CIUDAD DEL VATICANO, jueves 9 de abril de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía pronunciada este Jueves Santo por Benedicto XVI durante la Misa Crismal, que concelebró en la mañana con los cardenales, obispos y sacerdotes presentes en Roma, durante la cual los sacerdotes renuevan sus promesas sacerdotales.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
En el Cenáculo, la primera noche de su pasión, el Señor rezó por sus discípulos reunidos en torno a Él, pensando al mismo tiempo en la comunidad de los discípulos de todos los siglos, en «aquellos que creerán en mí mediante su palabra» (Jn 17, 20). En la oración por los discípulos de todos los tiempos Él nos vio también a nosotros y rezó por nosotros. Escuchemos qué pide para los Doce y para nosotros aquí reunidos: «Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos sean también santificados en la verdad» (17, 17ss). El Señor pide nuestra santificación, la santificación en la verdad. Y nos manda que continuemos su misma misión. Pero en esta oración hay una palabra que llama nuestra atención, nos parece poco comprensible. Jesús dice: «Por ellos me santifico a mí mismo». ¿Qué significa? ¿No es quizás Jesús por sí mismo el «Santo de Dios», como Pedro confesó en la hora decisiva en Cafarnaúm (cfr Juan 6, 69)? ¿Cómo puede entonces consagrar, es decir, santificarse a sí mismo?
Para comprender esto debemos ante todo aclarar qué quieren decir en la Biblia las palabras «santo» y «consagrar/santificar». «Santo» -con esta palabra se describe ante todo la naturaleza de Dios mismo, su forma de ser totalmente particular, divina, que sólo es propia de Él. Sólo Él es el verdadero y auténtico Santo en sentido original. Cualquier otra santidad deriva de Él, es participación en su modo de ser. Él es la luz purísima, la Verdad y el Bien sin mancha. Consagrar algo o a alguien significa por tanto dar esa cosa o persona en propiedad a Dios, quitarla del ámbito de lo que es nuestro e introducirla en su atmósfera, de modo que deje de pertenecer a nuestras cosas para ser totalmente de Dios. Consagración es por tanto un sacar del mundo y un entregar al Dios vivo. La cosa o persona ya no nos pertenece a nosotros, y ni siquiera a sí misma, sino que vive inmersa en Dios. A una privación de algo para entregarlo a Dios lo llamamos también sacrificio: esto ya no será de mi propiedad, sino propiedad de Él. En el Antiguo Testamento, la entrega de una persona a Dios, es decir, su «santificación», se identifica con la ordenación sacerdotal, y de esta forma, se define también en qué consiste el sacerdocio: es un cambio de propiedad, un ser quitado del mundo y entregado a Dios. Con esto son evidentes por tanto las dos direcciones que forman parte del proceso de la santificación/consagración. Es un salir de los contextos de la vida mundana – un «ser puestos aparte» por Dios. Pero precisamente por esto no es una segregación. Ser entregados a Dios significa más bien ser puestos en representación de otros. El sacerdote viene apartado de las conexiones mundanas y entregado a Dios, y precisamente así, a partir de Dios, está disponible para los demás, para todos. Cuando Jesús dice «yo me consagro», Él se hace al mismo tiempo sacerdote y víctima. Por tanto Bultmann tiene razón al traducir la afirmación «Yo me consagro» con «Yo me sacrifico». ¿Comprendemos ahora qué sucede, cuando Jesús dice: «yo me consagro por ellos»? Éste es el acto sacerdotal con que Jesús –el Hombre Jesús, que es una sola cosa con el Hijo de Dios– se entrega al Padre por nosotros. Es la expresión del hecho que Él es al mismo tiempo sacerdote y víctima. Me consagro –me sacrifico–: esta palabra abismal, que nos permite echar una mirada en la intimidad del corazón de Jesucristo, debería siempre ser objeto de nuestra reflexión. En ella está contenido todo el misterio de nuestra redención. Y allí está contenido también el origen del sacerdocio en la Iglesia.
Sólo ahora podemos comprender hasta el fondo la oración que el Señor presentó al Padre por los discípulos, por nosotros. «Conságralos en la verdad»: así se integran los apóstoles en el sacerdocio de Jesucristo, la institución de su sacerdocio nuevo para la comunidad de los fieles de todos los tiempos. «Conságralos en la verdad»: ésta es la verdadera oración de consagración para los apóstoles. El Señor pide que Dios mismo los atraiga hacia sí, dentro de su santidad. Pide que Él los saque para Él mismo y los tome como su propiedad, para que, a partir de Él, ellos puedan llevar a cabo el servicio sacerdotal para el mundo. Esta oración de Jesús aparece dos veces de forma ligeramente modificada. Debemos en ambos casos escuchar con mucha atención, para empezar a entender al menos vagamente el evento sublime que aquí se está verificando. «Conságralos en la verdad». Jesús añade: «Tu palabra es verdad». Los discípulos son por tanto llevados a lo íntimo de Dios mediante el ser inmersos en la palabra de Dios. La palabra de Dios es, por así decirlo, el lavado que purifica, el poder creador que los transforma en el ser de Dios. Y entonces, ¿cómo quedan las cosas en nuestra vida? ¿Estamos verdaderamente invadidos por la palabra de Dios? ¿Es verdad que ésta es el alimento del que vivimos, más de lo que lo son el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos de verdad? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que ésta dé realmente una impronta a nuestra vida y forme nuestro pensamiento? ¿O no es más bien que nuestro pensamiento cada vez más se modela con todo lo que se dice y se hace? ¿No son a menudo las opiniones predominantes los criterios con los que nos medimos? ¿No nos quedamos más bien, a fin de cuentas, en la superficialidad de todo lo que, como de costumbre, se impone al hombre de hoy? ¿Nos dejamos verdaderamente purificar en nuestra intimidad por la palabra de Dios? Friedrich Nietzsche se burló de la humildad y la obediencia como virtudes serviles, mediante las cuales los hombres habían sido reprimidos. Puso en su lugar el orgullo y la libertad absoluta del hombre. Ciertamente existen caricaturas de una humildad equivocada y de una sumisión equivocada, que no queremos imitar. Pero existe también la soberbia destructiva y la presunción, que disgregan cada comunidad y que acaban en la violencia. ¿Sabemos nosotros aprender de Cristo la recta humildad, que corresponde a la verdad de nuestro ser, y esa obediencia que se somete a la verdad, a la voluntad de Dios? «Conságralos en la verdad; tu palabra es verdad»: esta palabra de la inserción en el sacerdocio ilumina nuestra vida y nos llama a ser en cada momento, de nuevo, discípulos de esa verdad que se descubre en la palabra de Dios.
Creo que en la interpretación de esta frase podemos dar aún un paso más. ¿No dijo acaso Cristo de sí mismo: «Yo soy la verdad» (cfr Juan 14, 6)? ¿Y no es acaso Él mismo la Palabra viviente de Dios, a la que se refieren todas las demás palabras individuales? Conságralos en la verdad – esto quiere decir, por tanto, en lo más profundo: hazlos una cosa conmigo, Cristo. Únelos a mí. Mételos dentro de mí. Y de hecho: existe en último análisis sólo un único sacerdote de la Nueva Alianza, el mismo Jesucristo. Y el sacerdocio de los discípulos, por tanto, puede ser sólo participación en el sacerdocio de Jesús. Nuestro ser sacerdotes no es otra cosa por tanto que una nueva forma de unificación con Cristo. Sustancialmente ésta nos ha sido dada para siempre en el Sacramento. Pero este nuevo sello del ser puede llegar a ser para nosotros un juicio de condena, si nuestra vida no se desarrolla entrando en la verdad del Sacramento. Las promesas que hoy renovamos dicen a propósito de esto que nuestra voluntad debe orientarse así: «Domino Iesu arctius coniu
ngi et conformari, vobismetipsis abrenuntiantes». El unirse a Cristo supone la renuncia. Comporta que no queremos imponer nuestro camino o nuestra voluntad; que no deseamos ser esto o lo otro,sino que nos abandonamos a Él, allí y en el modo en que Él quiera servirse de nosotros. «Vivo, pero ya no soy yo quien vive, sino Cristo que vive en mí», dijo san Pablo a propósito de esto (cf. Gálatas 2, 20). En el «sí» de la ordenación sacerdotal hemos hecho esta renuncia fundamental al querer ser autónomos, a la «autorrealización». Pero es necesario día a día cumplir este gran «sí» en los muchos pequeños «síes» y en las pequeñas renuncias. Este «sí» de los pequeños pasos, que unidos constituyen el gran «sí», podrá realizarse sin amargura y sin autocompasión sólo si Cristo es verdaderamente el centro de nuestra vida. Si entramos en una familiaridad con Él. Entonces, de hecho, experimentamos en medio de las renuncias que en un primer momento pueden causar dolor, la alegría creciente de la amistad con Él, todos los pequeños y a veces grandes signos de su amor, que nos da continuamente. «Quien se pierde a sí mismo, se encuentra». Si nos atrevemos a perdernos a nosotros mismos por el Señor, experimentamos qué verdadera es su palabra.
Estar inmersos en la Verdad, en Cristo, de este proceso forma parte la oración, en la que nos ejercitamos en la amistad con Él y aprendemos a conocerle: su forma de ser, de pensar, de actuar. Rezar es un caminar en comunión personal con Cristo, exponiendo ante Él nuestra vida cotidiana, nuestros logros y nuestros fracasos, nuestras fatigas y nuestras alegrías -es un simple presentarnos a nosotros mismos ante Él. Pero para que esto no se convierta en un autocontemplarse, es importante que aprendamos continuamente a rezar rezando con la Iglesia. Celebrar la Eucaristía quiere decir rezar. Celebramos la Eucaristía de modo correcto si con nuestro pensamiento y con nuestro ser entramos en las palabras que la Iglesia nos propone. En ellas está presente la oración de todas las generaciones, las cuales nos llevan consigo por el camino hacia el Señor. Y como sacerdotes somos en la celebración eucarística los que, con su oración, abren camino a la oración de los fieles de hoy. Si estamos interiormente unidos a las palabras de la oración, si nos dejamos guiar y transformar por ellas, entonces también los fieles encuentran acceso a esas palabras. Entonces todos llegamos a ser de esta forma «un solo cuerpo y una sola alma» con Cristo.
Estar inmersos en la verdad y así en la santidad de Dios significa para nosotros también aceptar el carácter exigente de la verdad; contraponerse a la mentira tanto en las cosas grandes como en las pequeñas, que de modo tan diverso está presente en el mundo; aceptar la fatiga de la verdad, porque su alegría más profunda está presente en nosotros. Cuando hablamos de ser consagrados en la verdad, no debemos tampoco olvidar que en Jesucristo verdad y amor son una cosa sola. Estar inmersos en Él significa estar inmersos en su bondad, en el amor verdadero. El amor verdadero no está de rebajas, puede ser también muy exigente. Opone resistencia al mal, para llevar al hombre al verdadero bien. Si nos convertimos en una sola cosa con Cristo, aprendemos a reconocerlo en los que sufren, en los pobres, en los pequeños de este mundo; entonces llegamos a ser personas que sirven, que reconocen a Sus hermanos y hermanas y que en ellos le encontramos a Él mismo.
«Conságralos en la verdad» – esta es la primera parte de esa palabra de Jesús. Pero después Él añade: «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos sean también santificados en la verdad» – es decir, verdaderamente (Juan 17, 19). Yo creo que esta segunda parte tiene un significado específico. Existen en las religiones del mundo múltiples métodos rituales de «santificación», de consagración de una persona humana. Pero todos estos ritos pueden quedar simplemente como algo formal. Cristo pide para los discípulos la verdadera santificación, que transforma su ser, a ellos mismos; para que no se quede en una forma ritual, sino en un verdadero pasar a ser propiedad del Dios santo. Podemos también decir: Cristo ha pedido para nosotros el Sacramento que nos toca en la profundidad de nuestro ser. Pero también rezó, para que esta transformación día a día se traduzca en nosotros en vida, para que nuestro cotidiano y nuestra vida concreta de cada día estén verdaderamente llenos de la luz de Dios.
En la vigilia de mi ordenación sacerdotal, hace 58 años, abrí la Sagrada Escritura, porque quería recibir aún una palabra del Señor, para ese día y para mi futuro camino de sacerdote. Mi mirada se detuvo en este pasaje: «Conságralos en la verdad; tu palabra es verdad». Entonces supe: el Señor está hablando de mí y me está hablando a mí. Precisamente lo mismo me sucederá mañana a mí. En último término no somos consagrados por ritos, aunque los ritos son necesarios. El lavado, en el que el Señor nos sumerge, es Él mismo – la Verdad en persona. Ordenación sacerdotal significa: estar inmersos en Él, en la Verdad. Le pertenezco de una forma nueva a Él y así a los demás, «para que venga su Reino». Queridos amigos, en esta hora de a renovación de las promesas queremos orar al Señor que nos haga ser hombres de verdad, hombres de amor, hombres de Dios. Pidámosle que nos atraiga cada vez más hacia él, para que lleguemos a ser verdaderamente sacerdotes de la Nueva Alianza. Amén.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]