CIUDAD DE MÉXICO, sábado, 25 de octubre de 2008 (ZENIT.org-El Observador).- Publicamos un artículo de Jorge Traslosheros, doctor en Historia de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) sobre la visión de Benedicto XVI ante la crisis mundial.
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La crisis financiera mundial, que ya afectó a los demás sectores de la economía, no debe sorprender a nadie. Se trata de un aspecto casi perverso de la trillada globalización que ya conocíamos: las ganancias se las llevan unos cuantos; las pérdidas se reparten entre todos afectando en primer lugar a los más pobres, y es que el sistema económico de nuestro planeta funciona sobre el principio de la ley más fuerte. Ante la crisis los medios de comunicación, nacionales e internacionales, parecen haber perdido la razón y viven pegados a los vaivenes del dólar, de las bolsas del mundo. Para ellos no parece haber más realidad que la del billete verde y se han olvidado de que las primeras víctimas de todo este embrollo financiero son los desheredados de este mundo.
El día 16 de octubre Ban Ki Moon, secretario general de la ONU, pidió a los gobiernos, empresas y sociedad civil del planeta a cooperar para salir al paso de la tragedia del hambre en el planeta que afecta de manera crítica a casi un sexto de la población mundial y que, ante la coyuntura actual, se ha recrudecido severamente. Un llamado que nadie parece haber escuchado pues, acorde a lo dicho por Jacques Diouf, director de la FAO, la ayuda de 22 millones de dólares prometidos por diversos países se ha visto reducida a un diez por ciento. Seamos claros, ante el problema que se enfrenta, dar veintidós millones es una mentada de madre; entregar dos millones es vivir en la orfandad. Si bien las autoridades de la ONU denuncian el problema, se muestran timoratas cuando de explicar las causas de fondo se trata. No así Benedicto XVI.
En medio de la histeria, Joseph Ratzinger pronuncia su palabra precisa, certera, clara. En su mensaje dirigido a la FAO en el día mundial de la alimentación, el Papa denuncia el egoísmo de los Estados y grupos de intereses que juegan a la ruleta rusa con la humanidad, un retozo perverso de especulación que tuerce los mecanismos de precios y de consumo en su propio beneficio, y que se agrava con el uso de los bienes económicos no para alimentar a los desheredados, sino a la insaciable industria militar. Un juego en el cual las ayudas internacionales se entregan condicionadas a la rendición de lealtades que nada tienen que ver con la generosidad y la solidaridad, que están muy lejos de buscar el bien común. Denuncia la injusticia de un mundo enloquecido por su crisis financiera, no obstante contar con los recursos económicos y tecnológicos suficientes para acabar con el hambre.
Benedicto XVI ha sido contundente. El mal no hay que buscarlo en la economía, sino en el corazón mismo de Hombre. Para acabar con el hambre no bastan sesudos estudios científicos, que de cierto ya existen y nunca sobran. Lo que hace falta es «redescubrir el sentido de la persona humana, en su dimensión individual y comunitaria, a partir de la vida familiar, fuente de amor y afecto». Y el punto de partida a este reconocimiento es sencillo: «los bienes de la creación están destinados a todos». Así, la crisis mundial no se reduce al problema financiero, mucho menos a una crisis de valores que orientaría la solución a una actitud filantrópica por parte de los centros del poder. El Papa ha ido al fondo. Estamos ante la crisis de un modelo de civilización que se olvidó del principio y fundamento de toda cultura auténticamente humana, tan sencillo como reconocer que todos somos miembros de la misma especie, que todos somos hermanos.