Testimonios de un estilo de vida más humano

Por el cardenal Lluís Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona

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BARCELONA, sábado, 11 de octubre, de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la reflexión que ha escrito el cardenal Lluís Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona, con motivo de las canonizaciones que tendrán lugar en Roma este domingo.

 

Uno de los temas principales del Concilio Vaticano II fue el que quedó plasmado en el capítulo quinto de la Constitución sobre la Iglesia y que se titula «La vocación universal a la santidad en la Iglesia». Este documento, considerado como el eje de todas las disposiciones del Concilio, afirma que «es evidente que la llamada a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad se dirige a todos los fieles, de todo estado o condición, y con esta santidad se promueve, incluso en la sociedad temporal, un estilo de vida más humano» (LG 40).

Esta afirmación tiene una especial relevancia porque nos recuerda que la fe y la santidad tienen efectos benéficos no sólo sobre las personas individuales, sino también sobre la sociedad. La santidad, podríamos decir, es un factor más del bien común de una sociedad. Porque los efectos de las virtudes de los santos y las santas no quedan recluidos en el interior de sus conciencias sino que se expanden beneficiando a toda la sociedad en la que ellos viven y a todos aquellos grupos humanos a los que influyen con la continuidad de las obras creadas por ellos.

Los santos son los mejores testimonios de la fe, pero también son unos grandes benefactores de la humanidad. Tal constatación se cumple admirablemente en los diez santos y santas que Benedicto XVI canoniza este domingo, cuatro de los cuales nos son más conocidos y cercanos.

Helos aquí brevemente. Juana Jugan (1792-1879) vivió en la Francia posterior al terremoto de la Revolución. En medio de no pocas dificultades y tribulaciones, construyó la congregación de las Hermanitas de los Pobres que tienen hoy abiertas casas de acogida para ancianas y ancianos en los cinco continentes del mundo, ofreciendo calor y atención a los más necesitados. Con sus residencias en Barcelona, ellas hacen más humanos los últimos años de muchas personas ancianas de nuestra tierra.

La actitud benéfica del padre Damián de Veuster (1840-1889) entre los leprosos de la isla de Molokai brilla por su claridad. Se hace próximo a los leprosos, y pidió vivir en aquella isla del Pacífico con los afectados por esta enfermedad, considerada entonces incurable. Su solidaridad con ellos le llevó a compartir su misma dolencia. Era sacerdote de la congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y de María (Picpus), también presentes hoy con su apostolado en nuestra ciudad de Barcelona.

El padre Francesc Coll i Guitart (1812-1875), hijo de Gombrén, en la comarca del Ripollés, fue un dominico catalán que vivió el drama de la exclaustración. Pero este hecho no pudo limitar su impulso apostólico. El padre Coll fue un misionero en la Catalunya del siglo XIX, junto a San Antoni María Claret, de quien fue compañero y amigo. En sus misiones por las comarcas catalanas vio el grave problema de la educación de la juventud, sobre todo de las chicas, y para elevar su nivel cultural y formativo fundó las religiosas Dominicas de la Anunciata, que continúan esta misión de promoción de la mujer joven y trabajadora.

Hago mención en último lugar del nuevo san Rafael Arnáiz Barón (1911-1938). Murió joven, a los 27 años. Había estudiado arquitectura y quiso ser monje en la Trapa de San Isidro de Dueñas (Palencia). Sintió la vocación de entregarse del todo a Dios en el retiro, el silencio y la oración por la Iglesia y para el mundo. Hoy, el «hermano Rafael» es un gran testimonio de santidad para los jóvenes cristianos y se ha pensado en hacerlo patrono de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, que el santo Padre presidirá en Madrid el verano del año 2011. Su vocación nos dice que la primacía de Dios y la entrega total a Él, siempre abre en el mundo un horizonte de sentido de la vida y de esperanza en cualquier situación.

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ZENIT Staff

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