CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 28 de octubre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto de la catequesis del Papa hoy, sobre el desarrollo de la teología en el siglo XII, durante la Audiencia General celebrada en la Plaza de San Pedro.
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Queridos hermanos y hermanas,
hoy me detengo en una interesante página de la historia, relativa al florecimiento de la teología latina en el siglo XII, que tuvo lugar por una serie providencial de coincidencias. En los países de Europa occidental reinaba entonces una relativa paz, que aseguraba a la sociedad desarrollo económico y consolidación de las estructuras políticas, que favorecía una vivaz actividad cultural gracias también a los contactos con Oriente. Dentro de la Iglesia se advertían los beneficios de la vasta acción conocida como “reforma gregoriana”, que, promovida en el siglo anterior, había traído una mayor pureza evangélica a la vida de la comunidad eclesial, sobre todo en el clero, y había restituido a la Iglesia y al Papado una auténtica libertad de acción. Además se iba difundiendo una vasta renovación espiritual, apoyada por el exuberante desarrollo de la vida consagrada: nacían y se expandían nuevas órdenes religiosas, mientras que las ya existentes conocían una recuperación prometedora.
Volvió a florecer también la teología adquiriendo una mayor conciencia de su propia naturaleza: afinó el método, afrontó problemas nuevos, avanzó en la contemplación de los Misterios de Dios, produjo obras fundamentales, inspiró iniciativas importantes en la cultura, desde el arte a la literatura, y preparó las grandes obras del siglo posterior, el siglo de Tomás de Aquino y de Buenaventura de Bagnoregio. Dos fueron los ambientes en los que se desarrolló esta ferviente actividad teológica: los monasterios y las escuelas ciudadanas, las scholae, algunas de las cuales bien pronto darían vida a las Universidades, que constituyen uno de los típicos “inventos” del Medioevo cristiano. Precisamente a partir de estos dos ambientes, los monasterios y las scholae, se puede hablar de dos diferentes modelos de teología: la “teología monástica” y la “teología escolástica”. Los representantes de la teología monástica eran monjes, en general abades, dotados de sabiduría y de fervor evangélico, dedicados esencialmente a suscitar y alimentar el deseo amoroso de Dios. Los representantes de la teología escolástica eran hombres cultos, apasionados de la investigación; eran magistri deseosos de mostrar la razonabilidad y la fundamentación de los Misterios de Dios y del hombre, creídos con la fe, pero comprendidos también por la razón. La finalidad distinta explica la diferencia de su método y de su forma de hacer teología.
En los monasterios del siglo XII el método teológico estaba ligado principalmente a la explicación de la Sagrada Escritura, de la sacra pagina, para expresarnos como los autores de aquel período; se practicaba especialmente la teología bíblica. Los monjes, por tanto, eran oyentes y lectores devotos de las Sagradas Escrituras, y una de sus principales ocupaciones consistía en la lectio divina, es decir, en la lectura orante de la Biblia. Para ellos la simple lectura del Texto sagrado no bastaba para percibir su sentido profundo, su unidad interior y su mensaje trascendente. Era necesario por tanto practicar una “lectura espiritual”, conducida en docilidad al Espíritu Santo. En la escuela de los Padres, la Biblia era así interpretada alegóricamente, para descubrir en cada página, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, cuanto se dice de Cristo y de su obra de salvación.
El Sínodo de los obispos del año pasado sobre “La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia” subrayó la importancia del acercamiento espiritual a las Sagradas Escrituras. Con este objetivo, es útil hacer un tesoro de la teología monástica, una exégesis bíblica ininterrumpida, como también de las obras compuestas por sus representantes, preciosos comentarios ascéticos a los libros de la Biblia. A la preparación literaria la teología monástica unía por tanto la espiritual. Era por tanto consciente de que una lectura puramente teórica y profana no es suficiente: para entrar en el corazón de la Sagrada Escritura, se la debe leer en el espíritu en el que fue escrita y creada. La preparación literaria era necesaria para conocer el significado exacto de las palabras y facilitar la comprensión del texto, afinando la sensibilidad gramatical y filológica. El investigador benedictino del siglo pasado Jean Leclercq tituló así el ensayo con el que presenta las características de la teología monástica: L’amour des lettres et le désir de Dieu (“El amor de las letras y el deseo de Dios”). En efecto, el el deseo de conocer y de amar a Dios, que nos sale al encuentro a través de su Palabra que hay que acoger, meditar y practicar, conduce a buscar la profundización de los textos bíblicos en todas sus dimensiones. Hay también otra actitud sobre la que insisten aquellos que practican la teología monástica, y es el de una actitud íntima de oración, que debe preceder, acompañar y completar el estudio de la Sagrada Escritura. Dado que, en último análisis, la teología monástica es escucha de la Palabra de Dios, no se puede no purificar el corazón para acogerla y, sobre todo, no se puede no encenderlo de fervor para encontrar al Señor. La teología se convierte por tanto en meditación, oración, canto de alabanza y empuja a una sincera conversión. No pocos representantes de la teología monástica han llegado, por esta vía, a las más altas metas de la experiencia mística, y constituyen una invitación también para nosotros a nutrir nuestra existencia de la Palabra de Dios, por ejemplo, mediante una escucha más atenta de las lecturas y del Evangelio especialmente en la Misa dominical. Es importante además reservar un cierto tiempo cada día a la meditación de la Biblia, para que la Palabra de Dios sea lámpara que ilumina nuestro camino cotidiano en la tierra.
La teología escolástica, en cambio – como decía – se practicaba en las scholae, surgidas junto a las grandes catedrales de la época, para la preparación del clero, o en torno a un maestro de teología y a sus discípulos, para formar profesionales de la cultura, en una época en la que el saber era cada vez más apreciado. En el método de los escolásticos era central la quaestio, es decir, el problema que se pone al lector al afrontar las palabras de la Escritura y de la Tradición. Ante el problema que estos textos autorizados plantean, surgen cuestiones y nace el debate entre el maestro y los estudiantes. En este debate aparecen por una parte los argumentos de la autoridad, y por otra parte, los de la razón y el debate se desarrolla en el sentido de encontrar, al final, una síntesis entre autoridad y razón para llegar a una comprensión más profunda de la Palabra de Dios. Al respecto, san Buenaventura dice que la teología es per additionem (cfr Commentaria in quatuor libros sententiarum, I, proem., q. 1, concl.), es decir, que la teología añade la dimensión de la razón a la Palabra de Dios y así crea una fe más profunda, más personal y por tanto también más concreta en la vida del hombre. En este sentido, se encontraban diversas soluciones y se formaban conclusiones que comenzaban a construir un sistema de teología. La organización de las quaestiones llevaba a la compilación de síntesis cada vez más extensas, es decir se componían las diversas quaestiones con las respuestas resultantes, creando así una síntesis, las llamadas summae, que eran en realidad amplios tratados teológico-dogmáticos nacidos de la confrontación de la razón humana con la Palabra de Dios. La teología escolástica buscaba presentar la unidad y la armonía de la Revelación cristiana con un método, llamado precisamente “escolástico”, de la esc
uela, que concede confianza a la razón humana: la gramática y la filología están al servicio del saber teológico, pero lo está aún más la lógica, es decir, esta disciplina que estudia el “funcionamiento” del razonamiento humano, de modo que aparezca claramente la verdad de una proposición. Aún hoy, leyendo las summae escolásticas uno se queda sorprendido por el orden, la claridad, la concatenación lógica de los argumentos y por la profundidad de algunas intuiciones. Con lenguaje técnico, se atribuye a cada palabra un significado preciso y, entre el creer y el comprender, se establecía un movimiento recíproco de clarificación.
Queridos hermanos y hermanas, haciendo eco de la invitación de la Primera Carta de Pedro, la teología escolástica nos anima a estar siempre dispuestos a responder a quien pida razones de la esperanza que está en nosotros (cfr 3,15). Sentir las preguntas como nuestras y ser así capaces también de dar una respuesta. Nos recuerda que entre fe y razón existe una amistad natural, fundada en el mismo orden de la creación. El Siervo de Dios Juan Pablo II, en el incipit de la Encíclica Fides et ratio escribe: «La fe y la razón son como las dos alas, con las que el espíritu humano se alza hacia la contemplación de la verdad”. La fe está abierta al esfuerzo de la comprensión por parte de la razón; la razón, a su vez, reconoce que la fe no la mortifica, al contrario, la empuja hacia horizontes más amplios y elevados. Se inserta aquí la perenne lección de la teología monástica. Fe y razón, en diálogo recíproco, vibran de alegría cuando ambas están animadas por la búsqueda de la íntima unión con Dios. Cuando el amor vivifica la dimensión orante de la teología, el conocimiento, adquirido por la razón, se engrandece. La verdad se debe buscar con humildad, acogida con estupor y gratitud: en una palabra, el conocimiento crece sólo si se ama la verdad. El amor se convierte en inteligencia y la teología auténtica, sabiduría del corazón, que orienta y sostiene la fe y la vida de los creyentes. Oremos por tanto para que el camino del conocimiento y de la profundización de los Misterios de Dios sea siempre iluminado por el amor divino.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]