CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 29 de octubre de 2008 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto íntegro de la catequesis pronunciada hoy por el Papa Benedicto XVI durante la Audiencia General en la Plaza de San Pedro.
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Queridos hermanos y hermanas:
en la experiencia personal de san Pablo hay un dato incontrovertible: mientras al principio había sido un perseguidor y había utilizado la violencia contra los cristianos, desde el momento de su conversión en el Camino de Damasco, se había pasado a la parte de Cristo crucificado, haciendo de Él la razón de su vida y el motivo de su predicación. La suya fue una existencia enteramente consumida por las almas (cfr 2 Cor 12,15), para nada tranquila y resguardada de insidias y dificultades. En el encuentro con Jesús se había aclarado el significado central de la Cruz: había comprendido que Jesús había muerto y resucitado por todos y por él mismo. Ambas cosas eran importantes; la universalidad: Jesús había muerto realmente por todos, y la subjetividad: Él ha muerto también por mí. En la Cruz, por tanto, se había manifestado el amor gratuito y misericordioso de Dios. Este amor Pablo lo experimentó ante todo en sí mismo (cfr Gal 2,20) y de pecador se convirtió en creyente, de perseguidor en apóstol. Día tras día, en su nueva vida, experimentaba que la salvación era «gracia», que todo descendía del amor de Cristo y no de sus méritos, que por otro lado no existían. El «evangelio de la gracia» se convirtió así en la única forma de entender la Cruz, el criterio no sólo de su nueva existencia, sino también la respuesta a sus interlocutores. Entre estos estaban, ante todo, los judíos que ponían su esperanza en las obras y esperaban de estas la salvación; estaban también los griegos, que oponían su sabiduría humana a la cruz; finalmente, había ciertos grupos heréticos, que se habían formado su propia idea del cristianismo según su propio modelo de vida.
Para san Pablo la Cruz tiene un primado fundamental en la historia de la humanidad; representa el punto principal de su teología, porque decir Cruz quiere decir salvación como gracia dada a toda criatura. El tema de la cruz de Cristo se convierte en un elemento esencial y primario de la predicación del Apóstol: el ejemplo más claro tiene que ver con la comunidad de Corinto. Frente a una Iglesia donde estaban presentes de forma preocupante desórdenes y escándalos, donde la comunión estaba amenazada por partidos y divisiones internas que comprometían la unidad del Cuerpo de Cristo, Pablo se presenta no con sublimidad de palabras o de sabiduría, sino con el anuncio de Cristo, de Cristo crucificado. Su fuerza no es el lenguaje persuasivo sino, paradójicamente, la debilidad y el temblor de quien se confía solo al «poder de Dios» (cfr1 Cor 2,1-4). La Cruz, por todo lo que representa y también por el mensaje teológico que contiene, es escándalo y necedad. Lo afirma el Apóstol con una fuerza impresionante, que es mejor escuchar de sus mismas palabras: «La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios… quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 1,18-23).
Las primeras comunidades cristianas, a las cuales Pablo se dirige, saben muy bien que Jesús ahora está resucitado y vivo; el Apóstol quiere recordar no solo a los Corintios y a los Gálatas, sino a todos nosotros que el Resucitado es siempre Aquel que ha sido crucificado. El «escándalo» y la «necedad» de la Cruz están precisamente en el hecho que ahí donde parece haber solo fracaso, dolor, derrota, precisamente allí está todo el poder del Amor ilimitado de Dios, porque la Cruz es expresión de amor y el amor es el verdadero poder que se revela precisamente en esta aparente debilidad. Para los judíos la Cruz es skandalon, es decir, trampa o piedra de tropiezo: parece obstaculizar la fe del pío israelita, que no consigue encontrar nada parecido en las Sagradas Escrituras. Pablo, con no poco valor, parece decir aquí que la apuesta es altísima: para los judíos, la Cruz contradice la esencia misma de Dios, que se ha manifestado con signos prodigiosos. Por tanto, aceptar la Cruz de Cristo significa realizar una profunda conversión en el modo de relacionarse con Dios. Si para los judíos el motivo de rechazo de la Cruz se encuentra en la Revelación, es decir, en la fidelidad al Dios de sus padres, para los griegos, es decir, los paganos, el criterio de juicio para oponerse a la Cruz es la razón. Para estos últimos, de hecho, la Cruz es moría, necedad, literalmente te insipidez, alimento sin sal; por tanto, más que un error, es un insulto al buen sentido.
Pablo mismo en más de una ocasión tuvo la amarga experiencia del rechazo del anuncio cristiano juzgado «insípido», irrelevante, ni siquiera digno de ser tomado en consideración en el plano de la lógica racional. Para quien, como los griegos, buscaba la perfección en el espíritu, en el pensamiento puro, ya era inaceptable que Dios se hiciera hombre, sumergiéndose en todos los límites del espacio y del tiempo. ¡Por tanto era decididamente inconcebible creer que un Dios pudiera acabar en una Cruz! Y vemos como esta lógica griega es también la lógica común de nuestro tiempo. El concepto de apátheia, indiferencia, como ausencia de pasiones en Dios, ¿cómo habría podido comprender a un Dios hecho hombre y derrotado, que incluso luego habría recuperado su cuerpo para vivir como resucitado? «Te escucharemos sobre esto en otra ocasión» (Hch 17,32) le dijeron despreciativamente los Atenienses a Pablo, cuando oyeron hablar de la resurrección de los muertos. Creían que la perfección era liberarse del cuerpo, concebido como prisión; ¿cómo no considerar una aberración recuperar el cuerpo? En la cultura antigua no parecía haber espacio para el mensaje del Dios encarnado. Todo el acontecimiento «Jesús de Nazaret» parecía estar marcado por la más total insipidez y ciertamente la Cruz era el punto más emblemático.
¿Pero por qué san Pablo precisamente de esto, de la palabra de la Cruz, ha hecho el punto fundamental de su predicación? La respuesta no es difícil: la Cruz revela «el poder de Dios» (cfr1 Cor 1,24), que es diferente del poder humano; revela de hecho su amor: «Porque la necedad divina es más divina es más sabida que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres» (ivi v. 25). A siglos de distancia de Pablo, vemos que ha vencido la Cruz y no la sabiduría que se opone a Cruz. El Crucificado es sabiduría, porque manifiesta de verdad quien es Dios, es decir poder de amor que llega hasta la Cruz para salvar al hombre. Dios se sirve de modos e instrumentos que a nosotros nos parecen a primera vista sólo debilidad. El Crucificado desvela, por una parte, la debilidad del hombre, y por otra, el verdadero poder de Dios, es decir, la gratuidad del amor: precisamente esta gratuidad total del amor es la verdadera sabiduría. De esto san Pablo ha hecho experiencia hasta en su carne, y nos da testimonio de ello en varios pasajes de su recorrido espiritual, que se han convertido en puntos de referencia precisos para todo discípulo de Jesús: «Él me dijo: Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Cor 12,9); y aún: «ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte» (1 Cor 1,28). El Apóstol se identifica hasta tal punto con Cristo que él también, aunque en medio de tantas pruebas, vive en la fe del Hijo de Dios que le amó y se entregó por los pecados suyos y de todos (cfr Gal 1,4; 2,20). Este dato autobiográfico del Apóstol es paradigmático para
todos nosotros.
San Pablo ofreció una admirable síntesis se la teología de la Cruz en la segunda Carta a los Corintios (5,14-21), donde todo está contenido en dos afirmaciones fundamentales: por una parte Cristo, a quien Dios ha tratado como pecado a favor nuestro (v. 21), ha muerto por todos (v. 14); por otra, Dios nos ha reconciliado consigo, no imputándonos a nosotros nuestras culpas (vv. 18-20). Por este «ministerio de la reconciliación» toda esclavitud ha sido rescatada (cfr 1 Cor 6,20; 7,23). Aquí aparece cómo todo esto es relevante para nuestra vida. También nosotros debemos entrar en este «ministerio de la reconciliación», que supone siempre la renuncia a la propia superioridad y la elección de la necedad del amor. San Pablo ha renunciado a su propia vida dándose totalmente a sí mismo para el ministerio de la reconciliación, de la Cruz que es salvación para todos nosotros. Y esto debemos saber hacer también nosotros: podemos encontrar nuestra fuerza precisamente en la humildad del amor y nuestra sabiduría en la debilidad de renunciar para entrar así en la fuerza de Dios. Debemos formar nuestra vida sobre esta verdadera sabiduría: no vivir para nosotros mismos, sino vivir en la fe en ese Dios del que todos podemos decir: «Me ha amado y se ha dado a sí mismo por mí».
[Al final de la audiencia, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
La experiencia de Pablo camino de Damasco cambió totalmente su existencia que quedó marcada por el significado central de la Cruz: entendió que Cristo había muerto y resucitado por él y por todos. La Cruz tiene un lugar principal en la historia de la humanidad y es objeto continuo de la teología paulina. La Cruz es «escándalo y necedad» (1 Co 1,18-23): donde parece reinar sólo el dolor y la debilidad, es donde está todo el poder del Amor infinito de Dios. La Cruz es el «centro del centro» del misterio cristiano. Ciertamente la encarnación y la resurrección son misterios centrales del cristianismo; pero San Pablo ve en la Cruz la manifestación más elocuente del Amor de Dios por nosotros.
Para el Apóstol, Cristo crucificado es sabiduría, porque manifiesta en verdad quién es Dios, y nos muestra el amor que salva al hombre de manera gratuita. Esta total gratuidad es la verdadera sabiduría. En la segunda carta a los Corintios (5,14-21), Pablo expresa en dos afirmaciones su experiencia del Crucificado. En primer lugar, Dios ha tratado como pecado a Cristo que ha muerto por todos, ha expiado nuestro pecado. En segundo lugar, Dios nos ha reconciliado consigo, sin imputarnos nuestras culpas. Los creyentes podemos decir con San Pablo: «¡Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de Cristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo!» (Ga 6, 14).
Saludo a los peregrinos de lengua española, especialmente a los grupos provenientes de España, México, Argentina y otros países de Latinoamérica. Que Dios, en este Año Paulino, os ayude a profundizar en el misterio de Cristo, muerto y resucitado por todos.
Muchas gracias.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
© Libreria Editrice Vaticana]