CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 10 de junio de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este miércoles, dedicada a presentar la figura de Juan Escoto Erígena, del siglo IX.
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Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quisiera hablar de un notable pensador del Occidente cristiano: Juan Escoto Erígena, cuyos orígenes son oscuros. Procedía ciertamente de Irlanda, donde había nacido a inicios del siglo IX, pero no sabemos cuándo dejó su isla para atravesar el Canal de la Mancha y entrar así a formar parte plenamente de ese mundo cultural que estaba renaciendo en torno a los carolingios, y en particular, en torno a Carlos el Calvo, en la Francia del siglo IX. Así como no conocemos la fecha exacta de su nacimiento, tampoco conocemos la de su muerte que, según los expertos, debería situarse en torno al año 870.
Juan Escoto Erígena tenía una cultura patrística, tanto griega como latina, de primera mano: conocía directamente los escritos de los padres latinos y griegos. Conocía bien, entre otras, las obras de Agustín, Ambrosio, Gregorio Magno, grandes padres del Occidente cristiano, pero conocía también el pensamiento de Orígenes, de Gregorio de Nisa, de Juan Crisóstomo y de otros padres de Oriente no menos importantes. Era un hombre excepcional, que en aquella época dominaba también el griego. Demostró una atención sumamente particular por san Máximo el Confesor, y sobre todo por Dionisio Areopagita. Bajo este seudónimo, se esconde un escritor eclesiástico del siglo V, de Siria, pero al igual que toda la Edad Media Juan Escoto Erígena, estaba convencido de que este autor era un discípulo directo de san Pablo, del que se habla en los Hechos de los Apóstoles (17, 34). Escoto Erígena, convencido de esta apostolicidad de los escritos de Dionisio, lo calificaba como «autor divino» por excelencia; sus escritos fueron, por tanto, una fuente eminente de su pensamiento. Juan Escoto tradujo al latín sus obras. Los grandes teólogos medievales, como san Buenaventura, conocieron las obras de Dionisio a través de esta traducción. Se dedicó durante toda la vida a profundizar y desarrollar su pensamiento, recurriendo a estos escritos, hasta el punto de que todavía hoy en ocasiones puede ser difícil distinguir cuándo nos encontramos con el pensamiento de Escoto Erígena y cuá0ndo no hace más que proponer el pensamiento del Pseudo Dionisio.
En realidad, el trabajo teológico de Juan Escoto no tuvo mucha suerte. El final de la era carolingia hizo olvidar sus obras, y una censura por parte de la autoridad eclesiástica arrojó sombras sobre su figura. En realidad, Juan Escoto representa un platonismo radical, que en ocasiones parece acercarse a una visión panteísta, si bien sus intenciones personales subjetivas fueron siempre ortodoxas. Hasta nuestros días han llegado algunas obras de Juan Escoto Erígena, entre las cuales merecen ser recordadas, en particular, el tratado «Sobre la división de la naturaleza» y las «Exposiciones sobre la jerarquía celeste de san Dionisio». En ellas, desarrolla estimulantes reflexiones teológicas y espirituales, que podrían sugerir interesantes profundizaciones incluso para los teólogos contemporáneos. Me refiero, por ejemplo, a lo que escribe sobre el deber de ejercer un discernimiento apropiado sobre lo que presenta como auctoritas vera [la verdadera autoridad, ndt.], o sobre el compromiso para seguir buscando la verdad hasta que no se alcance una experiencia de la adoración silenciosa de Dios.
Nuestro autor dice: «Salus nostra ex fide inchoat: nuestra salvación comienza con la fe». Es decir, no podemos hablar de Dios partiendo de nuestras invenciones, sino de lo que el mismo Dios dice sobre sí mismo en las Sagradas Escrituras. Dado que Dios sólo dice la verdad, Escoto Erígena está convencido de que la autoridad y la razón nunca pueden estar en contraposición la una contra la otra. Está convencido de que la verdadera religión y la verdadera filosofía coinciden. Desde esta perspectiva, escribe: «Cualquier tipo de autoridad que no esté confirmada por una verdadera razón debería ser considerada como débil… Sólo es verdadera autoridad aquella que coincide con la verdad descubierta en virtud de la razón, aunque se trate de una autoridad recomendada y transmitida para utilidad de las posteriores generaciones por los santos padres» (I, PL 122, col 513BC). Por tanto, advierte: «Que no te atemorice ninguna autoridad o te distraiga de lo que te hace comprender la persuasión obtenida gracias a una recta contemplación racional. De hecho, la auténtica autoridad no contradice nunca la recta razón, y esta última nunca contradice una verdadera autoridad. La una y la otra proceden sin duda de la misma fuente, que es la sabiduría divina» (I, PL 122, col 511B). Vemos aquí una valiente afirmación del valor de la razón, fundada sobre la certeza de que la verdadera autoridad es razonable, pues Dios es la razón creadora.
La misma Escritura no se libra, según Erígena, de la necesidad de aplicar el mismo criterio de discernimiento. La Escritura, de hecho, afirma el teólogo irlandés, volviendo a plantear una reflexión ya presente en Juan Crisóstomo, no hubiera sido necesaria si el hombre no hubiera pecado. Por tanto, hay que deducir que la Escritura fue dada por Dios con una intención pedagógica y por condescendencia para que el hombre pudiera recordar todo lo que había sido impreso en su corazón desde el momento de su creación «a imagen y semejanza de Dios» (Cf. Génesis 1, 26) y que le había hecho olvidar la caída original. Erígena escribe en las Expositiones: «El hombre no fue creado para la Escritura, de la que no habría tenido necesidad si no hubiera pecado, sino que más bien la Escritura –entretejida de doctrina y símbolos– ha sido donada al hombre. Gracias a ésta, de hecho, nuestra naturaleza racional puede introducirse en los secretos de la auténtica contemplación pura de Dios» (II, PL 122, col 146C). La palabra de la Sagrada Escritura purifica nuestra razón algo ciega y nos ayuda a regresar al recuerdo de lo que nosotros, en cuanto imagen de Dios, llevamos en nuestro corazón, vulnerado por desgracia por el pecado.
De aquí, derivan algunas consecuencias hermenéuticas sobre la manera de interpretar la Escritura, que pueden indicar todavía hoy el camino justo para una correcta lectura de la Sagrada Escritura. Se trata, de hecho, de descubrir el sentido escondido en el texto sagrado y esto supone un ejercicio particular interior gracias al cual la razón se abre al camino seguro hacia la verdad. Este ejercicio consiste en cultivar una constante disponibilidad a la conversión. Para llegar en profundidad a la visión del texto es necesario avanzar simultáneamente en la conversión del corazón y en el análisis conceptual de la página bíblica ya sea de carácter cósmico, histórico o doctrinal. Sólo gracias a la constante purificación tanto del ojo del corazón como del ojo de la mente se puede conquistar la comprensión exacta.
Este camino arduo, exigente y entusiasmante, hecho de conquistas continuas y relativizaciones del saber humano, lleva a la criatura inteligente hasta el umbral del Misterio divino, donde todas las nociones constatan su propia debilidad e incapacidad y llevan, por tanto, a ir más allá –con la simple fuerza libre y dulce de la verdad– de todo los que es alcanzado continuamente. El reconocimiento adorador y silencioso del Misterio, que desemboca en la comunión unificadora, se revela por tanto como el único camino para una relación con la verdad que sea al mismo tiempo la más íntima posible y la más escrupulosamente respetuosa de la alteridad. Juan Escoto, utilizando también en esto un término apreciado por la tradición cristiana de lengua griega, llamó a esta experiencia a la que tendemos «theosis» o divinización, con afirmaciones atre
vidas hasta el punto de que fue sospechado de caer en el panteísmo heterodoxo. De todos modos, suscitan intensa emoción textos como el siguiente, en el que, recurriendo a la antigua metáfora de la fusión del hierro, escribe: «Por tanto, como todo hierro incandescente se hace líquido hasta el punto de que sólo parece fuego, y sin embargo permanecen distintas las sustancias de uno y del otro, del mismo modo hay que aceptar que, después del final de este mundo, toda la naturaleza, tanto la corporal como la incorporal, manifetará sólo a Dios y sin embargo permanecerá íntegra, de manera que Dios pueda ser en cierto sentido comprendido a pesar de que permanezca incomprensible y la criatura misma sea transformada, con maravilla inefable, en Dios» (V, PL 122, col 451B).
En realidad, todo el pensamiento teológico de Juan Escoto se convierte en la demostración más clara del intento de expresar lo explicable de lo inexplicable de Dios, basándose únicamente en el misterio del Verbo hecho carne en Jesús de Nazaret. Las numerosas metáforas utilizadas por él para indicar esta realidad inefable demuestran hasta qué punto es consciente de la absoluta incapacidad de los términos con los que nosotros hablamos de estas cosas. Y, sin embargo, permanece ese encanto y esa atmósfera de auténtica experiencia mística que de vez en cuando se puede tocar casi con la mano en sus textos. Basta citar, como prueba, una página del libro De divisione naturae, que toca profundamente nuestro espíritu de creyentes del siglo XXI: «Sólo hay que desear –escribe– la alegría de la verdad, que es Cristo, y sólo hay que evitar la ausencia de él. Debería considerarse que ésta es la única causa de total y eterna tristeza. Quítame a Cristo y no me quedará ningún bien y no hay nada que me aterrorizará tanto como su ausencia. El peor tormento de una criatura racional es la privación y la ausencia de Él» (V, PL 122, col 989a). Son palabras que podemos hacer nuestras, traduciéndolas en oración a Aquel que constituye también el anhelo de nuestro corazón.
[Al final de la audiencia, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Juan Escoto Eriúgena fue un destacado filósofo del renacimiento carolingio. Poco o nada se sabe de su origen, excepto que nació en torno al año 800, en Irlanda. Posteriormente, se estableció en la corte del rey francés Carlos el Calvo. Murió alrededor del año 870. Fue un buen conocedor de la cultura patrística, dedicando una atención especial a san Máximo el Confesor y, sobre todo, a Dionisio el Areopagita, al que identificaba con aquel ateniense de igual nombre que san Pablo encontró en Atenas, y del cual se habla en el libro de los Hechos de los Apóstoles. A Dionisio, Juan Escoto lo calificaba como el «autor divino» por excelencia y tradujo sus obras del griego al latín. Las intuiciones de Escoto Eriúgena fueron luego recogidas y desarrolladas por algunos grandes místicos occidentales, en particular por el famoso Maestro Eckhart. Sus escritos más importante son el tratado «sobre la división de la naturaleza» y «las exposiciones sobre la jerarquía celeste de San Dionisio». En toda su producción teológica, Juan Escoto se esfuerza por expresar lo inefable de Dios, basándose para ello en el misterio del Verbo hecho carne en Jesús de Nazaret.
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los sacerdotes y fieles de la Archidiócesis de Mérida-Badajoz, a los feligreses de distintas parroquias de España, así como a los grupos procedentes de México y otros países latinoamericanos. Siguiendo las enseñanzas de Juan Escoto, os invito a no desear otra cosa sino el encuentro con Cristo, fuente de la verdadera alegría, y a no tener más tristeza que estar alejados de Él. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]