CIUDAD DEL VATICANO, viernes 2 de octubre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso de Benedicto XVI este viernes al nuevo Embajador de los Estados Unidos ante la Santa Sede, Miguel Humberto Díaz, al aceptar sus cartas credenciales.
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Excelencia,
Me complace aceptar las Cartas que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de los Estados Unidos de América. Recuerdo con agrado mi reunión con el presidente Barack Obama y su familia en julio pasado, y quiero corresponder a los saludos que me trae de su parte. También quiero aprovechar esta ocasión para expresar mi confianza en que las relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y la Santa Sede, iniciadas formalmente hace veinticinco años, han estando marcadas por el diálogo fructífero y la cooperación en la promoción de la dignidad humana, el respeto de los derechos humanos fundamentales, y el servicio de la justicia, la solidaridad y la paz para toda la familia humana.
En el curso de mi visita pastoral a su país el año pasado tuve el placer de encontrar una democracia vibrante, comprometida con el servicio al bien común e inspirada en una visión de igualdad y de igualdad de oportunidades basada en la dignidad y la libertad dad por Dios a cada ser humano. Esa visión, consagrada en los documentos de fundación de la nación, continúa inspirando el crecimiento de los Estados Unidos como una sociedad cohesionada y, al mismo tiempo, pluralista, constantemente enriquecida por los dones aportados por las nuevas generaciones, incluyendo muchos inmigrantes que siguen mejorando y rejuveneciendo a la sociedad estadounidense. En los últimos meses, la reafirmación de esta dialéctica entre tradición y originalidad, unidad y diversidad ha captado la imaginación del mundo, muchos de cuyos pueblos miran a la experiencia norteamericana y a su visión fundacional en su propia búsqueda de modelos viables para una democracia responsable y un desarrollo firme en una sociedad cada vez más interdependiente y global.
Por esta razón, aprecio su reconocimiento de la necesidad de un mayor espíritu de solidaridad y de compromiso multilateral para afrontar los problemas urgentes a los que se enfrenta nuestro planeta. El cultivo de los valores de “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” ya no puede ser visto sólo en términos individuales o nacionales, sino que debe verse desde la perspectiva superior del bien común de toda la familia humana. La continua crisis económica internacional exige claramente una revisión de las actuales estructuras políticas, económicas y financieras a la luz del imperativo ético de garantizar el desarrollo integral de todas las personas. Lo que se necesita, en efecto, es un modelo de globalización inspirado en un auténtico humanismo, en el que los pueblos del mundo se vean no sólo como vecinos, sino como hermanos y hermanas.
El multilateralismo, por su parte, no debe restringirse a cuestiones meramente económicas y políticas, sino que debe plasmarse en la resolución de dirigirse a a todo el espectro de cuestiones relacionadas con el futuro de la humanidad y con la promoción de la dignidad humana, incluyendo el acceso seguro a alimentos y agua, atención sanitaria básica, políticas justas que rijan el comercio y la inmigración, en particular cuando se trate de familias, el control climático y el cuidado del medio ambiente y la eliminación de la amenaza de las armas nucleares. Con respecto a esta última cuestión, deseo expresar mi satisfacción por la reciente Reunión de las Naciones Unidas del Consejo de Seguridad presidido por el presidente Obama, que aprobó por unanimidad la resolución sobre el desarme atómico y que presentó ante la comunidad internacional el objetivo de un mundo libre de armas nucleares armas. Este es un signo prometedor en la víspera de la Conferencia de Revisión del Tratado sobre la no proliferación de las armas nucleares.
Un progreso auténtico, como insiste la enseñanza social de la Iglesia, debe ser integral y humano; no puede prescindir de la verdad sobre los seres humanos y debe estar siempre dirigida a su auténtico bien. En una palabra, la fidelidad al hombre requiere la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de la libertad y de desarrollo real. Por su parte la Iglesia en los Estados Unidos desea contribuir al debate sobre importantes cuestiones éticas y sociales para la formación del futuro de Estados Unidos, proponiendo argumentos respetuosos y razonables, basados en la ley natural y confirmados por la perspectiva de la fe. El punto de vista religioso y la imaginación religiosa no reducen, sino enriquecen, el discurso político y ético, y las religiones, precisamente por tratar sobre el destino final de todo hombre y mujer, están llamadas a ser una fuerza profética de cara a la liberación humana y el desarrollo en todo el mundo, en particular en las zonas asoladas por hostilidades y conflictos. En mi reciente visita a Tierra Santa, hice hincapié en el valor de la comprensión y la cooperación entre los seguidores de las diversas religiones al servicio de la paz, y por eso observo con satisfacción el deseo de su Gobierno de promover la cooperación, como parte de un amplio diálogo entre las culturas y los pueblos.
Permítame, señor Embajador, que insista en la convicción que expresé al principio de mi viaje apostólico a los Estados Unidos. La libertad – esa libertad que para los estadounidenses justamente es tan querida – “no es sólo un don, sino también una llamada a la responsabilidad personal” -, es “una oportunidad para cada generación, que debe ser conquistada para la causa del bien” (Discurso en la Casa Blanca, 16 de abril de 2008). La preservación de la libertad está indisolublemente unida con el respeto de la verdad y la búsqueda de la prosperidad humana auténtica. La crisis de las democracias contemporáneas exige un compromiso renovado de diálogo razonado en el discernimiento de políticas sabias y justas que respeten la naturaleza y la dignidad humanas. La Iglesia en los Estados Unidos contribuye a este discernimiento, en particular mediante la formación de las conciencias y su apostolado educativo, por la que realiza una contribución significativa y positiva a la vida cívica estadounidense y al debate público. Pienso especialmente en la necesidad de un discernimiento claro con respecto a las cuestiones que afectan a la protección de la dignidad humana y el respeto del derecho inalienable a la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, así como la protección del derecho a la objeción de conciencia por parte de los trabajadores de la salud, y de todos los ciudadanos. La Iglesia insiste en el vínculo indisoluble entre la ética de la vida y todos los demás aspectos de la ética social, pues está convencida de que, en las palabras proféticas del anterior papa Juan Pablo II, “una sociedad carece de bases sólidas, cuando, por una parte, afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz, pero por otro lado, actúa radicalmente en contra al permitir o tolerar una variedad de formas en que la vida humana es despreciada y violada, sobre todo cuando es débil o marginada” (Evangelium Vitae, 93, cf. Caritas in veritate, 15).
Señor Embajador, en este comienzo de su nueva misión al servicio de su país, le ofrezco mis buenos deseos y la promesa de mis oraciones. Tenga la seguridad de que siempre podrá contar con las oficinas de la Santa Sede para prestarle asistencia y apoyo que en el cumplimiento de sus funciones. Sobre usted y su familia, y sobre todo el querido pueblo estadounidense, invoco de corazón las bendiciones de Dios de la sabiduría, la fuerza y la paz.
[Traducción del original inglés por Inma Álvarez
© Libreria Editrice Vaticana]