Segunda predicación de Adviento del Predicador del Papa

A Benedicto XVI y a la Curia Romana

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 12 diciembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la segunda predicación de Adviento a la Curia Romana que, en presencia de Benedicto XVI, ha pronunciado el padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, en la capilla «Redemptoris Mater» del palacio apostólico del Vaticano.

 

Segunda predicación de Adviento

«Llamados por Dios a la comunión con su Hijo Jesucristo»

Para permanecer fieles al método de la ‘lectio divina’, tan recomendada por el reciente Sínodo de los obispos, escuchemos las palabras de san Pablo sobre las que reflexionaremos en esta meditación:

«Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos. No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (Filipenses 3, 7-12).

1. «Para que pueda conocerlo a Él…»

La semana pasada meditamos sobre la conversión de Pablo como una metanoia, un cambio de mente, en el modo de concebir la salvación. Pablo sin embargo no se convirtió a una doctrina, aunque fuera una doctrina de justificación mediante la fe; ¡Se convirtió a una persona! Antes que un cambio de pensamiento, el suyo fue un cambio de corazón, el encuentro con una persona viva. Se usa a menudo la expresión «flechazo» para denominar un amor a primera vista que elimina todo obstáculo; en ningún caso esta metáfora es tan apropiada como en san Pablo.

Veamos cómo este cambio de corazón asoma en el texto apenas escuchado. Habla del «bien supremo» (hyperechon) de conocer a Cristo y se sabe que, en este caso, como en toda la Biblia, conocer no indica un descubrimiento sólo intelectual, un hacerse una idea de algo, sino un lazo vital íntimo, un entrar en relación con el objeto conocido. Lo mismo vale en el caso de la expresión «…para conocerle a él, el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos». «conocer la participación en sus sufrimientos» no significa, evidentemente, tener una idea de los mismos, sino experimentarlos.

Por casualidad leí este pasaje en un momento especial de mi vida en el que me encontraba también yo ante una elección. Me había ocupado de Cristología, había escrito y leído mucho sobre este argumento, pero cuando leí «para conocerle a él», comprendí de golpe que aquel simple pronombre personal «él» (autòn) contenía más verdades sobre Jesucristo que todos los libros escritos o leídos sobre Él. Comprendí que, para el apóstol, Cristo no era un conjunto de doctrinas, de herejías, de dogmas: era una persona viva, presente y realísima que se podía designar con un simple pronombre, como se hace, cuando se habla de alguien que está presente, señalándolo con el dedo.

El efecto del enamoramiento es doble. Por una parte, pone en obra una drástica reducción del interés en uno, una concentración sobre la persona amada que hace pasar a un segundo plano todo el resto del mundo; por otra, hace capaces de sufrir cualquier cosa por la persona amada, aceptar la pérdida de todo. Vemos ambos efectos realizados a la perfección en el momento en el que el Apóstol descubre a Cristo: por él, dice, «perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo».

Ha aceptado la pérdida de sus privilegios de «judío entre los judíos», la estima y la amistad de sus maestros y connacionales, el odio y la conmiseración de quienes no comprendían cómo un hombre como él hubiera podido dejarse seducir por una secta de fanáticos sin arte ni parte. La segunda Carta a los Corintios incluye la enumeración impresionante de todo lo sufrido por Cristo (cf. 2 Cor 11, 24-28).

El Apóstol encontró él mismo la única palabra que encierra todo: «conquistado por Cristo». Se podría traducir también ‘aferrado’, ‘fascinado’, o con una expresión de Jeremías, «seducido» por Cristo. Los enamorados no se cortan; lo han hecho tantos místicos en el colmo de su ardor. No tengo dificultad, por tanto, para imaginar a un Pablo que, en un ímpetu de alegría, tras su conversión, grita él solo a los árboles o, a la orilla del mar, lo que más tarde escribirá a los filipenses: «¡He sido conquistado por Cristo! ¡He sido conquistado por Cristo!».

Conocemos bien las frases lapidarias y llenas de significado del Apóstol que a cada uno le gustaría poder repetir en la propia vida: «Para mí vivir es Cristo» (Fil 1,21), y «No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).

2. «En Cristo»

Ahora, siendo fiel a lo anunciado en el programa de estas predicaciones, querría destacar lo que, sobre este punto, el pensamiento de Pablo puede significar, primero para la teología de hoy y luego para la vida espiritual de los creyentes. 

La experiencia personal llevó a Pablo a una visión global de la vida cristiana que él denomina «en Cristo» (en Christō). La fórmula se repite 83 veces en el corpus paulino, sin contar la expresión afín «con Cristo» (syn Christō) y las expresiones pronominales equivalentes «en él» o «en aquel que».

Es casi imposible traducir con palabras el rico contenido de estas frases. La preposición «en» tiene un significado unas veces local, otras temporal (en el momento en el que Cristo muere y resucita), otras instrumental (por medio de Cristo). Describe la atmósfera espiritual en la que el cristiano vive y actúa. Pablo aplica a Cristo lo que, en el discurso al Areópago de Atenas, dice de Dios, citando a un autor pagano: «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hechos 17, 28). Más tarde, el evangelista Juan expresará la misma visión con la imagen del «permanecer en Cristo» (Juan 15, 4-7). 

A estas expresiones recurren aquellos que hablan de mística paulina. Frases como «Dios ha reconciliado en sí el mundo en Cristo» (2 Cor 5,19) son totalizadoras, no dejan fuera de Cristo nada ni a nadie. Decir que los creyentes están «llamados a ser santos» (Romanos 1,7) equivale para el Apóstol a decir que están «llamados por Dios a la comunión con su Hijo Jesucristo» (1 Cor 1,9).

Justamente, también en el mundo protestante, hoy se empieza a considerar la visión sintetizada, en la expresión «en Cristo» o «en el Espíritu», como más central y representativa del pensamiento de Pablo que la misma doctrina de la justificación mediante la fe.

El año paulino podría revelarse la ocasión providencial para cerrar todo un periodo de discusiones y enfrentamientos ligados más al pasado que al presente, y abrir un nuevo capítulo en el uso del pensamiento del Apóstol. Volver a usar sus cartas, y en primer lugar la Carta a los Romanos, para el fin para el que fueron escritas que no era, ciertamente, el de proporcionar a las generaciones futuras una palestra en la que ejercitar su agudeza teológica, sino el de edificar la fe de la comunidad, formada en su mayoría por gente sencilla e iletrada. «Ansío veros –les dice a los romanos–, a fin de comunicaros algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, para sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la común fe: la vuestra y la mía» (Rom 1, 11-12).

3. Más allá de la Reforma y la Contrarreforma

Es tiempo, creo, de ir más allá de la Reforma y más allá de la Contrarreforma. Lo que está
en juego, a principios del tercer milenio, no es ya lo mismo del inicio del segundo milenio, cuando se produjo la separación entre oriente y occidente, y ni siquiera de la mitad del milenio, cuando se produjo, dentro de la cristiandad occidental, la separación entre católicos y protestantes.

Por dar un solo ejemplo, el problema no es ya el de Lutero de cómo liberar al hombre del sentimiento de culpa que lo oprime, sino cómo devolver al hombre el verdadero sentido del pecado que ha perdido totalmente. ¿Qué sentido tiene seguir discutiendo sobre «cómo se da la justificación del impío», cuando el hombre está convencido de que no necesita ninguna justificación y declara con orgullo: «Yo mismo hoy me acuso y sólo yo puedo absolverme, yo el hombre?» [1].

Yo creo que todas las discusiones de siglos entre católicos y protestantes, en torno a la fe y a las obras, han acabado por hacernos perder de vista el punto principal del mensaje paulino, desplazando a menudo la atención de Cristo a las doctrinas sobre Cristo, en práctica, de Cristo a los hombres. Lo que al Apóstol urge sobre todo a afirmar en Romanos 3 no es que estamos justificados por la fe, sino que estamos justificados por la fe en Cristo; no es tanto que estamos justificados por la gracia,  cuanto que estamos justificados por la gracia de Cristo. El acento es sobre Cristo, más todavía que sobre la fe y sobre la gracia.

Tras haber presentado en los capítulos precedentes de la Carta a la humanidad en su universal estado de pecado y perdición, el Apóstol tiene el increíble valor de proclamar que esta situación ahora ha cambiado radicalmente «en virtud de la redención realizada por Cristo», «por la obediencia de un solo hombre» (Rom 3, 24; 5, 19).  La afirmación de que esta salvación se recibe por fe, y no por las obras, es importantísima, pero viene en segundo lugar, no en primero. Se ha cometido el error de reducir a un problema de escuelas, dentro del cristianismo, lo que era para el Apóstol una afirmación de alcance más amplio, cósmico, universal.

Este mensaje del Apóstol sobre la centralidad de Cristo es de gran actualidad. Muchos factores llevan en efecto a poner entre paréntesis hoy su persona. Cristo no se cuestiona hoy en ninguno de los tres diálogos más vivaces en curso entre la Iglesia y el mundo. Ni en el diálogo entre fe y filosofía, porque la filosofía se ocupa de conceptos metafísicos, no de realidades históricas como la persona de Jesús de Nazaret; ni en el diálogo con la ciencia, con la cual se puede únicamente discutir de la existencia o no de un Dios creador, de un proyecto por debajo de la evolución; ni, en fin, en el diálogo interreligioso, que se ocupa de aquello que las religiones pueden hacer juntas, en el nombre de Dios, por el bien de la humanidad.

Pocos, incluso entre los creyentes, cuando se les pregunta en qué creen, responderían: creo que Cristo murió por mis pecados y resucitó para mi justificación. La mayoría respondería: creo en la existencia de Dios, en una vida después de la muerte. Y sin embargo para Pablo, como para todo el Nuevo Testamento, la fe que salva es sólo aquella en la muerte y resurrección de Cristo: «Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10, 9).

El mes pasado, tuvo lugar aquí en el Vaticano, en la Casina Pío IV, un simposio promovido por la Academia Pontificia de las Ciencias, con el título «Puntos de vista científicos en torno a la evolución del universo y de la vida», en el que participaron los máximos científicos de todo el mundo. Quise entrevistar, para el programa que dirijo cada sábado por la tarde en TV sobre el evangelio, a uno de los participantes, el profesor Francis Collins, director del grupo de investigación que llevó en el año 2000 al completo desciframiento del genoma humano. Sabiendo que era creyente, le hice, entre otras, la pregunta: «¿Usted creyó primero en Dios o en Jesucristo?».

Respondió: «Hasta cuando tenía más o menos 25 años era ateo, no tenía una preparación religiosa, era un científico que reducía casi todo a ecuaciones y leyes de física. Pero, como médico, empecé a ver a la gente que debía afrontar el problema de la vida y de la muerte, y esto me hizo pensar que mi ateísmo no era una idea arraigada. Empecé a leer textos sobre las argumentaciones racionales de la fe, que no conocía. Primero, llegué a la convicción de que el ateísmo era una alternativa menos aceptable. Poco a poco, llegué a la conclusión de que debe existir un Dios que ha creado todo esto pero no sabía cómo era este Dios».

Es instructivo leer, en su libro «El lenguaje de Dios», cómo superó este impasse: «Me resultaba difícil echar un puente hacia este Dios. Cuanto más aprendía a conocerlo, más su pureza y santidad me parecían inaccesibles. En esta amarga conciencia, llegó la persona de Jesucristo. Había pasado más de un año desde que decidí creer en alguna especie de Dios, y ahora había llegado la rendición de cuentas. En una hermosa mañana de otoño, mientras por primera vez, paseando por las montañas, me dirigía al oeste del Mississippi, la majestad y la belleza de la creación vencieron mi resistencia. Comprendí que la búsqueda había llegado a su fin. A la mañana siguiente, a la salida del sol, me arrodillé sobre la hierba húmeda y me rendí a Jesucristo» [2].

Uno piensa en la palabra de Cristo: «Nadie va al Padre si no es por medio de mí». Sólo en Él, Dios se hace accesible y creíble. Gracias a esta fe reencontrada, el momento del descubrimiento del genoma humano fue, al mismo tiempo, dice él, una experiencia de exaltación científica y de adoración religiosa.

La conversión de este científico demuestra que el evento de Damasco se renueva en la historia; Cristo es el mismo hoy y entonces. No es fácil para un científico, especialmente para un biólogo, declararse hoy públicamente creyente, como no lo fue para Saulo: se corre el riesgo de ser inmediatamente «expulsados de la sinagoga». Y, de hecho, es lo que sucedió al profesor Collins, que por su profesión de fe tuvo que sufrir los dardos de muchos laicistas.

4.  De la presencia de Dios a la presencia de Cristo

Me queda por decir algo sobre otro punto: qué tiene que decir el ejemplo de Pablo para la vida espiritual de los creyentes. Uno de los temas más tratados en la espiritualidad católica es el del pensamiento de la presencia de Dios [3]. Son incontables los tratados sobre este argumento desde el siglo XVI hasta hoy. En uno de ellos se lee: «El buen cristiano debe habituarse a este santo ejercicio en todo tiempo y en todo lugar. Al despertar, dirija enseguida la mirada del alma a Dios, hable y converse con Él como su amado Padre. Cuando camina por las calles, tenga los ojos del cuerpo bajos y modestos, elevando los del alma a Dios» [4].

Se distingue «el pensamiento de la presencia de Dios» del «sentimiento de su presencia»: el primero depende de nosotros, el segundo es en cambio don de gracia que depende de nosotros. (Para san Gregorio Niceno «el sentimiento de la presencia» de Dios, la ‘aisthesis parousia’, es casi sinónimo de experiencia mística)

Es una visión rígidamente teocéntrica que, en algunos autores, llega incluso al consejo de «dejar a un lado la santa humanidad de Cristo». Santa Teresa de Jesús reaccionará enérgicamente contra esta idea que reaparece periódicamente, desde Orígenes en adelante, en el cristianismo tanto oriental como occidental. Pero la espiritualidad de la presencia de Dios, también después de la Santa, seguirá siendo rígidamente teocéntrica, con todos los problemas y las aporías que derivan de ella, puestas de relieve por los mismos autores que tratan de ellas [5].

En este sentido, el pensamiento de san Pablo nos puede ayudar a superar la dificultad que ha llevado al declive de la espiritualidad de la presencia de Dios. Él habla siempre de una presencia de Dios «en Cristo».
Una presencia irreversible e insuperable. No hay un estadio de la vida espiritual en el que se pueda prescindir de Cristo, o ir «más allá de Cristo». La vida cristiana es una «vida oculta con Cristo en Dios.» (Colosenses 3,3). Este cristocentrismo paulino no atenúa el horizonte trinitario de la fe sino que lo exalta, porque para Pablo todo el movimiento parte del Padre y vuelve al Padre, por medio de Cristo en el Espíritu Santo. La expresión «en Cristo» es  intercambiable, en sus escritos, con la expresión «en el Espíritu».

La necesidad de superar la humanidad de Cristo, para acceder directamente al Logos eterno y a la divinidad, nacía de una escasa consideración de la resurrección de Cristo. Ésta era vista en su significado apologético, como prueba de la divinidad de Jesús, y no suficientemente en su significado mistérico, como inicio de su vida «según el Espíritu», gracias a la cual la humanidad de Cristo aparece ya en su condición espiritual y, por tanto, omnipresente y actual.

¿Qué se deriva de esto a nivel práctico? Que podemos hacer todo «en Cristo» y «con Cristo», ya sea que comamos, que durmamos, que hagamos cualquier otra cosa, dice el Apóstol (1 Corintios 10, 31). El Resucitado no está presente sólo porque pensemos en Él sino que está realmente junto a nosotros; no somos nosotros quienes debemos, con el pensamiento y la imaginación, trasladarnos a su vida terrena y representarnos los episodios de su vida (como se trata de hacer con la meditación de los «misterios de la vida de Cristo»); es Él, el Resucitado, el que viene hacia nosotros. No somos nosotros quienes, con la imaginación, tenemos que hacernos contemporáneos de Cristo; es Cristo el que se hace realmente nuestro contemporáneo. «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». (A propósito, ¿por qué no hacer inmediatamente un acto de fe? Él está aquí, en esta capilla, más presente que cualquiera de nosotros; busca la mirada de nuestro corazón y se alegra cuando la encuentra).

Un texto que refleja maravillosamente esta visión de la vida cristiana es la oración atribuida a san Patricio: «¡Cristo conmigo, Cristo ante mí, Cristo tras de mí, Cristo en mí! Cristo debajo de mí, Cristo sobre mí, Cristo a mi derecha, Cristo a mi izquierda!»[6].

¡Qué nuevo y más alto significado cobran las palabras de san Luis María Griñón de Montfort, si aplicamos al «Espíritu de Cristo» lo que él dice del «espíritu de María»:

«Debemos abandonarnos al Espíritu de Cristo para ser movidos y guiados según su querer. Debemos ponernos y permanecer entre sus manos como un instrumento en las manos de un obrero, como un laúd entre las manos de un hábil instrumentista. Debemos perdernos y abandonarnos en él como piedra que se lanza al mar. Es posible hacer todo esto simplemente y en un instante, con una sola ojeada interior o un leve movimiento de la voluntad, o incluso con alguna breve palabra» [7].

5. Olvido del pasado

Concluyamos volviendo al texto de Filipenses 3. San Pablo acaba sus «confesiones» con una declaración:

» Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús» (Filipenses 3, 13-14).

«Olvido lo que dejé atrás». ¿Qué pasado? ¿El de fariseo del que habló antes? ¡No, el pasado de apóstol en la Iglesia! Ahora la ganancia a considerar pérdida es otra: es justo el haber ya de una vez considerado todo pérdida por Cristo. Era natural pensar: «¡Que valor tiene Pablo: abandonar una carrera de rabino tan bien iniciada por una oscura secta de galileos! ¡Y qué cartas escribió! ¡Cuántos viajes emprendió, cuántas iglesias fundó!».

El Apóstol intuye el peligro mortal de introducir entre sí y Cristo una «justicia propia», derivada de las obras –esta vez, las obras realizadas por causa de Cristo–, y reacciona enérgicamente. «No considero –dice– haber llegado a la perfección». San Francisco de Asís, hacia el final de su vida, cortaba por lo sano toda tentación de autocomplacencia, diciendo: «Empecemos, hermanos, a servir al Señor, porque hasta ahora hemos hecho poco o nada» [8].

Esta es la conversión más necesaria para quienes ya han seguido a Cristo y han vivido a su servicio en la Iglesia. Una conversión sumamente especial, que no consiste en abandonar el mal, sino, en cierto sentido, ¡en abandonar el bien! Es decir en tomar distancia de todo lo que se ha hecho, repitiéndose a sí mismos, según la sugerencia de Cristo: «Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lucas 17,10).

Este vaciarnos las manos y los bolsillos de toda pretensión, en espíritu de pobreza y humildad, es el modo mejor para prepararnos a la Navidad. Nos lo recuerda un simpático cuento navideño que me complace citar de nuevo. Narra que, entre los pastores que corrieron la noche de Navidad a adorar al Niño había uno tan pobrecillo que no tenía nada que ofrecer y se avergonzaba mucho. Llegados a la gruta, todos competían en ofrecer sus dones. María no sabía cómo hacer para recibirlos todos, teniendo en los brazos al Niño. Entonces, viendo al pastorcillo con las manos libres, cogió a Jesús y se lo confió. Tener las manos vacías fue su fortuna y, a otro nivel, será también la nuestra.

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[1] J.-P. Sartre, Il diavolo e il buon dio, X,4 (Parigi, Gallimard 1951, p. 267.).

[2] F. Collins, The Language of God. A Scientist Presents Evidence for Belief, pp. 219-255.

[3] Cf.  M. Dupuis, Présence de Dieu, in D Spir. 12, coll. 2107-2136.

[4] F. Arias (+1605), cit. da Dupuis, col. 2111.

[5] Dupuis, cit., col 2121:  «Se l’onnipresenza di Dio non si distingue dalla sua essenza, l’esercizio della presenza di Dio non aggiunge al tradizionale tema del ricordo di Dio, se non un sforzo immaginativo».

[6] «Christ with me, Christ before me, Christ behind me, Christ below me, Christ above me, Christ at my right, Christ at my left».

[7] Cf. S. L. Grignon de Montfort, Trattato della vera devozione a Maria, nr. 257.259 (in Oeuvres complètes, Parigi 1966, pp. 660.661).

[8] Celano, Vita prima, 103 (Fonti Francescane, n. 500).

[Traducción del original italiano por Nieves San Martín]

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ZENIT Staff

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