera instancia, aparecen separar los asuntos religiosos (tales como el pecado, la salvación y la espiritualidad) del interés pragmático (tales como el comercio, el intercambio y la política) no sean impenetrables, no se quebrarán los múltiples desafíos de la justicia social y de la globalización.

Sea que hayamos tratado sobre el ambiente y la paz, la pobreza y el hambre, la educación y la salud, actualmente aumenta un marcado sentido de la preocupación general y de responsabilidad común, que es percibida como una fuerza de la gente que tiene fe, tanto como entre quienes tienen una mirada expresamente secular. De ninguna manera. nuestro compromiso con estos asuntos socaba o suprime las diferencias existentes entre las varias disciplinas o está en desacuerdo con quienes ven el mundo de diferente manera. A pesar de esto, hoy se favorece una responsabilidad creciente y común para conseguir el bienestar de la humanidad. Es un encuentro entre individuos e instituciones que actúa como una buena señal para el mundo. Es un compromiso que destaca la suprema vocación y misión de los discípulos y seguidores de la Palabra de Dios que trasciende las diferencias políticas y religiosas para transformar el entero mundo visible para la gloria del Dios invisible.

2. Ver la Palabra de Dios – La belleza de los iconos y de la naturaleza

En ninguna otra parte lo invisible se hace más visible que en la belleza de la iconografía y en la maravilla de la creación. En las palabras del defensor de las imágenes sagradas, San Juan Damasceno: «En cuanto creador del cielo y la tierra, Dios, la Palabra, fue el primero que pintó y retrató los iconos». Cada pincelada del pincel de un iconógrafo – como cada palabra de una definición teológica, cada nota musical cantada en salmodia y cada piedra esculpida de una diminuta capilla o de una magnífica catedral – articula la divina Palabra en la creación, que alaba a Dios en cada ser y en cada cosa que vive (cfr. Sal 150,6).

Cuando afirmó las imágenes sagradas, el Séptimo Concilio Ecuménico de Nicea no se estaba ocupando del arte religioso; estaba continuando y confirmando las primeras definiciones sobre la plenitud de la humanidad de la Palabra de Dios. Los iconos nos recuerdan visiblemente nuestra vocación divina; nos invitan a elevarnos más allá de nuestras triviales preocupaciones e ínfimas reducciones del mundo. Nos alienta a buscar lo extraordinario en lo realmente ordinario, a estar llenos del mismo asombro que caracterizó la maravilla divina en el Génesis: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Gn 1, 31). La palabra griega para decir «bondad» es kallòs, que implica -etimológica y simbólicamente- un sentido de «llamada». Los iconos subrayan la misión fundamental de la Iglesia de reconocer que todas las personas y todas las cosas son creadas para ser, y están llamadas a ser, «buenas» y «bellas».

En efecto, los iconos nos recuerdan otro modo de ver las cosas, otro modo de experimentar realidades, otro modo de resolver conflictos. Estamos llamados a asumir lo que la himnología del domingo de Pascua llama "otro modo de vida», puesto que nos hemos comportado de manera arrogante y desdeñosa con la creación. Hemos rehusado contemplar la Palabra de Dios en los océanos de nuestro planeta, en los árboles de nuestros continentes y en los animales de nuestra tierra. Hemos renegado de nuestra verdadera naturaleza, que nos invita a rebajarnos lo suficiente para escuchar la Palabra de Dios en la creación, si deseamos ser «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4). ¿Cómo ignorar las amplias implicaciones de la Palabra divina hecha carne? ¿Por qué no logramos percibir la naturaleza creada como la extensión del Cuerpo de Cristo?

Los teólogos cristianos de Oriente siempre resaltaban las proporciones cósmicas de la encarnación divina. La Palabra encarnada es intrínseca a la creación, que vino a la vida a través de las palabras divinas. San Máximo el Confesor insiste en la presencia de la Palabra de Dios en todas las cosas (cfr. Col 3,11); el Logos divino está en el centro del mundo, revelando misteriosamente su principio original y su finalidad última (cfr. 1 P 1,20). Éste es el misterio que describe san Atanasio de Alejandría: el Logos (escribe) no está contenido en ninguna cosa y, sin embargo, contiene cada cosa; está en cada cosa pero fuera de cada cosa… el primogénito de todo el mundo en cada uno de sus aspectos.

El mundo entero es un prólogo al Evangelio de San Juan. Y cuando la Iglesia no reconoce las dimensiones más vastas, cósmicas, de la Palabra de Dios, restringiendo sus preocupaciones a problemas puramente espirituales, desatiende su misión de implorar a Dios para que transforme -siempre y en todo lugar, «en todas partes en Su dominio»- el entero cosmos contaminado. No hay que maravillarse si el Domingo de Pascua, cuando la celebración pascual alcanza su culmen, los cristianos ortodoxos cantan: ahora cada cosa se llena de luz divina: el cielo y la tierra, y todas las cosas bajo la tierra. Regocíjese toda la creación.

Toda genuina «ecología profunda» está, por consiguiente, inextricablemente unida a la teología profunda: Incluso una piedra, escribe Basilio el Grande, lleva la huella de la Palabra de Dios. Ésta es la verdad de una hormiga, de una abeja y de un mosquito, las más pequeñas de las criaturas. Pues Él se extiende en los amplios cielos y yace en los inmensos mares; y Él creó el minúsculo hueco del aguijón de la abeja.

Recordar nuestra pequeñez en la vasta y maravillosa creación de Dios subraya únicamente nuestro papel central en el designio de Dios para la salvación del mundo entero.

3. Tocar y compartir la Palabra de Dios – La comunión de los santos y los sacramentos de la vida

La Palabra de Dios se «mueve hacia fuera de sí misma en éxtasis» (Dionisio el Areopagita) de modo persistente, buscando apasionadamente «poner su Morada entre nosotros» (Jn 1,14), que el mundo pueda tener vida en abundancia (Jn 10,10). La misericordia compasiva de Dios es derramada y compartida «para que multiplique los objetos de Su beneficencia» (Gregorio el Teólogo). Dios asume todo lo que es nuestro, «ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4,15), para ofrecernos todo lo que es de Dios y convertirnos en dioses por la gracia. «Siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza», escribe el gran Apóstol Pablo (2 Co 8,9), al cual tan acertadamente está dedicado este año. Esto es la Palabra de Dios; le debemos gratitud y gloria.

La Palabra de Dios recibe su total encarnación en la creación, sobre todo en el Sacramento de la Santa Eucaristía. En ella la Palabra de Dios se hace carne y nos permite, ya no simplemente oírle o verle, sino tocarle con nuestras propias manos, como declara san Juan (1 Jn 1,1), y nos hace partícipes de su propio cuerpo y sangre en palabras de san Juan Crisóstomo. En la Sagrada Eucaristía oímos la Palabra y al mismo tiempo la vemos y compartimos. No es una casualidad que en los primeros documentos eucarísticos, como el libro de la Revelación y la Didaché, la Eucaristía fuera asociada a la profecía,
y los obispos que la presidían eran vistos como los sucesores de los profetas (ej. Martyrion Polycarpi). La Eucaristía ya fue descrita por san Pablo (1Co 11) como «proclamación» de la muerte de Cristo y Su Segunda Venida. Puesto que la finalidad de las Escrituras es esencialmente la proclamación del Reino y el anuncio de realidades escatológicas, la Eucaristía es un anticipo del Reino y, en este sentido, la proclamación de la Palabra por excelencia. En la Eucaristía, Palabra y Sacramento se convierten en una única realidad. La palabra deja de ser «palabras» y se hace «Persona», encarnándose en todos los seres humanos y en toda la creación.

En la vida de la Iglesia, el vaciarse de sí mismo de forma inconmensurable y el compartir generoso del Logos divino se refleja en la vida de los santos como experiencia tangible y expresión humana de la Palabra de Dios en nuestra comunidad. En este sentido, la Palabra de Dios se convierte en Cuerpo de Cristo, crucificado y glorificado al mismo tiempo. Como consecuencia, el santo vive una relación orgánica con el cielo y la tierra, con Dios y toda la creación. En una lucha ascética, el santo reconcilia la Palabra y el mundo. Mediante el arrepentimiento y la purificación, el santo se colma – como insiste san Isaac el Sirio – de compasión por todas las criaturas, que es la suprema humildad y perfección.

Por eso el santo ama con fervor y amplitud, ambas incondicionales e irresistibles. En los santos, conocemos la verdadera Palabra de Dios, puesto que – como afirma san Gregorio Palamas – Dios y sus santos comparten la misma gloria y esplendor. En la dulce presencia de un santo, aprendemos que la teología y la acción coinciden. En el amor compasivo del santo, hacemos experiencia de Dios como «nuestro Padre» y de la misericordia de Dios como «eterna» (Sal 135). El santo se consume con el fuego del amor de Dios. Por esta razón los santos transmiten gracia y no pueden tolerar la menor manipulación o explotación de la sociedad o de la naturaleza. El santo simplemente hace lo que es «justo y necesario» (Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo), siempre dignificando la humanidad y honorando la creación. «Sus palabras tienen la fuerza de la acción y su silencio el poder del discurso» (San Ignacio de Antioquía).

Y en la comunión de los santos, cada uno de nosotros está llamado a «ser como fuego» (Refranes de los Padres del Desierto), para tocar el mundo con la fuerza mística de la Palabra de Dios, para que – como extensión del Cuerpo de Cristo – también el mundo pueda decir: «Alguien me ha tocado» (cfr. Mt 9,20). El Mal se puede erradicar sólo con la santidad, no con la dureza. Y la santidad introduce en la sociedad una semilla que la cura y la transforma. Alimentados con la vida de los Sacramentos y la pureza de la oración, somos capaces de entrar en el misterio más recóndito de la Palabra de Dios. Es como en el caso de las placas tectónicas de la corteza terrestre: los estratos más profundos necesitan sólo moverse unos pocos milímetros para hacer añicos la superficie del mundo. Sin embargo, para que acontezca esta revolución espiritual, necesitamos hacer la experiencia radical de la metanoia – una conversión de comportamientos, costumbres y prácticas – así como hemos medido la Palabra de Dios, los dones de Dios y la creación de Dios o abusado de ellos.

Esta conversión es, por supuesto, imposible sin la gracia divina; simplemente no podemos conseguirla con el mayor de los esfuerzos o la fuerza de voluntad humanos. «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible» (Mt 19,26). El cambio espiritual se da cuando nuestros cuerpos y almas se injertan en la vida de Palabra de Dios, cuando nuestras células contienen el flujo de sangre vivificante de los Sacramentos, cuando estamos abiertos a compartir todas las cosas con todo el mundo. Como nos recuerda san Juan Crisóstomo, el sacramento de «nuestro vecino» no puede ser aislado del sacramento «del altar». Desgraciadamente, hemos ignorado nuestra vocación y obligación de compartir. La injusticia social y la desigualdad, la pobreza global y la guerra, la contaminación ecológica y la degradación son el resultado de nuestra falta de habilidad o de voluntad para compartir. Si reivindicamos mantener el sacramento del altar, no podemos olvidar el sacramento de nuestro vecino o renunciar a él, es una condición fundamental para el cumplimiento de la Palabra de Dios en el mundo, dentro de la vida y la misión de la Iglesia.

Queridos hermanos en Cristo,

hemos explorado la enseñanza patrística de los significados espirituales, discerniendo el poder de oír y hablar la Palabra de Dios en la Escritura, ver la Palabra de Dios en los iconos y la naturaleza, y asimismo, tocar y compartir la Palabra de Dios en los santos y los Sacramentos. Por consiguiente, para que la vida y la misión de la Iglesia sean verdaderas, tenemos que dejarnos cambiar personalmente por la Palabra. La Iglesia tiene que parecerse a una madre, que se sustenta y se nutre con el alimento que toma. Nada de lo que no pueda alimentar y nutrir a cada hombre podrá sustentarle. Cuando el mundo no comparte el gozo de la Resurrección de Cristo, ello supone una acusación a nuestra propia integridad y a nuestro compromiso de vivir la Palabra de Dios. Antes de cada celebración de la Liturgia Divina, los cristianos ortodoxos rezan para que la Palabra sea «partida y consumida, distribuida y compartida» en comunión. Y «nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos» y hermanas (1Jn 3,14).
El desafío que tenemos delante es el discernimiento de la Palabra de Dios frente al Mal, la transfiguración de cada último detalle y punto de este mundo a la luz de la Resurrección. La victoria ya está presente en lo profundo de la Iglesia, siempre que hagamos experiencia de la gracia de la reconciliación y la comunión. Puesto que luchamos – dentro de nosotros mismos y en el mundo – para reconocer el poder de la Cruz, también empezamos a apreciar como cada acto de justicia, cada chispa de belleza, cada palabra de verdad puede eliminar gradualmente la presencia del Mal. Sin embargo, por encima de nuestros frágiles esfuerzos tenemos la garantía del Espíritu, que «viene en ayuda de nuestra flaqueza» (Rm 8,26) y está a nuestro lado como nuestro defensor y «Paráclito» (Jn 14,6), penetrando en todas las cosas y «transformándonos – como dice san Simeón el Nuevo Teólogo – en cada cosa que la Palabra de Dios dice sobre su reino celestial: perla, semilla de mostaza, levadura, agua, fuego, pan, vida y sala del banquete místico». Éste es el poder y la gracia del Espíritu Santo, que invocamos como conclusión de nuestro discurso, extendiendo a Su Santidad nuestra gratitud y a cada uno de vosotros nuestra bendición:

Rey celestial, Consolador, Espíritu de Verdad presente en todas partes y que colma todas las cosas; tesoro de bondad y dador de vida: Ven, y habita entre nosotros. Y límpianos de toda impureza; y salva nuestras almas. Porque tú eres bueno y amas a la humanidad. ¡Amén!

[Durante la celebración, después de la intervención del patriarca ecuménico, el Santo Padre ha pronunciado las siguientes palabras:]
Santidad:

De todo corazón quiero decirle «gracias» por sus palabras. El aplauso de los Padres era mucho más que una expresión de cortesía, era verdaderamente la expresión de una profunda alegría espiritual y de una experiencia viva de nuestra comunión. En este momento hemos vivido realmente el «Sínodo»: Hemos estado juntos en marcha en la tierra de la Palabra divina bajo la guía de Vuestra Santidad y hemos gustado de la belleza, con la gran alegría de ser oyentes de la Palabra de Dios, de habernos confrontado con este don de su Palabra.

Todo lo que Usted dijo estaba nutrido profundamente con el espíritu de los Padres, de la Sagrada Liturgia, y precisamente por esta razón estaba también intensamente contextualizado en nuestro tiempo, con un gran realismo cristia
no que nos hace ver los desafíos. Hemos visto que ir al corazón de la Sagrada Escritura, encontrar realmente la Palabra en las palabras, penetrar en la palabra de Dios, abre también los ojos hacia nuestro mundo, hacia la realidad de nuestros días.

Y ésta fue además una experiencia gozosa – una experiencia de unidad ,no perfecta tal vez , pero sí verdadera y profunda. He pensado: vuestros Padres, que Usted ha citado ampliamente, son también nuestros Padres, y los nuestros son también los vuestros: si tenemos Padres comunes, ¿cómo podríamos no ser sino hermanos entre nosotros? Gracias Santidad. Sus palabras nos acompañarán en el trabajo de la próxima semana, nos iluminarán y estaremos aún durante la próxima semana – y más allá de ella – en camino junto a Usted.

Gracias, Santidad.
[Traducción de los originales en italiano (el Papa) y en inglés (el patriarca) distribuida por la secretaría general del Sínodo de los Obispos.]

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ZENIT Staff

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