Predicación del Viernes Santo 2009 en la Basílica de San Pedro

Por el padre Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia 

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 10 de abril de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la predicacion que pronunció el padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., predicador de la Casa Pontificia, durante la celebración de la Pasión del Señor, presidida por Benedicto XVI, este Viernes Santo, en la Basílica de San Pedro del Vaticano.

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap. 

«HASTA LA MUERTE,

Y MUERTE DE CRUZ»

Predicación del Viernes Santo 2009 en la Basílica de San Pedro 

«Christus factus est pro nobis oboediens usque ad mortem, mortem autem crucis»: «Por nosotros Cristo fue obediente hasta la muerte. Y muerte de cruz». En el bimilenario del nacimiento del apóstol Pablo, volvemos a escuchar algunas de sus ardientes palabras sobre el misterio de la muerte de Cristo que estamos celebrando. Ninguno puede ayudarnos mejor que él para comprender su significado y su alcance.

A los Corintios, escribe a modo de manifiesto: «Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los que son llamados, sean judíos o griegos, predicamos un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1,22-24). La muerte de Cristo tiene un alcance universal: «Si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Co 5,14). Su muerte ha dado un sentido nuevo a la muerte de cada hombre y de cada mujer.

A los ojos de Pablo la cruz asume una dimensión cósmica. Por ella Cristo ha abatido el muro de separación, ha reconciliado a los hombres con Dios y entre sí, destruyendo la enemistad (Cf. Ef. 2,14-16). De aquí la primitiva tradición desarrollará el tema de la cruz árbol cósmico cuyo brazo vertical une el cielo y la tierra, y cuyo brazo horizontal reconcilia entre sí a los diversos pueblos del mundo. Evento cósmico y al mismo tiempo personalísimo: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20). Cada hombre, escribe el Apóstol, es «aquel por quien murió Cristo» (Rm 14,15).

De todo ello nace el sentimiento de la cruz ya no como castigo, reproche o causa de aflicción, sino como gloria y honor del cristiano, esto es, como una jubilosa seguridad, acompañada de conmovida gratitud, en la que el hombre se eleva en la fe: «En cuanto a mí, ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!»(Ga 6,14).

Pablo ha plantado la cruz en el centro de la Iglesia como el palo mayor en el centro de la nave; ha hecho de ella el fundamento y el baricentro de todo. Ha fijado para siempre el marco del anuncio cristiano. Los evangelios, escritos después de él, seguirán su esquema, haciendo del relato de la pasión y muerte de Cristo el eje hacia el que se orienta todo.

Es sorprendente la empresa que llevó a término el Apóstol. Para nosotros actualmente es relativamente fácil ver las cosas bajo esta luz, después de que la cruz de Cristo, como decía Agustín, haya colmado la tierra y brille ahora sobre la corona de los reyes [1]. Cuando Pablo escribía, aquella todavía era sinónimo de la mayor ignominia, algo que ni siquiera se debía nombrar entre personas educadas.

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El objetivo del año paulino no es tanto el de conocer mejor el pensamiento del Apóstol (esto lo hacen los estudiosos desde siempre, sin contar con que la investigación científica requiere tiempos más largos que un año); es más bien, como ha recordado en varias ocasiones el Santo Padre, el de aprender de Pablo cómo responder a los desafíos actuales de la fe.

Uno de estos desafíos, tal vez el más abierto que se haya conocido hasta la fecha, se ha traducido en un eslogan publicitario en los medios de transporte público de Londres y de otras ciudades europeas: «Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida»: There’s probably no God. Now stop worrying and enjoy your life.

El mayor efecto de este eslogan no está en la premisa «Dios no existe», sino en la conclusión: «¡Disfruta de la vida!». Se sobreentiende el mensaje de que la fe en Dios impide disfrutar de la vida; es enemiga de la alegría. ¡Sin ella habría más felicidad en el mundo! Pablo nos ayuda a dar una respuesta a este desafío, explicando el origen y el sentido de todo sufrimiento, a partir del de Cristo.

¿Por qué «era necesario que el Cristo padeciera y entrara así en su gloria»? (Lc 24,26). A esta pregunta se da a veces una respuesta «débil» y, en cierto sentido, tranquilizadora. Cristo, revelando la verdad de Dios, provoca necesariamente la oposición de las fuerzas del mal y de las tinieblas y éstas, como había ocurrido en los profetas, llevarán a su rechazo y a su eliminación. «Era necesario que el Cristo padeciera» se entiende, por lo tanto, en el sentido de que «era inevitable que el Cristo padeciera».

Pablo brinda una respuesta «fuerte» a ese interrogante. La necesidad no es de orden natural, sino sobrenatural. En los países de antigua fe cristiana, se asocia casi siempre la idea de sufrimiento y de cruz a la de sacrificio y de expiación: el sufrimiento -se piensa- es necesario para expiar el pecado y aplacar la justicia de Dios. Es esto lo que ha provocado, en la época moderna, el rechazo de toda idea de sacrificio ofrecido por Dios y, finalmente, la idea misma de Dios.

No se puede negar que a veces los cristianos nos hemos expuesto a esta acusación. Pero se trata de un equívoco que un conocimiento mejor del pensamiento de san Pablo ya ha aclarado definitivamente. Él escribe que Dios prefijó a Cristo «para que sirviera como instrumento de expiación» (Rm 3,25); pero tal expiación no actúa sobre Dios para aplacarle, sino sobre el pecado para eliminarlo. «Se puede decir que es Dios mismo, no el hombre, quien expía el pecado… La imagen es más la de la remoción de una mancha corrosiva o la neutralización de un virus letal que la de una ira aplacada por el castigo» [2].

Cristo ha dado un contenido radicalmente nuevo a la idea de sacrificio. En él «ya no es el hombre el que ejerce una influencia sobre Dios para que se aplaque. Más bien es Dios quien actúa para que el hombre desista de la propia enemistad contra él y hacia el prójimo. La salvación no empieza con la petición de reconciliación por parte del hombre, sino con la petición de Dios: ‘Dejaos reconciliar con Él'(1 Co 2,6 ss)» [3].

El hecho es que Pablo se toma en serio el pecado, no lo banaliza. El pecado es, para él, la causa principal de la infelicidad de los hombres, o sea, el rechazo de Dios, ¡no Dios! [El pecado] encierra a la criatura humana en la «mentira» y en la «injusticia» (Rm 1,18ss.; 3,23), condena al mismo cosmos material a la «vanidad» y a la «corrupción» (Rm 8,19ss.) y también es la causa última de los males sociales que afligen a la humanidad.

Se analiza sin parar la crisis económica que atraviesa el mundo y sus causas, pero ¿quién se atreve a meter el hacha en la raíz y a hablar de pecado? El Apóstol define la avaricia insaciable como una «idolatría» (Col 3,5) e indica en la desenfrenada codicia de dinero «la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). ¿Podemos decir que se equivoca? ¿Por qué tantas familias reducidas a la miseria, masas de obreros sin trabajo, más que por la sed insaciable de provecho por parte de algunos? La élite financiera y económica mundial se había convertido en la locomotora enloquecida que avanzaba desenfrenadamente, sin preocuparse del resto del tren, que se había detenido distante en las vías. Íbamos todos «a contramano».

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Con su muerte, Cristo no sólo ha denunciado y ha vencido el pecado; ha dado también un sentido nuevo al sufrimiento, incluso aquél que no depende del pecado de nadie, como es el caso del que se ha desencadenado, esta semana, en la cercana región del Abruzo a causa del devastador terre
moto.

Ha hecho [del sufrimiento] un instrumento de salvación, un camino a la resurrección y a la vida. Su sacrificio ejerce sus efectos no a través de la muerte, sino gracias a la superación de la muerte, esto es, a la resurrección. «Murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación» (Rm 4,25): los dos acontecimientos son inseparables en el pensamiento de Pablo y de la Iglesia.

Es una experiencia humana universal: en esta vida placer y dolor se suceden con la misma regularidad con la que, al elevarse una ola del mar, le sigue un hundimiento y un vacío que absorbe al náufrago hacia atrás. «Un no sé qué de amargo -escribió el poeta Lucrecio- surge de la intimidad misma de todo placer y nos angustia en medio de las delicias» [4]. El consumo de drogas, el abuso del sexo, la violencia homicida, suscitan en el momento la ebriedad del placer, pero conducen a la disolución moral y frecuentemente también física de la persona.  

Cristo, con su pasión y muerte, ha dado un vuelco a la relación entre placer y dolor. Él «en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz» (Hb 12,2). No se trata ya de un placer que termina en sufrimiento, sino de un sufrimiento que lleva a la vida y al gozo. No se trata sólo de una sucesión distinta de las dos cosas; es la alegría, en este modo, la que tiene la última palabra, no el sufrimiento; y una alegría que durará eternamente. «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y la muerte ya no tiene dominio sobre él» (Rm 6,9). Ni lo tendrá sobre nosotros.

Esta nueva relación entre sufrimiento y placer se refleja en el modo de marcar el tiempo en la Biblia. En el cálculo humano el día empieza con la mañana y concluye con la noche; para la Biblia, comienza con la noche y termina con el día: «Y atardeció y amaneció: día primero», dice el relato de la creación (Gn 1,5). No carece de significado que Jesús muriera por la tarde y resucitara por la mañana. Sin Dios, la vida es un día que termina en la noche; con Dios, es una noche que termina en el día, y un día sin ocaso.

Así que Cristo no ha venido para aumentar el sufrimiento humano o para predicar la resignación a éste; ha venido para darle un sentido y anunciar su final y su superación. Leen ese eslogan en los autobuses de Londres y de otras ciudades también los padres con un hijo enfermo, las personas solas o que se han quedado sin trabajo, los exiliados que huyen de los horrores de la guerra, quienes han sufrido graves injusticias en la vida… Intento imaginar su reacción al leer las palabras: «Probablemente Dios no existe: ¡disfruta de la vida!». ¿Con qué?

El sufrimiento ciertamente sigue siendo un misterio para todos, especialmente el sufrimiento de los inocentes; pero sin fe en Dios, se convierte en algo inmensamente más absurdo. Se le priva hasta de la última esperanza de rescate. El ateísmo es un lujo que se pueden permitir sólo los privilegiados de la vida, los que han tenido todo, incluida la posibilidad de dedicarse a los estudios y a la investigación.

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No es la única incongruencia de esa idea publicitaria. «Dios probablemente no existe»: así que incluso podría existir; no se puede excluir del todo que exista. Sino, querido hermano no creyente, si Dios no existe, yo no pierdo nada; si en cambio existe, ¡tú has perdido todo! Deberíamos casi dar las gracias al promotor de esa campaña publicitaria; ha servido a la causa de Dios más que muchos de nuestros argumentos apologéticos. Ha mostrado la pobreza de sus razones y ha contribuido a sacudir muchas conciencias adormecidas.

Dios, sin embargo, tiene una medida de juicio diferente a la nuestra y si ve la buena fe, o una ignorancia inculpable, salva también a quien durante la vida se ha esforzado en combatirle. Los creyentes debemos prepararnos a sorpresas al respecto. «¡Cuántas ovejas están fuera del redil -exclama Agustín- y cuantos lobos dentro!»: «Quam multae oves foris, quam multi lupi intus!» [5].

Dios es capaz de hacer de sus detractores más encarnecidos, sus apóstoles más apasionados. Pablo es la demostración de ello. ¿Qué había hecho Saulo de Tarso para merecer aquel encuentro extraordinario con Cristo? ¿Qué había creído, esperado, sufrido? A él se aplica lo que decía Agustín de toda elección divina: «Busca el mérito, busca la justicia, reflexiona y mira si encuentras otra cosa que la gracia» [6]. Es así como él explica su propia llamada: «Soy indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy» (1 Co 15,9-10).

La cruz de Cristo es motivo de esperanza para todos y el año paulino una ocasión de gracia también para quien no cree y está en búsqueda. Una cosa habla a su favor ante Dios: ¡el sufrimiento! Como el resto de la humanidad, también los ateos sufren en la vida, y el sufrimiento, desde que el Hijo de Dios lo cargó sobre sí, tiene un poder redentor casi sacramental. Es un canal, escribía Juan Pablo II en la «Salvifici doloris», a través del cual las energías salvíficas de la cruz de Cristo se ofrecen a la humanidad [7].

A la invitación a orar «por los que no creen en Dios» le seguirá, en unos instantes, una conmovedora oración en latín. Traducida, dice así: «Dios omnipotente y eterno, que has puesto en el corazón de los hombres una nostalgia tan profunda de ti que sólo cuando te encuentran hallan la paz: haz que, más allá de todo obstáculo, todos reconozcan los signos de tu bondad y, animados por el testimonio de nuestra vida, tengan el gozo de creer en ti, único verdadero Dios y Padre de todos los hombres. Por Cristo Nuestro Señor».

[Traducción del original italiano por Marta Lago]

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[1] San Agustín, Enarr. in Psalmos, 54, 12 (PL 36, 637).

[2] J. Dunn, La teologia dell’apostolo Paolo, Paideia, Brescia 1999, p. 227.

[3] G. Theissen – A. Merz, Il Gesù storico. Un manuale, Queriniana, Brescia 20032, p. 573.

[4]  Lucrecio, De rerum natura, IV, 1129 s.

[5] San Agustín, In Ioh. Evang. 45,12.

[6] San Agustín, La predestinazione dei santi 15, 30 (PL 44, 981).

[7] Cf. Encíclica «Salvifici doloris», 23.

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ZENIT Staff

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