ROMA, miércoles 1 de abril de 2009 (ZENIT.org).- Benedicto XVI está muy bien informado en cuanto a la prevención del sida y habla para salir al encuentro de un “nuevo colonialismo del comportamiento” que “sacude a las sociedades africanas”, observa entre otras cosas monseñor Anatrella.

En esta entrevista, vuelve sobre la polémica suscitada, sobre todo en Francia, en torno a las propuestas del Papa sobre la prevención contra el sida.

Publicamos a continuación la segunda parte de esta entrevista.

--¿Qué hace la Iglesia contra el sida y para cuidar a estos enfermos?

Monseñor Anatrella: En sus reflexiones sobre la prevención contra el sida, Benedicto XVI quiso en principio subrayar el empeño de la Iglesia en la acogida, los tratamientos  médicos y el acompañamiento social y espiritual de las personas tocadas por el sida. Entre las instituciones en el mundo que se ocupan de las personas afectadas, la Iglesia es la más importante prestataria privada de tratamiento a los enfermos de sida, está en segunda posición después de los estados: el 44% son instituciones estatales, el 26,7% instituciones católicas, el 18,3% ONG y el 11% de otras religiones (Cf. Consejo Pontificio de la Salud).

La Iglesia está también comprometida en la prevención contra la transmisión del virus vih por medio de sus redes de escuelas, movimientos juveniles y asociaciones familiares.

La Santa Sede creó, en 2004, bajo el impulso del papa Juan Pablo II, la Fundación del Buen Samaritano para financiar proyectos de tratamiento y educación dirigidos a personas afectadas y a la prevención. Todo ello expresa lo activa que es la Iglesia en este campo y que conoce bien los retos de esta pandemia. Tiene competencia en la materia y desarrolla una reflexión en torno a educar en el sentido de la responsabilidad. Una exigencia humana accesible a todas las conciencias, independientemente del punto de vista confesional. En este sentido se inscribe la afirmación del papa Benedicto XVI: “No se puede regular el problema del sida con la distribución de preservativos. Al contrario, su utilización agrava el problema”. Subrayó que la solución pasa por “un despertar humano y espiritual” y “la amistad hacia los que sufren”.

--¿Cómo analiza estas reacciones?

Monseñor Anatrella: Estas reflexiones sorprenden a numerosos comentaristas que apoyan una visión sanitaria de la sexualidad humana. El interrogante que se presenta a la conciencia humana, ante la constante transmisión del virus vih, es saber qué sentido damos a la sexualidad, qué modelo construiremos con una prevención centrada únicamente en el preservativo, qué educación queremos dar a las jóvenes generaciones sobre el sentido de la relación. En lugar de fiarse de un medio técnico, que suscita numerosos interrogantes, ¿no es más decisivo reflexionar sobre los comportamientos que contribuyen a la transmisión de este virus y de otros en materia sexual

Cuando se oyen las reacciones del universo mediático-político, no se puede dejar de ver una fractura cultural importante: no se sabe pensar en la sexualidad sino desde el punto de vista sanitario. Como poco, es simplista y ridículo dar a entender que el discurso del Papa sería responsable de la pandemia en África. Por un lado, se afirma que la gente no tiene en cuenta los principios morales de la Iglesia en materia de sexualidad y por el otro se sostiene que su discurso facilitaría la transmisión del virus. Estamos en un proceso de invertir los papeles y desplazar las responsabilidades al estilo del chivo expiatorio. Sin quererlo reconocer, hay un tipo de prevención que incita a prácticas contra las que se quiere luchar y se produce lo contrario, como cuando hace tiempo se quería “curar la droga con la droga”. Luego nos hemos dado cuenta que esta forma de prevención nos hizo perder el tiempo ¡durante casi cuarenta años!

Hay una especie de incapacidad para simplemente comprender lo que dice el Papa: “Reflexionemos en los comportamientos sexuales que trasmiten el virus vih y procuremos medidas que eduquen en el sentido de la responsabilidad”. Esto no quiere decir que el discurso sanitario y los “medios profilácticos” se excluyan, sino que en una perspectiva educativa no nos podemos limitar sólo a eso.

Esto muestra bien a qué autismo se encuentran reducidos algunos. ¿Dónde está el sentido común? Es sorprendente que se reproche al Papa hacernos partícipes de sus reflexiones en respuesta a una pregunta de un periodista. La incapacidad para reflexionar sobre los comportamientos y modelos sexuales contemporáneos, evaluando las pulsiones parciales, las prácticas desintegradas y las orientaciones sexuales, acaba por encerrar en los clichés.

Así hemos oído, bajo forma de afirmación perentoria, como saben decirlo los adolescentes, “lo que me interesa son los hombres y no los dogmas”. Con tal fórmula, ¿no estamos en el grado cero de la cultura? Los responsables políticos reducen el campo de la reflexión a un soliloquio porque el Papa no habla aquí de dogmas sino que echa una mirada realista, de adulto, hacia una visión casi inmadura e infantil de la sexualidad humana. Cuánta ceguera, oscurantismo y visión ideológica del preservativo para no ver cuáles son las prácticas que originan la transmisión viral.

La enfermedad provocada por este virus es trágica y nos corresponde hacer todo lo posible para evitarla y tratar dignamente a los enfermos y, en particular en África mediante la gratuidad de los servicios y los medicamentos como sugiere el Papa. Pero, al mismo tiempo, hay una especie de encerramiento en un tipo de sexualidad, desde hace cuarenta años, que suscita serios problemas.

El rechazo de la reflexión muestra bien que se trata de evitar la preocupación sin tratar las conductas problemáticas. Se olvida también que se muere antes de otras enfermedades que del Sida pero sólo se habla de él. Como si fuera una manera de querer mantener modelos de comportamiento desde la perspectiva de la compasión para no ponerlos en cuestión. La cultura es también una manera de dar significado a la sexualidad y la expresión sexual, que sigue siendo un modo de relación humana entre un hombre y una mujer, y no sólo un desfogue de angustias primarias y de pulsiones parciales, como queriendo liberarse de un sentimiento de castración, cuando no se hace otra cosa que reforzarlo.

La pandemia del sida nos hace interrogarnos una vez más sobre los comportamientos sexuales. Nos pide cambiar de comportamiento en lugar de cambiar de prácticas técnicas. ¿Debemos sólo limitarnos a una visión pulsional y técnica de la sexualidad, que favorece su deshumanización, o buscar en cambio las condiciones que iluminen su ejercicio en la perspectiva de un encuentro que enriquece la relación establecida entre un hombre y una mujer? En el acto sexual, el hombre y la mujer se acogen y se entregan. Gracias al amor sexual, se unen en el goce para estar juntos y darse vida.

Si el acto sexual no implica la relación y responde simplemente a una excitación, se queda en un mero acto higiénico y, en estas condiciones, el preservativo aparece como una protección sanitaria pero también como una protección relacional. Por el contrario, si la expresión sexual es vivida como un compromiso entre el hombre y la mujer, entonces son necesarias la abstinencia y la fidelidad. Pero desde algunos años fabricamos un modelo sexual bastante surrealista que produce el sexo-preservativo. ¿Con este objeto sanitario hay que definir la sanidad y humanizarla?

Por otra parte, en las campañas de prevención, no se ve otra cosa en París que carteles con el eslógan: “París ama”... seguido de la imagen de un preservativo en forma de amanecer. Sería más sano aprender a descubrir lo que es el amor entre un hombre y una mujer, en lugar de desplazar el sentido del amor hacia un condón. Un mensaje que s e presta a confusión y, una vez más, a la inversión del sentido de las cosas.

--¿La Iglesia habla de amor?

Monseñor Anatrella: Sí, pero no de una manera emocional donde todo, sea lo que sea, se puede decir y hacer en su nombre. Es preciso saber qué es el amor y en qué condiciones es posible vivirlo. El amor es indisociable de la verdad. Todas las relaciones afectivas y todas las expresiones sexuales no son sinónimos de amor.

El discurso de Benedicto XVI sobre la sexualidad humana se inscribe en la continuidad del sentido del amor revelado por Cristo. Está en coherencia con las orientaciones del Evangelio, desarrolladas en la tradición de la Iglesia, sobre el sentido del amor, que por otra parte han influído en nuestra sociedad a lo largo de la historia.

El amor de Dios a menudo se entiende mal. Es entendido como recibir gratificaciones afectivas en toda circunstancia. Esta visión simplista es a veces infantil, no se corresponde con el mensaje cristiano. Dios es Amor en el sentido de que da un amor que hace posible la vida. Amar con el amor de Dios es buscar hacer vivir al otro y a los otros.

El hombre está llamado al amor por Dios. Esta concepción del hombre está, en nuestra civilización, en el origen del sentido de la persona, que tiene su propio valor, su interioridad, su conciencia, su autonomía, su libertad y su responsabilidad. Por esto el Evangelio de Cristo se dirige a su conciencia para buscar la verdad y evaluar el sentido y la consecuencia de sus actos sobre sí mismo, sobre los demás y sobre la sociedad. La persona se embarca en esta reflexión moral confrontándose a valores objetivos que no dependen en principio de su subjetividad o de sus deseos momentáneos sino de referencias transcendentes del amor.

La Iglesia no cesa de recordar la dignidad de la persona humana y el significado del amor. Afirma que no hay remedio definitivo al sida si no es gracias a un comportamiento digno del hombre, es decir capaz de respeto, de fidelidad y de dominio de sí, que son las condiciones del amor. Esta perspectiva no excluye un discurso sanitario y el recurso, en ciertas situaciones, al preservativo para no poner la vida en peligro. El discurso sanitario (y el preservativo) pueden ser necesarios pero son muy insuficientes cuando se limitan a medidas puramente técnicas.

En lenguaje moral, el preservativo queda como una cuestión de casuística, como recordaba ya en 1989 el cardenal Ratzinger que cito en mi libro “L'amour et l'Eglise”, Champ-Flammarion: “El error de base es centrar el problema del Sida en el uso del preservativo. Cierto, los dos se encuentran en un cierto momento, pero ese no es el verdadero problema. Centrarse en el preservativo como medio de prevención es poner en un segundo plano todas las realidades y todos los elementos humanos que rodean al enfermo, y que deben permanecer presentes en nuestra reflexión. La cuestión del preservativo es marginal, diría casuística. [...]

Me parece que el problema fundamental es encontrar el justo lenguaje en esta materia. Por mi parte, no me gusta la expresión “mal menor”. A pesar de todo, ahora la cuestión no es decidir entre una u otra posición sino buscar juntos el mejor dictamen para definir y comprender la acción posible. [...] Es señal de una reflexión que no es definitiva [...] Lo que está claro en mi opinión es la necesidad de una sexualidad personalizada que considero es la mejor y única prevención verdadera. Hay que tener en cuenta no sólo el punto de vista de la teología sino el de las ciencias”.[1]

Existen dos actitudes para evitar el sida: la fidelidad y la abstinencia y un medio técnico: el preservativo. Si no se pueden vivir las dos actitudes, entonces es preferible recurrir a medios de protección para no propagar la muerte, aunque la prioridad sigue siendo la formación en el sentido de responsabilidad.

El cardenal Lustiger situó bien lo que está en juego en esta perspectiva, declarando a los periodistas de “L’Express”[2] : “Hay que ayudar a la nueva generación: desea descubrir la dignidad del amor. La fidelidad es posible. Todo verdadero amor debe aprender la castidad. Los enfermos de sida están llamados, como cada uno de nosotros, a vivir la castidad no en la frustración sino en la libertad. Quienes no lo consiguen, deben, utilizando otros medios, evitar lo peor: no dar la muerte”. El periodista repregunta: “¿El menor de los males, el preservativo?” “Un medio para no añadir un mal a otro mal...”.

Dicho de otra manera, no todo es posible en nombre del amor, hace falta que los actos estén en coherencia con él.

--“La Iglesia es experta en humanidad”, según la expresión de Pablo VI en la ONU, e igualmente educadora de las conciencias, apelando a la conciencia de cada uno, a su libertad para no dejarse alienar y al sentido de una relación auténtica con el otro. ¿Cómo se puede traducir esto ante el flagelo del sida?

Monseñor Anatrella: Para la Iglesia, “la sexualidad debe estar orientada, elevada e integrada por el amor que es el único que la hace humana”[3]. Incluso si la persona no se sitúa en esta perspectiva, está invitada a asumir su existencia según su propia conciencia en relación a las realidades y exigencias morales. Dicho de otro modo, el amor es una perspectiva y un orden relacional a partir del cual se ha de evaluar la naturaleza, la calidad y la verdad de su relación y de su compromiso hacia el otro.

Luego, ante esta exigencia, corresponde a cada uno asumir sus responsabilidades usando la virtud de la prudencia, la que calcula y tiene en cuenta todos los riesgos de la vida. El preservativo, más allá de su aspecto sanitario, cuando viene simplemente a justificar la multiplicidad de parejas, se convierte, respecto al sentido del amor humano, en el signo de la inautenticidad de la relación y por tanto moralmente ilícito. Tal conducta finge el amor, no lo sustituye. Dicho de otra manera, no basta evitar accidentes de carretera poniéndose el cinturón, también hay que saber respetar el código de circulación.

Benedicto XVI asume su función y permanece en su terreno espiritual y moral cuando reafirma los principios humanos en matera de sexualidad que nos conciernen a todos. ¿El sida debería cambiar esto?

Las relaciones entre los seres humanos comprometen más de lo que creemos. La expresión del amor sexual no es banal. A un hombre y a una mujer no les basta toda su vida para amarse. La multiplicación de parejas sin discernimiento es una desgracia completa para la dignidad humana.

La sexualidad humana no puede elaborarse psicológicamente ni expresarse moralmente en función de una enfermedad, a menos que se quiera aprovechar tal situación para justificar y construir tendencias problemáticas como modelos sexuales. La sexualidad humana no se define a partir del sida sino a partir del sentido del amor, del amor que es un compromiso entre un hombre y una mujer en una relación y en la responsabilidad. La Iglesia testimonia un amor de vida, un amor profético.

Por Anita S. Bourdin, traducido del francés por Nieves San Martín

[1] G. Mattia, La Croix, 22 noviembre 1989.

[2] “L'Express”, 9 diciembre 1988, p. 75, por Guillaume Maurie y Jean-Sebastien Stehli.

[3] Orientaciones educativas sobre el amor humano § n°6