ROMA, domingo, 7 diciembre 2008 (ZENIT.org).- Es necesario resistir ante los intentos de excluir la religión de la vida pública. Este es el mensaje central de un par de libros de reciente publicación que reflejan la presión cada vez mayor para rechazar cualquier papel de la fe en la vida pública.
El laicismo radical, que espera negar a la fe todo papel fuera de su dimensión privada, debilita a la civilización occidental, según Herbert London, presidente del Hudson Institute, con sede en Washington.
En su libro: «America’s Secular Challenge: The Rise of a New National Religion» (El Desafío Laicista de América: El Surgimiento de una Nueva Religión Nacional) (Encounter Books), London afirma que lo que el laicismo ofrecen para sustituir la religión no es suficiente para salvaguardar valores clave de nuestra civilización. Esto es especialmente preocupante en un momento en el que Occidente se encuentra amenazado externamente – por el Islam radical – e internamente – por la anemia espiritual y moral.
London identifica algunos factores que han alterado de modo radical el panorama cultural en los últimos años. El primero es el multiculturalismo, que no sólo afirma la igualdad de todas las culturas, sino que en ocasiones parece proponer la inferioridad de la cultura occidental comparada con otras.
El debilitamiento de las iglesias, una forma extrema de tolerancia, y la esperanza de que el racionalismo y la ciencia puedan resolver todos nuestros problemas, son otros cambios de los observados por London. Citando a Benedicto XVI, el autor advierte de que la privatización de las creencias lleva a una injusta exclusión de Dios de la sociedad.
Los laicistas, comenta London, suelen presentarse como defensores de la legítima separación de la iglesia y el estado. En realidad, su objetivo es más radical; buscan la exclusión completa de la fe de cualquier papel o expresión pública. El resultado es que la observancia religiosa es vista como algo vergonzoso, y digno de evitar por una persona inteligente.
London critica también la actitud de la «generación yo», que creció en los sesenta. Dios vino a ser visto por ellos como una indebida restricción de su libertad personal: «¿Por qué vivir para cumplir el ‘plan de Dios’ cuando uno tiene tantos planes propios?».
No obstante, tal postura egocéntrica degeneró rápidamente en la creencia de que nuestra búsqueda de significado puede ser satisfecha siguiendo nuestras sensaciones.
El relativismo es otra poderosa fuerza que mina la religión. Los relativistas, explica London, sostienen que cada persona hace su propia verdad según los dictados de su conciencia. En consecuencia, la moralidad es circunstancial.
Conciencia
Austin Dacey critica con dureza esta privatización de la conciencia y de la fe en su libro «The Secular Conscience: Why Belief Belongs in Public Life» (La Conciencia lacia: Por qué la Fe forma parte de la Vida Pública) (Prometheus Books). Resulta interesante que Dacey, como London, cite a Benedicto XVI en las primeras páginas de su libro.
Dacey cita la homilía pronunciada por entonces cardenal Joseph Ratzinger al colegio de cardenales el 18 de abril de 2005, poco antes de comenzar el cónclave en el que sería elegido Papa. La homilía advertía en contra de los peligros del relativismo de la cultura contemporánea.
El relativismo que plantea hoy tal peligro, explicaba el cardenal Ratzinger, surgió debido al secularismo y a la descristianización de la sociedad. Dacey comenta que en aquel momento muchos de los principales intelectuales laicos de Europa estuvieron de acuerdo con los puntos planteados por el cardenal Ratzinger.
Observadores de todo el espectro político, observa Dacey, también están de acuerdo en que el ascenso del relativismo ha traído consigo un aumento dramático del crimen y de la disfunción social.
Dacey no es un apologista de la religión. De hecho, lo que él defiende es una vuelta al liberalismo laico, pero no en la forma que ha adoptado en los últimos tiempos. Según él, el liberalismo laico se salió de cauce al insistir tanto en la idea de que la religión, la ética y los valores son sólo materias privadas.
Esto ha ocurrido porque el laicismo comparó la conciencia privada con los conceptos de lo personal y de lo subjetivo, colocándolos así fuera de los límites de un examen serio. Si la conciencia está más allá de cualquier crítica no se la puede someter a un escrutinio público.
Esta versión contemporánea del liberalismo no está de acuerdo con la tradición liberal laica que se formó en los siglos XVII y XVIII. Dicha tradición, según Dacey, mantenía un fundamento moral de la sociedad que podría trascender las diferencias religiosas y que concebía también los derechos naturales como evidentes para el sentido moral universal.
El primer capítulo del libro de Dacey está dedicado a un recorrido histórico de cómo el liberalismo se desarrolló para abrazar la privatización total de la conciencia y de la religión. Una de las consecuencias de esta visión distorsionada del liberalismo ha sido la serie de decisiones del Tribunal Supremo de Estados Unidos que permitieron el aborto bajo la justificación de un derecho privado.
La religión es un asunto privado en el sentido de que el estado no debe ponerse bajo el control clerical o usar ninguna religión, observa Dacey. Pero sería mejor concebir esto como que la religión es un asunto no gubernamental, más que buscar hacer de la religión un asunto meramente privado que no tiene relevancia pública.
Vocación
Benedicto XVI ha tratado con frecuencia el tema de la religión y la vida pública. En su discurso el 15 de noviembre a los participantes en la asamblea plenaria del Pontificio Consejo para los Laicos, afirmó que los fieles laicos tienen una vocación y misión en su vida social.
«Todos los ambientes, las circunstancias y las actividades en los que se espera que resplandezca la unidad entre la fe y la vida están encomendados a la responsabilidad de los fieles laicos, movidos por el deseo de comunicar el don del encuentro con Cristo y la certeza de la dignidad de la persona humana», declaraba el Pontífice.
En su discurso del 27 de octubre a la nueva embajadora de Filipinas ante la Santa Sede, el Papa explicaba, «La Santa Sede busca implicar al mundo en el diálogo para promover los valores universales que dimanan de la dignidad humana y para que la humanidad avance en el camino de la comunión con Dios y con el otro».
La Iglesia, continuaba, reconoce la autonomía respectiva tanto de la Iglesia como del Estado: «Podemos decir con razón que la distinción entre religión y política es un logro específico del cristianismo, y una de sus aportaciones históricas y culturales fundamentales».
Esta distinción, no obstante, no significa oposición, añadía. De hecho, el Santo Padre sostenía que el estado y la religión deberían apoyarse mutuamente, «puesto que juntos sirven al bienestar personal y social de todos».
«Cultivando un espíritu de honestidad e imparcialidad, y teniendo la justicia como meta, los líderes civiles y eclesiales se ganan la confianza de las personas y fomentan un sentido de responsabilidad compartida de todos los ciudadanos para promover una civilización del amor», explicaba.
Muchos han reflexionado sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, observaba Benedicto XVI en un discurso en el Palacio del Elíseo el 12 de septiembre en su encuentro con las autoridades de Francia.
Es fundamental, afirmó, insistir en la distinción entre política y religión. Es igualmente importante «adquirir una más clara conciencia de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad»
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Un vistazo al mundo que nos rodea no deja dudas de que la tarea de formar las conciencias es algo que produce desánimo. Se trata, sin embargo, de una tarea cada vez más urgente y en la que la religión un papel vital que desempeñar.
Por el padre John Flynn, L. C., traducción de Justo Amado