CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 25 abril 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito Giovanni Maria Vian, director de L’Osservatore Romano al comenzar el quinto año de pontificado de Benedicto XVI.
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Comienza el quinto año de pontificado de Benedicto XVI, elegido con una rapidez casi sin precedentes por el cónclave más numeroso de la historia. Y, sin embargo, el nuevo Papa no celebró su elección con tonos triunfales, y en la homilía de la misa inaugural de su servicio como Obispo de Roma pronunció una frase sorprendente: «Orad por mí, para que no huya, por miedo, ante los lobos». Una imagen fuerte, cuyo significado se ha comprendido sobre todo en estos últimos meses tormentosos.
El Santo Padre, que conoce muy bien la tradición, sabe que las vicisitudes de la Iglesia en este mundo son como las fases alternas de la luna, que continuamente crece y decrece, y cuyo esplendor depende de la luz del sol, es decir, de Cristo. Así, el misterio de la luna descrito por los antiguos autores cristianos es el de la Iglesia, a menudo perseguida, con frecuencia oscurecida por la suciedad a causa de los pecados de muchos de sus hijos -como Joseph Ratzinger denunció poco antes de su elección- pero que siempre vuelve a crecer, iluminada por su Señor.
Llevar y mostrar la luz de Cristo a las oscuridades del mundo -como el Obispo de Roma ha hecho una vez más en la oscuridad inicial de la Vigilia pascual, con un gesto repetido en todos los rincones de la tierra- es la tarea esencial del Papa. Benedicto XVI es consciente de que en muchos países, incluso de larga tradición cristiana, esta luz corre el riesgo de apagarse, como escribió en la última carta a los obispos, confirmando, con acentos de doloroso asombro ante la alteración de los hechos, las prioridades desconocidas de su pontificado.
Ante todo, el testimonio y el anuncio de que Dios no está lejos de cada persona humana y que, como repiten incesantemente las liturgias orientales, es realmente amigo de los hombres. Por eso, Benedicto XVI pide que no se excluya lo trascendente del horizonte de la historia; por eso pide, con la misma confianza de sus predecesores, que al menos no se cierre a la posibilidad, razonable, de Dios, que no es un dios cualquiera o, peor aún, un ídolo -en sociedades materialistas donde la idolatría es semejante a la de la antigüedad-, sino el Dios que se reveló a Moisés, es decir, la Palabra que se hizo carne en Jesús.
Para hablar de Dios, el Papa Benedicto XVI lo celebra en la liturgia y lo explica como pocos Obispos de Roma han sabido hacer, solícito por la paz en la Iglesia, que quiere restablecer, como ha hecho -con un ofrecimiento de misericordia y reconciliación que está en perfecta continuidad con el Vaticano II- con respecto a los obispos lefebvrianos.
Por eso el Papa quiere avanzar por el camino ecuménico; por eso ha confirmado la voluntad de amistad y de búsqueda religiosa común con el pueblo judío; por eso acelera la confrontación con las demás grandes religiones, centrando la atención sobre todo en las raíces culturales, de modo que esa confrontación dé frutos reales en temas concretos, desde el respeto de la libertad religiosa hasta el de la dignidad de la persona humana, como sucede ahora con los musulmanes.
Impresiona, por consiguiente, que este límpido proceder sea ignorado y se siga presentando a Benedicto XVI y a los católicos, sobre todo en algunos países europeos, en clave negativa y hostil, como ha acontecido con el oscurecimiento del viaje a África y con el silencio mediático ante las homilías pascuales. Pero el Papa no tiene miedo de los lobos. Y no es sólo porque está sostenido por las oraciones de la Iglesia, que, como la luna, recibe siempre su luz del sol.