Tercera predicación de Adviento del Predicador del Papa

A Benedicto XVI y a la Curia Romana

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 19 de diciembre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la tercera predicación de Adviento a la Curia Romana que, en presencia de Benedicto XVI, ha pronunciado el padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, en la capilla «Redemptoris Mater» del palacio apostólico del Vaticano.

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Tercera predicación de Adviento

«Cuando llegó la plenitud de los tiempos Dios

envió a su Hijo nacido de una mujer»

 

1. Pablo y el dogma de la encarnación

Pongamos en primer lugar, también esta vez, el pasaje paulino sobre el que vamos a meditar:

«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Gal 4, 4-7).

Escucharemos a menudo este pasaje en el tiempo navideño, comenzando por las Primeras Vísperas de la solemnidad de Navidad. Digamos ante todo algo sobre las implicaciones teológicas de este texto. Es el pasaje que más se acerca, en el corpus paulino, a la idea de preexistencia y de encarnación. La idea de «envío» («Dios mandó, exapesteilen, a su Hijo») se pone en paralelo con el envío del Espíritu del que se habla dos versículos después y recuerda lo que en el Antiguo Testamento se dice del envío de la Sabiduría y del santo Espíritu sobre el mundo por parte de Dios (Sab 9, 10.17). Estos acercamientos indican que no se trata de un envío «desde la tierra», como en el caso de los profetas, sino «desde el cielo».

La idea de la preexistencia del Cristo está implícita en los textos paulinos en los que se habla de una función de Cristo en la creación del mundo (1 Cor 8,6; Col 1, 15-16) y cuando Pablo dice que la roca que seguía al pueblo en el desierto era Cristo (1 Cor 10,4). La idea de la encarnación, a su vez, es subyacente en el himno cristológico de Filipenses, 2: «El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo».

A pesar de esto, hay que admitir que preexistencia y encarnación en Pablo son verdades en gestación, que aún no han llegado a su formulación plena. El motivo es que el centro de interés y el punto de partida de todo es para él el misterio pascual, es decir, lo realizado, más que la persona del Salvador. Lo contrario de Juan, para quien el punto de partida y el epicentro de la atención es precisamente la preexistencia y la encarnación.

Se trata de dos «vías» o recorridos distintos, en el descubrimiento de quién es Jesucristo: uno, el de Pablo, parte de la humanidad para llegar a la divinidad, de la carne para llegar al Espíritu, de la historia de Cristo, para llegar a la preexistencia de Cristo; el otro, el de Juan, sigue el camino inverso: parte de la divinidad del Verbo para llegar a su existencia en el tiempo; una pone como bisagra entre las dos fases la resurrección de Cristo, y la otra ve el paso de un estado al otro en la encarnación.

Apenas se pasa a la época sucesiva, ambas vías tienden a consolidarse dando lugar a dos modelos o arquetipos y finalmente a dos escuelas cristológicas: la escuela de Antioquía que se refiere preferentemente a Pablo, y la escuela de Alejandría, que se refiere con preferencia a Juan. Ninguno de los seguidores de una u otra vía tiene conciencia de elegir entre Pablo y Juan; ambos están seguros de tenerlos de su parte. Esto es cierto, pero es un hecho que las dos influencias persisten visibles y distinguibles como dos ríos que, aun confluyendo juntos, siguen distinguiéndose por el color distinto de sus aguas respectivas.

Esta diferenciación se refleja por ejemplo en la forma diversa con que se interpreta, en las dos escuelas, la kenosis de Cristo de Filipenses 2. Hasta el siglo II-III se delinean, en este texto, dos lecturas diversas que se vuelven a encontrar también en la exégesis moderna. Según la escuela de Alejandría, el sujeto inicial del himno es el Hijo de Dios preexistente en la forma de Dios. La kenosis por eso, en este caso, consistiría en la encarnación, en el hacerse hombre. Según la interpretación dominante en la escuela de Antioquía, el sujeto único del himno desde el principio hasta el final es el Cristo histórico, Jesús de Nazaret. En este caso la kenosis consistiría en el abajamiento inherente a su hacerse siervo, en someterse a la pasión y a la muerte.

La diferencia entre ambas escuelas no es tanto que algunos sigan a Pablo y otros a Juan, sino que algunos interpretan a Juan a la luz de Pablo y otros interpretan a Pablo a la luz de Juan. La diferencia está en el esquema, o en la perspectiva de fondo, que se adopta para ilustrar el misterio de Cristo. En la confrontación entre ambas escuelas podemos decir que se han formado las líneas maestras del dogma y de la teología de la Iglesia, que han permanecido activas hasta ahora.

2. Nacido de mujer

El relativo silencio sobre la encarnación comporta, en Pablo, un silencio casi total sobre María, la Madre del Verbo encarnado. El inciso «nacido de una mujer» (factum sub muliere) de nuestro texto es la alusión más explícita que se tiene de María en el corpus paulino. Esta es el equivalente de la otra expresión: «nacido del linaje de David según la carne», «factum ex semine David secundum carnem» (Rom 1,3).

Aún escueta,, sin embargo, esta afirmación de Pablo es importantísima. Esta fue uno de los puntos clave en la lucha contra el docetismo gnóstico, desde el siglo II en adelante. Dice de hecho que Jesús no es una aparición celeste; gracias a su nacimiento de una mujer, él está inserto plenamente en la humanidad y en la historia, «del todo semejante a los hombres» (Fl 2, 7). «¿Por qué decimos que Cristo es hombre, escribe Tertuliano, sino porque nació de María, que es una criatura humana?». Pensándolo bien, «nacido de una mujer» es más adecuado para expresar la verdadera humanidad de Cristo que no el título «hijo del hombre». En sentido literal, Jesús no es hijo del hombre, no ha tenido por padre a un hombre, pero sí es realmente «hijo de la mujer».

El texto paulino estará también en el centro del debate sobre el título de Madre de Dios (theotokos) en las disputas cristológicas posteriores, lo que explica por qué la liturgia nos lo hace escuchar en la segunda lectura de la misa de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, el 1 de enero.

Hay que resaltar un dato. Si Pablo hubiera dicho: «nacido de María», se habría tratado sólo de un detalle biográfico; habiendo dicho «nacido de una mujer», ha dado a su afirmación un carácter universal e inmenso. Es la mujer misma, toda mujer, la que ha sido elevada en María a tan increíble altura. María es aquí la mujer por antonomasia.

3. «¿En qué me afecta a mí que Cristo haya nacido de María?»

Estamos meditando el texto paulino ante la inminente Navidad y en el espíritu de la lectio divina. Por ello, no podemos detenernos mucho en el dato exegético, sino que tras haber contemplado la verdad teológica contenida en el texto, debemos extraer de él enseñanzas para nuestra vida espiritual, iluminando el «para mí» de la palabra de Dios.

Una frase de Orígenes, retomada por san Agustín, san Bernardo, Lutero y otros, dice: «¿Qué me aprovecha a mí que Cristo haya nacido una vez de María en Belén, si no nace también por fe en mi alma?». La maternidad divina de María se realiza en dos planos: en un plano físico y en un plano espiritual. María es la Madre de Dios no sólo porque le ha llevado físicam
ente en el seno, sino también porque le ha concebido antes en el corazón, con la fe. No podemos, naturalmente, imitar a María en el primer sentido, engendrando de nuevo a Cristo, pero podemos imitarla en el segundo sentido, que es el de la fe. Jesús mismo comenzó esta aplicación a la Iglesia del título de «Madre de Cristo», cuando declaró: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8, 21; cf. Mc 3, 31 s; Mt 12, 49).

En la tradición, esta verdad ha conocido dos niveles de aplicación complementarios entre ellos, uno de tipo pastoral y el otro de tipo espiritual. En un caso, se ve realizada esta maternidad de la Iglesia en su conjunto en cuanto «sacramento universal de salvación»; en el otro, se realiza en cada persona o alma que cree.

Un escritor de la Edad Media, el Beato Isaac del monasterio de Stella, hizo una especie de síntesis de todos estos motivos. En una homilía famosa que leímos en la Liturgia de las Horas del pasado sábado, escribe: «María y la Iglesia son una madre y y varias madres; una virgen y muchas vírgenes. Ambas son madres y ambas vírgenes… por todo ello, en las Escrituras divinamente inspiradas, se entiende con razón como dicho en singular de la virgen madre María lo que en términos universales se dice de la virgen madre Iglesia, y se entiende como dicho de la virgen madre Iglesia en general lo que en especial se dice de la virgen madre María… también se considera con razón a cada alma fiel como esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda» (Discurso 51).

El Con­cilio Vaticano II se pone en la primera perspectiva cuando escribe: «La Iglesia… se convierte también en madre, ya que con la predicación y el bautismo genera en una vida nueva e inmortal a sus hijos, concebidos por obra del Espíritu santo y nacidos de Dios» (Lumen gentium 64).

Nos concentramos en la aplicación personal a cada alma: «Toda alma que cree, escribe san Ambrosio, concibe y engendra al Verbo de Dios… Si según la carne una sola es la Madre de Cristo, según la fe, todas las almas engendran a Cristo cuando acogen la Palabra de Dios» (Exposición del Evangelio según san Lucas, II, 26). Le hace eco otro padre de oriente: «Cristo nace siempre místicamente en el alma, tomando carne de aquellos que se salvan y haciendo del alma que lo engendra una madre virgen» (Máximo Confesor, Comentario al Padrenuestro).

Cómo uno se convierte concretamente en madre de Jesús, nos lo indica él mismo en el Evangelio: escuchando la Palabra y poniéndola en práctica(cf. Lc 8,21; Mc 3, 31 s.; Mt 12,49). Reconsideremos, para comprenderlo, cómo se convirtió María en madre: concibiendo a Jesús y pariéndolo. En la Escritura vemos subrayados estos dos momentos: «La Virgen concebirá y dará a luz un hijo», se lee en Isaías, y «Concebirás y darás a luz a un Hijo», dice el ángel a María.

Hay dos maternidades incompletas o dos tipos de interrupción de la maternidad. Una es antigua y conocida, el aborto. Éste sucede cuando se concibe una vida pero no se da a luz, porque en el entretanto, por causas naturales o por el pecado del hombre, el feto está muerto. Hasta hace poco tiempo, este aborto era el único caso que se conocía de maternidad incompleta. Hoy se conoce otro que consiste, al contrario, en parir un hijo sin haberlo concebido. Sucede en el caso de los hijos concebidos en probeta e insertados, en un segundo momento, en el seno de una mujer, y en el caso del útero prestado para hospedar, incluso pagando, vidas humanas concebidas en otro lugar. En este caso, lo que la mujer da a luz no viene de ella, no es concebido «antes en el corazón que en el cuerpo».

Por desgracia, también en el plano espiritual existen estas dos tristes posibilidades de maternidad incompleta. Concibe Jesús sin darlo a luz quien acoge la Palabra sin ponerla en práctica, quien sigue haciendo un aborto espiritual tras otro, formulando propósitos de conversión que son sistemáticamente olvidados y abandonados a mitad camino; quien se comporta ante la Palabra como el observador apresurado que mira su cara en el espejo y después se olvida en seguida de cómo era (cf. St 1, 23-24). En suma, quien tiene fe pero no tiene obras.

Da a luz en cambio a Cristo sin haberlo concebido quien hace tantas obras, incluso buenas, pero que no vienen del corazón, del amor a Dios y de la recta intención, sino de la costumbre, de la hipocresía, de la búsqueda de su propia gloria y de su propio interés, o sencillamente de la satisfacción que da el hacer. En suma, el que tiene obras pero no tiene fe.

San Francisco de Asís tiene una palabra que resume, en positivo, en qué consiste la verdadera maternidad de Cristo: «Somos madres de Cristo – dice – cuando lo llevamos en el corazón y en el cuerpo por medio del amor divino y de la pura y sincera conciencia; lo engendramos a través de las obras santas, que deben resplandecer ante los demás como ejemplo… Oh, qué santo y querido, agradable, humilde, pacífico, dulce, amable y deseable sobre toda otra cosa, tener un hermano y un hijo semejante, nuestro Señor Jesucristo» (Carta a los fieles, 1). Nosotros -quiere decir el santo- concebimos a Cristo cuando lo amamos con sincero corazón y con conciencia recta, y lo damos a luz cuando realizamos obras santas que lo manifiestan al mundo.

4. Las dos fiestas del Niño Jesús

San Buenaventura, discípulo e hijo del Pobrecito, recogió y desarrolló este pensamiento en un opúsculo titulado «Las cinco fiestas del Niño Jesús». En la introducción al libro, relata como un día, mientras estaba de retiro en el monte Verna, le vino a la mente lo que dicen los Santos Padres, o sea, que el alma devota de Dios, por gracia del Espíritu Santo y el poder del Altísimo, puede concebir espiritualmente al Verbo bendito y al Hijo Unigénito del Padre, parirlo, ponerle nombre, buscarlo y adorarlo con los Magos y finalmente presentarlo felizmente a Dios Padre en su templo.

De estos cinco momentos, o fiestas del Niño Jesús, que el alma debe revivir, nos interesan sobre todo las dos primeras: la concepción y el nacimiento. Para san Buenaventura, el alma concibe a Jesús cuando, descontenta con la vida que lleva, estimulada por inspiraciones santas e inflamada de ardor santo, cansada de sus viejas costumbres y defectos, es como fecundada espiritualmente por la gracia del Espíritu Santo y concibe el propósito de una vida nueva. ¿Ha tenido lugar la concepción de Cristo!

Una vez concebido, el bendito Hijo de Dios nace en el corazón, siempre que, tras haber hecho un sano discernimiento, pedido oportuno consejo, invocado la ayuda de Dios, el alma pone inmediatamente por obra su santo propósito, comenzando a realizar lo que desde hacía tiempo estaba madurando, pero que había dejado para más adelante por miedo a lo ser capaz de ello.

Pero es necesario insistir en una cosa: este propósito de vida debe traducirse, sin duda, en algo concreto, en un cambio, posiblemente también externo y visible, de nuestra vida y costumbres. Si el propósito no se pone en práctica, Jesús ha sido concebido pero no dado a luz. Es uno de tantos abortos espirituales. No se celebrará nunca la «segunda fiesta» del Niño Jesús que es la Navidad. Es uno de tantos casos que son una de las razones principales por las que tan pocos llegan a santos.

Si decides cambiar de estilo de vida y entrar a formar parte de esa categoría de pobres y humildes, que como María buscan solo encontrar gracia ante Dios, sin importarle agradar a otros hombres, entonces, escribe san Buenaventura, debes armarte de valor, porque te hará falta. Deberás afrontar dos tipos de tentación. Se te presentarán ante todo los hombres carnales de tu ambiente y te dirán: «Es demasiado duro lo que pretendes, no lo conseguirás, te faltarán las fuerzas, perderás la salud; estas cosas no se adecuan a tu estado, comprometes tu buen nombre y la dignidad de tu cargo»….

Superado este obstáculo, se presentarán otros con fa
ma de ser, o incluso que son de hecho, personas pías y religiosas, pero que no creen verdaderamente en el poder de Dios y de su Espíritu. Estas te dirán que, si empiezas a vivir de esta forma -dando tanto espacio a la oración, evitando tomar parte en distracciones y habladurías inútiles, haciendo obras de caridad-, serás considerado pronto un santo, un hombre devoto y espiritual, y dado que sabes perfectamente que no lo eres, acabarás engañando a la gente y siendo un hipócrita, atrayendo sobre tí la reprobación de Dios que escruta los corazones.

A todas estas tentaciones, es necesario responder con fe: «No es demasiado corta la mano del Señor para salvar» (Is 59, 1) y, casi enfadándonos con nosotros mismos, exclamar, como Agustín en la vigilia de su conversión: «Si estos y estas pueden ¿por que yo no? Si isti et istae, cur non ego? » (Confesiones)

5. María dijo «sí»

El ejemplo de la Madre de Dios nos sugiere qué hacer en concreto para imprimir a nuestra vida espiritual este nuevo empuje, para concebir y dar a luz verdaderamente en nosotros a Jesús esta Navidad. María dijo un «sí» decidido y pleno a Dios. Se insiste mucho en el Fiat de María, en María como «la Virgen del fiat«. Pero María no hablaba latín y por eso no dijo fiat, no dijo siquiera genoito, que es la palabra que encontramos, a este punto, en el texto griego de Lucas porque no hablaba griego.

Si es lícito remontarse, con pía reflexión, a la ipsissima vox, a la palabra misma que salió de la boca de María -o al menos a la palabra que estaba en la fuente judía usada por Lucas-, esta debió ser la palabra amén. Amén, palabra hebrea cuya raíz significa solidez, certeza – se usaba en la liturgia como respuesta de fe a la palabra de Dios. Cada vez que, al término de ciertos salmos, en la Vulgata se leía antes fiat, fiat , ahora en la nueva versión de los textos originales se lee: Amén, Amén. Lo mismo para la palabra griega: cada vez que en la Biblia de los Setenta se lee en esos mismos salmos génoito, génoito, el original griego lleva: Amén, amén.

Con el «amén» se reconoce lo que se ha dicho como palabra firme, estable, válida y vinculante. Su traducción exacta, como respuesta a la palabra de Dios, es: «Así sea, así sea». Indica fe y obediencia conjuntamente; reconoce que lo que Dios dice es cierto y se somete a ello. Es decir «sí» a Dios. En este sentido lo encontramos en la misma boca de Je´sus: «Si, amén, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (cf. Mt 11, 26). Él es el Amén personificado: «Así habla el Amén» (Ap 3, 14) y por medio de él, añade Pablo, todo amén pronunciado en la tierra sube a Dios (cf 2 Cor l, 20).

En casi todas las lenguas humanas la palabra que expresa el consenso es un monosílabo: «sí», «ja», «yes», «oui», «tag»… La palabra más corta del vocabulario, pero aquella con que tanto los novios como los consagrados deciden su vida para siempre. También en el rito de la profesión religiosa y de la ordenación sacerdotal hay un momento en que se pronuncia un «sí».

Hay un detalle en el Amén de María que es importante señalar. En las lenguas modernas usamos el modo indicativo para señalar que algo ha sucedido o sucederá, el modo condicional para indicar algo que podría suceder en ciertas condiciones, etc.; el griego tiene un modo particular que se llama optativo. Es un modo que se usa cuando se quiere expresar deseo o impaciencia de que algo suceda. El verbo usado por Lucas, genoito, está precisamente en este modo.

San Pablo dice que «Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9, 7) y María dijo a Dios su «sí» con alegría. Pidámosle que nos obtenga la gracia de decir a Dios un «sí» alegre y renovado, y así concebir y dar a luz también nosotros en esta Navidad a su Hijo Jesucristo.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]

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ZENIT Staff

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