Predicador del Papa: la experiencia de la fe, un acto audaz (III)

Primera predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 10 de diciembre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la tercera parte de la primera predicación de Adviento a la Curia Romana que, en presencia de Benedicto XVI, ha pronunciado el padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia.

En el corazón del Año Paulino, el padre Cantalamessa ha propuesto una reflexión sobre el papel que ocupa Cristo en el pensamiento y en la vida del apóstol de las gentes, para renovar el esfuerzo por poner a Cristo en el centro de la teología de la Iglesia y de la vida espiritual de los creyentes.

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Una experiencia vivida

En el documento de acuerdo entre la Iglesia católica y la Federación mundial de las Iglesias luteranas, presentado solemnemente en la Basílica de san Pedro por Juan Pablo II y el arzobispo de Uppsala en 1999, hay una recomendación final que me parece de una importancia vital. Dice sustancialmente esto: ha llegado el momento de hacer de esta gran verdad una experiencia vivida por los creyentes, y no más un objeto de disputas teológicas entre sabios, como ha sucedido en el pasado.

La celebración del año paulino nos ofrece una ocasión propicia para hacer esta experiencia. Ella puede dar un espaldarazo a nuestra vida espiritual, un descanso y una libertad nuevas. Charles Péguy contaba, en tercera persona, la historia del mayor acto de fe de su vida. Un hombre, dice (y se sabe que este hombre era él mismo) tenía tres hijos y un mal día cayeron enfermos, los tres juntos. Entonces había hecho un acto de audacia. Al pensar en ello se admiraba también un poco y hay que decir que había sido verdaderamente un acto arriesgado. Como se cogen tres niños del suelo y se ponen juntos, casi jugando, en los brazos de su madre o de su niñera que se ríe y grita, diciendo que son demasiados y no tendrá fuerzas para llevarlos, así él, audaz como un hombre, había cogido -se entiende, con la oración- a sus tres niños enfermos y tranquilamente los había puesto en los brazos de Aquella que lleva todos los dolores del mundo: «Mira -decía- te los doy, me giro y me voy para que no me los devuelvas. Ya no los quiero, fíjate bien. Debes encargarte tú de ellos». (Sin metáforas, había ido de peregrinación a pie desde París a Chartres para confiar a la Virgen a sus tres niños enfermos). Desde aquel día todo fue bien, porque era la Santa Virgen la que se ocupaba de ellos. Es curioso que no todos los cristianos hagan esto. Es muy simple, pero nunca se piensa en lo simple.

La historia nos sirve en este momento para ilustrar la idea de un acto de audacia, porque se trata de algo parecido. La clave de todo, se decía, es la fe. Pero hay diversos tipos de fe: está la fe-asentimiento del intelecto, la fe-confianza, la fe-estabilidad, como la llama Isaías (7, 9): ¿de qué fe se trata, cuando se habla de la justificación «mediante la fe»? Se trata de una fe totalmente esecial: la fe-apropiación.

Escuchemos, sobre este punto, a san Bernardo: «Yo -dice. Lo que no puedo obtener por mí mismo, me lo apropio (¡usurpo!) con confianza del costado atravesado del Señor, porque está lleno de misericordia. Mi mérito, por eso, es la misericordia de Dios. No me faltan méritos, mientras él sea rico en misericordia. Que si las misericordias del Señor son muchas (Sal 119, 156), yo también abundaré en méritos. ¿Y que decir de mi justicia? Oh, Señor, recordaré solamente tu justicia. De hecho ella es también mía, porque tú eres para mí justicia de parte de Dios». Está escrito también que «Cristo Jesús… se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención (l Cor l, 30). ¡Para nosotros, no para sí mismo!

San Cirilo de Jerusalén expresaba, con otras palabras, la misma idea del acto de audacia de la fe: «¡Oh bondad extraordinaria de Dios hacia los hombres! Los justos del Antiguo Testamento agradaron a Dios en las fatigas de largos años; pero lo que ellos llegaron a obtener, tras un largo y heroico servicio agradable a Dios, Jesús te lo da en el breve espacio de una hora. De hecho, su tu crees que Jesucristo es el Señor y que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás y serás introducido en el paraíso por el mismo que introdujo al buen ladrón».

Imagina, escribe el Cabasilas desarrollando una imagen de san Juan Crisóstomo, que haya tenido lugar en el estadio una lucha épica. Un valiente ha afrontado a un cruel tirano y, con gran fatiga y sufrimiento, lo ha vencido. Tu no has combatido, no te has agotado ni sufrido heridas. Pero si admiras al valiente, si te alegras con él en su victoria, si le tejes coronas, provocas y agitas por él a la asamblea, si te inclinas con alegría ante el triunfador, le besas la cabeza y le das la mano, en resumen, si tanto lo aclamas que consideras tuya su victoria, yo te digo que tendrás ciertamente parte en el premio del vencedor.

Pero hay más: supón que el vencedor no tenga necesidad alguna para sí mismo de premio que ha conquistado, sino que desea, más que ninguna cosa, ver honrado a su autor, y considera como premio de su combate la coronación del amigo, en tal caso, ¿ese hombre no obtendrá la corona, aunque no se haya agotado ni haya sido herido? ¡Ciertamente la obtendrá! Y bien, así sucede entre Cristo y nosotros. Aún no habiendo trabajado y luchado -aun no teniendo mérito alguno-, con todo, por medio de la fe nosotros aclamamos a la lucha de Cristo, admiramos su victoria, honramos su trofeo que es la cruz, y mostramos por el valiente un amor vehemente e inefable; hacemos nuestras sus heridas y su muerte. Y así se obtiene la salvación.

La liturgia de Navidad nos hablará del «santo intercambio», del sacrum commercium entre nosotros y Dios realizado en Cristo. La ley de todo intercambio se expresa en la fórmula: lo que es mío es tuyo y lo que es tuyo es mío. De ahí deriva que lo que es mío, es decir el pecado, la debilidad, pasa a ser de Cristo; y lo que es de Cristo, es decir la santidad, pasa a ser mío. Ya que nosotros pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos (cf.1 Cor 6, 19-20), se sigue, escribe el Cabasilas, que a la inversa, la santidad de Cristo nos pertenece más que nuestra propia santidad. Y esto es remontar en la vida espiritual. Su descubrimiento no se hace, habitualmente, al principio, sino al final del propio itinerario espiritual, cuando se han experimentado los demás caminos y se ha visto que no llevan muy lejos.

En la Iglesia católica tenemos un medio privilegiado para tener experiencia concreta y cotidiana de este sagrado intercambio y de la justificación por la gracia, mediante la fe;: los sacramentos. Cada vez que yo me acerco al sacramento de la reconciliación tengo experiencia de ser justificado por gracia, ex opere operato, como decimos en teología. Subo al templo, digo a Dios: «Oh Dios, ten piedad de mí que soy un pecador» y, como el publicano, vuelvo a casa «justificado» (Lc 18,14), perdonado, con el alma resplandeciente, como en el momento en que salí de la fuente bautismal.

Que san Pablo, en este año dedicado a él, nos obtenga la gracia de hacer como es este acto de audacia de la fe.

[Traducción del italiano por Inma Álvarez]

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ZENIT Staff

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