ROMA, martes, 18 noviembre 2008 (ZENIT.org).- En su edición diaria del 17-18 de noviembre de 2008, el diario vaticano «L’Osservatore Romano’ revela todo lo que hizo, de modo heroico, un obispo católico por una niña judía, quien firma sus memorias, y por su familia perseguida por las leyes raciales nazifascistas.
«Recuerdo la gran sencillez y la pureza de su mirada, algo cercanamente bueno e ingenuo que parecía liberarse, junto a una gran fuerza, de cada gesto, de cada palabra suya. En la sombra y en el silencio de las grandes estancias, la figura del obispo daba seguridad, como algo en lo que uno se podía apoyar».
El prelado del que se habla es monseñor Giuseppe Placido Nicolini y quien recuerda su figura, a más de sesenta años del encuentro, es Mirjam Viterbi Ben Horin. Era 1943 y ella una niña que, con sus padres y hermana, pudo librarse de la persecución nazifascista en Asís, gracias a la organización de socorro a los judíos puesta en pie precisamente por el obispo con la ayuda de dos sacerdotes en especial: don Aldo Brunacci y el padre Rufino Nicacci.
Los tres protagonistas del suceso han sido reconocidos como «Justos entre las Naciones» por el museo de la memoria judía de Jerusalén Yad Vashem. Pero este documento constituye una ulterior tesela para la reconstrucción de la verdad histórica de aquellos años trágicos.
Cada relato revela algo inédito -aunque sólo sea por el punto de vista del narrador- junto a la gratitud por aquella ayuda desinteresada, y no sin riesgos. Precisamente el reconocimiento ha impulsado a Mirjam Viterbi Ben Horin a hacer público su personalísimo recuerdo, filtrado por la mirada de una niña.
Mirjam Viterbi Ben Horin ha escrito en italiano el libro «Con los ojos de entonces» («Con gli occhi di allora», Morcelliana, 2008), en el que narra su historia de niña judía que, tras las leyes raciales de 1938, fue obligada a dejar la casa de Padua y a refugiarse con la familia en Asís, entre 1943 y 1944.
Y allí descubrió la existencia de hombres y mujeres que no renunciaron a su propia humanidad, que no se sustrajeron al deber del bien, aún conscientes de que aquello hubiera podido costarles la vida.
«Escribir estas páginas –anota la autora– es también la manera con la que hoy doy gracias a todos aquéllos que me hicieron sentir que la vida, incluso en los momentos más oscuros, puede ser bella, si alguien te está cercano, te tiende una mano o simplemente, incluso con su mismo silencio, está junto a ti: si alguien con su presencia rompe la concha de tu soledad y del miedo».
<p>La figura central del relato es la del obispo, narrando como si fuera hoy el primer encuentro con la familia Viterbi. «Papá y mamá le explicaron quienes éramos –recuerda Mirjam– y le entregaron los pocos objetos judíos que nos habían acompañado desde Padua y que, si eran descubiertos, habrían podido denunciar nuestra identidad.
«Monseñor Nicolini les acogió con atención y delicadeza, asegurando que les habría puesto personalmente en un lugar seguro. En efecto, como luego se supo, acostumbraba a esconderles él mismo en los subterráneos del palacio episcopal, usando el pico él mismo y tapiando después la entrada, mientras que don Aldo Brunacci le alumbraba con una candela».
Una vez puesto en seguridad, revela Mirjam, el siguiente objetivo era conseguir «papeles falsos», algo «esencial para nuestro futuro de lo que se habría ocupado más directamente don Aldo».
El problema principal para los judíos eran de hecho los documentos. Había que procurárselos falsos, y normalmente se usaban nombres de personas residentes en zonas de la Italia meridional, ya liberadas, donde era más difícil efectuar controles. A tal fin, por indicación del obispo, se pusieron en contacto con un impresor declaradamente comunista, Luigi Brizi, que aceptó, implicando incluso a su hijo Trento, a pesar de los riesgos de tal actividad.
Don Brunacci ha relatado muchas veces cómo nació la organización. El tercer jueves de septiembre de 1943, tras la acostumbrada reunión mensual del clero, que tenía lugar en el seminario diocesano, el obispo le llamó aparte junto a la capilla y, mostrándole una carta de la Secretaría de Estado, le dijo: «Tenemos que organizarnos para prestar ayuda a los perseguidos y sobre todo a los judíos, esta es la voluntad del Santo Padre Pío XII. Todo hay que hacerlo con la máxima reserva y prudencia. Nadie, ni siquiera entre los sacerdotes, debe saberlo».
Siguiendo sus directivas, el obispo trató de coordinar los esfuerzos y sobre todo de transmitir un ejemplo a los fieles. «No se trataba sólo –afirmó recientemente el secretario de Estado de Benedicto XVI, el cardenal Tarcisio Bertone– de organizar burocráticamente la búsqueda de los dispersos y la asistencia a los presos».
De esta indicación general y de la directiva de monseñor Nicolini, nació en Asís el Comité de Asistencia a los Desalojados, un nombre tapadera para una actividad de alto riesgo. El convento de las clarisas de San Quirico se convirtió en el cuartel general de la organización. Aquí –como en las hospederías de las coletinas (de la familia religiosa inspirada en santa Clara de Asís), clarisas, estigmatinas (de la familia franciscana), religiosas capuchinas alemanas y benedictinas de San Apolinar–, los perseguidos eran albergados hasta que se lograra encontrar para ellos nuevos documentos de identidad, gracias a los cuales obtenían las tarjetas de racionamiento y podían vivir en un hotel o en casas privadas.
Bruno Angeli, otro judío fugado con la familia, «fue el primero que nos habló de una organización que ayudaba de modo extraordinario a todos los judíos llegados a Asís –relata Mirjam– proporcionando incluso documentos de reconocimiento con generalidades falsas, es decir ‘arias'».
«A todos los conventos, incluidos los de clausura, fue impartida la orden de abrir sus puertas a los perseguidos para albergarles. Y nuestra identidad religiosa era respetada hasta tal punto que pocos días antes, al final del ayuno de Kippur, las clarisas del Monasterio de San Quirico prepararon una gran mesa con flores, queriendo servir ellas mismas la comida que concluia la larga jornada de oración y penitencia».
El padre Vincenzo, del convento de San Damián, se les acercó y les dijo a la familia Viterbi: «Si tenéis un amigo judío, decidle que venga a nuestro convento y que se vista el hábito de los frailes». Los Viterbi ya sabían de lo que se trataba, pues era una directiva del padre guardián, Nicacci.
Pero Mirjam y sus familiares no se refugiaron en el convento, sino en casas privadas. Siempre preparados, sin embargo, a escapar inmediatamente.
«En aquel periodo –narra Mirjam– controlaba cada vez más atentamente mi maletita, siempre preparada en un rincón, especialmente cuando por la tarde oía a un camión detenerse bajo casa, o el ruido de las botas contra el suelo. Sabía qué había sucedido a otros y lo que nos podía suceder. No me sentía culpable de estar viva; no; pero… ¿hasta cuándo? Con aquellas valijas alineadas, yo creo que empecé a comprender entonces, quizá sin darme cuenta plenamente, que en la vida hay que estar siempre dispuestos a partir. No se sabe hacia dónde. No se sabe por qué».
Pero las cosas en un cierto momento parecieron precipitarse. Los nazifascistas intensificaron los controles.
Y una vez más en los recuerdos de la niña emerge la figura de monseñor Nicolini: «Mi padre fue a pedir consejo al obispo y a pedirle si, en caso de extrema necesidad, podría acogernos en el obispado, que ya era refugio de un increíble número de desalojados y perseguidos. Monseñor Nicolini sonrió, con aquella expresión bondadosa suya: ‘Sólo quedan libres mi dormitorio y el estudio –dijo con espontaneidad–, pero puedo muy bien arreglarme con el estudio, y el dormitorio os lo dejo a vosotros’. Papá, ante ofrecimiento tan generoso no se sintió capaz de aceptar, obvi
amente».
La actividad de ayuda a los judíos no pasó del todo desapercibida. Don Brunacci fue arrestado por la policía fascista, que lo esperó bajo casa. Fue llevado a Perugia, por el prefecto Rocchi y liberado unos diez días después, a condición de que abandonara Asís y se fuera a la Ciudad del Vaticano. Aquella noticia creó inquietud entre los judíos refugiados en la ciudad, pero afortunadamente no sucedió nada. Hasta que llegaron los libertadores, en la mañana del 17 de junio de 1944.
Más de trescientos judíos se salvaron de la deportación gracias al obispo, a los dos sacerdotes y a las personas que apoyaban de diversos modos a la organización.
Acabada la guerra, Mirjam y su familia intentaron volver a Padua. «Nuestra casa había sido incendiada –recuerda– y a mi padre no le quedó otra posibilidad que deshacerse de ella, con un agudo sentimiento de laceración. Fue reintegrado en la Universidad y en la Academia Paduana, pero no tuvo fuerzas para volver a vivir en Padua, aún quedando afectivamente muy ligado a ella. Reanudó su enseñanza en la Universidad de Perugia. Con la incertidumbre de no saber dónde establecernos, permanecimos en Asís durante siete años. En 1950 nos transferimos a Roma».
Fue precisamente el padre de Mirjam, Emilio Viterbi, quien expresó públicamente –como reportan otros documentos– la gratitud de los salvados: «Nosotros los judíos refugiados en Asís no nos olvidaremos nunca de lo que se hizo por nuestra salvación. Porque en una persecución que aniquiló a seis millones de judíos, en Asís no fue tocado ninguno».
En la ciudad de san Francisco –escribe Mirjam Viterbi Ben Horin–, «el ‘Pax et Bonum’ se convirtió para mí pronto en el saludo más espontáneo, no sabía que era precisamente como decir ‘shalom’ en judío». De este modo, confiesa, «se realizó un milagro de amor».
Un milagro que tenía los rostros de monseñor Nicolini y de sus sacerdotes colaboradores. Rostros que los ojos de aquella niña no han olvidado.
Traducido del italiano por Nieves San Martín