MADRID, viernes, 9 de abril de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos la entrevista, que ha concedido al semanario "Alfa y Omega" (http://www.alfayomega.es), el cardenal Antonio María Rouco, arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal Española, sobre Juan Pablo II en el quinto aniversario de su fallecimiento.
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«El pontificado de Juan Pablo II tiene para la Iglesia un significado de tal magnitud y hondura que, probablemente, a los cinco años de su muerte, sea pronto todavía para comprenderlo en toda su complejidad y riqueza», afirma el cardenal Rouco, arzobispo de Madrid, y uno de los que mejor conocieron a aquel Papa, tan vinculado a España.
A la riqueza del magisterio y la fuerza de Juan Pablo II, el cardenal Rouco Varela une también una serie de circunstancias históricas únicas en todos los órdenes, en las que las cualidades humanas y sobrenaturales de aquel Pontífice resultaron providenciales, para la Iglesia y para el mundo, y muy especialmente para España. «Juan Pablo II es elegido Papa en 1978, prácticamente una década después del Concilio Vaticano II», recuerda el arzobispo de Madrid, entonces joven obispo auxiliar de Santiago de Compostela, que, por su vinculación académica a Alemania, había podido conocer, de primera mano, la situación en Europa central. «La Iglesia se encontraba en un momento de aplicación difícil, a veces traumática, aunque también muy esperanzada, del Concilio Vaticano II. Desde 1965, nos encontrábamos con una ola de secularizaciones de sacerdotes, consagrados y consagradas con una rapidez desconocida en la historia de la Iglesia. Simultáneamente, la Iglesia vivía, de forma muy dramática a veces, su relación con un mundo en el que la presencia de la utopía marxista tocaba y llegaba al corazón mismo de la reflexión teológica y de las orientaciones pastorales de la Iglesia, de una forma global, mundial, y también con acentos especiales en Iberoamérica, en países de Asia y de África».
El clima general era de incertidumbre. «La asimilación espiritual del Concilio, desde lo más hondo de la necesidad de un nuevo impulso de la vocación a la santidad del cristiano, tampoco hallaba claros cauces de realización y de vida. Había una atmósfera de cierta oscuridad intelectual, de turbación interior de las personas, de inseguridad... Pablo VI había tomado el timón de la Iglesia con mucha firmeza y serenidad. Desde después de terminada la primera sesión del Concilio, había sido un guía luminoso del acontecer conciliar, pero pronto tuvo que hacer frente a situaciones dificilísimas, con una fe valiente y firme, y un sentido y un diagnóstico acerca de lo que estaba ocurriendo, que a muchos no agradaba, pero que resultó ser realmente certero. Entre su magisterio, destaca un documento paradigmático: la encíclica Humanae vitae; no sólo por lo que significaba de aclaración de principios fundamentales de la moral y de la existencia cristianas, sino por cómo aclaraba materias decisivas para el hombre, sea cual sea el contexto de fe en el que viva, que son la sexualidad humana, el matrimonio y la familia. La forma como fue acogida esta encíclica, en muchos casos combatida y negada, incluso dentro de la Iglesia, revelaba problemas en el encaje espiritual y pastoral del Concilio. Y entonces aparece Juan Pablo II, como una figura -para lo que es el promedio de edad de los obispos sucesores de Pedro- joven, desbordante desde el punto de vista físico, psicológico, humano..., con cualidades de comunicación fuera de lo corriente, y con una lucidez intelectual y moral grande y valiente. Juan Pablo II no tiene miedo de afirmar lo que el Concilio supone para la Iglesia: un gran don del Espíritu Santo. Ni lo tiene tampoco, a la hora de dirigir la aplicación del Concilio, en clara comunión con la tradición de la Iglesia, y también como respuesta a todos los problemas más agudos y graves del momento».
«En segundo lugar, no duda en dar impulso a esos cauces de vida de la Iglesia que el Concilio pone en marcha y que podríamos calificar como sinodales. Promulga un nuevo Código de Derecho Canónico, donde las instituciones para la corresponsabilidad de todos los fieles en la vida y la misión de la Iglesia cuajan y maduran, de una forma sistemática y ordinaria, en la relación de los obispos con su cabeza, en la forma de actualizar la dimensión colegial del gobierno de la Iglesia. Se hacen ordinarias y periódicas las Asambleas generales y especiales del Sínodo de los Obispos, y más en momentos muy significativos, como es el Jubileo del año 2000, que el Papa prepara con Sínodos continentales haciendo un repaso de la vida de la Iglesia en cada uno de ellos...»
Un magisterio universal
Si Pablo VI es ya «el Papa de la Plaza de San Pedro con las multitudes, del encuentro con las masas en los cinco continentes...», explica el cardenal Rouco, en Juan Pablo II, ese «estilo de ejercer el Magisterio se convierte en una forma universal, permanente, y no sólo en momentos puntuales». Con el Papa polaco, además, la Iglesia se hace presente «en los distintos teatros donde se desarrolla la Historia del hombre. Sus Viajes apostólicos, por ejemplo, forman parte viva y normal del ejercicio de su ministerio, y no hay ningún campo de la realidad social, en la historia del último tercio del siglo XX y primeros años del XXI, en el que no estuviera presente el Papa, anunciando el Evangelio, al frente de una Iglesia que él quiere ver renovada y refrescada espiritualmente a fondo a la luz del Concilio Vaticano II, interpretado rectamente, a la luz de la gran tradición viva de la Iglesia y con un espíritu de caridad pastoral extraordinario aplicado a la observación y al diagnóstico del momento actual».
Además, el pontificado de Juan Pablo II destaca en «el desarrollo de la doctrina social de la Iglesia y en su aplicación, teniendo muy presentes las necesidades de cada continente y las situaciones particulares».
Esa universalidad que Juan Pablo II imprime a su ministerio se acentúa por su habilidad para poner el acento en puntos concretos de especial trascendencia. «Por comenzar por un asunto, no el más importante, podríamos hablar de su papel en la caída del Muro de Berlín y en la desaparición del sistema comunista en el Este de Europa. Y más allá de eso, de cómo acompañó la configuración de Europa, iluminando los procesos de unidad que habían comenzado en los años 50. Esa unidad debía fundamentarse sobre bases sólidas de cultura, de espíritu, de moral y de fe. Las raíces de Europa, desde el punto de vista histórico, son inequívocamente cristianas, y Juan Pablo II desarrolló en esa línea su magisterio, sin descuidar el diálogo con el mundo laico no hostil a la Iglesia, y favoreciendo el encuentro de las confesiones cristianas...»
El magisterio de Juan Pablo II cristaliza no sólo «en puntos temáticos decisivos en aquel momento»: también se centra en grupos de personas clave. «Podríamos hablar del matrimonio y de la familia, de la juventud; de sus discursos en la ONU y de sus referencias al proceso de integración europeo; de cómo se vuelca en la conmemoración del V centenario de la evangelización de América...»
¡Parecía que te iba a levantar!
El cardenal Rouco tuvo la suerte de vivir «muchos momentos de gran cercanía» con Juan Pablo II. En el momento de su elección, confiesa, «siendo yo obispo auxiliar de Santiago de Compostela, a punto de subir al avión hacia Alemania, para unas confirmaciones entre las comunidades de emigrantes españoles, pensé que el elegido debía ser un africano, por cómo sonaba el apellido...» Esa impresión, en seguida, se completa con «aquella primera frase, q
ue tanto nos impactó: No tengáis miedo de abrir las puertas a Cristo».
El primer encuentro personal se haría esperar sólo unos meses. En aquella audiencia, «me acogió con una cordialidad paterna que me conmovió, dándome ánimos con un vigor incluso físico... ¡Te cogía los hombros, y parecía que te iba a levantar del suelo!» Era algo muy característico en él: «Siempre, cuando se encontraba con una persona joven, en este caso un obispo, le daba ánimos y encontraba la forma de inyectarle energía espiritual y entusiasmo apostólico».
Los contactos entre el cardenal Rouco y Juan Pablo II se repitieron muy a menudo, porque España fue uno de los países más visitados por este Papa, y uno de los países, también, que él mejor conocía y más presentes tenía siempre. Pero donde mejor percibe el cardenal la dilección particular de Juan Pablo II por España es en su última Visita, en mayo de 2003: «Al recibir la invitación, a pesar de las dificultades de salud, no dudó en aceptar, en un gesto que muchos interpretamos como un querer venir a despedirse de España, antes de su muerte». Esa voluntad se manifiesta de forma especialmente clara hacia los jóvenes españoles. «Sus palabras a los jóvenes en Cuatro Vientos tienen mucho de eso, de algo así como la última voluntad del Papa a los jóvenes, cuando, por ejemplo, les pide que sean testigos del Señor».
En este Viaje quedó también patente la confianza y esperanza puestas por Juan Pablo II en España. «Él conocía bien y estimaba la historia de la Iglesia en España y de su acción misionera a partir del siglo XVI; estaba particularmente familiarizado también con lo que significó el Camino de Santiago en la construcción de Europa, como demostró en la IV Jornada Mundial de la Juventud. Y, sobre todo, conocía muy bien las posibilidades de fidelidad católica y de comunión de España con la Iglesia y con su pastor universal, algo que apreciaba él mucho».
Se queda el cardenal Rouco, entre los muchos recuerdos de esta Visita, con la homilía en la canonización de cinco nuevos santos, y con las palabras finales del Papa, «verdaderamente emocionantes, cuando nos dice que no perdamos nuestras raíces, que continuemos esa aportación de la experiencia y de la fidelidad de España hacia la Iglesia, en mantener la identidad católica, y el arrojo y el entusiasmo apostólico, asumiendo con generosidad nuestra responsabilidad, nuestra vocación, como propia dentro de la Iglesia».
Sin embargo, para el cardenal Rouco, «los recuerdos quizá más intensos son los de la IV Jornada Mundial de la Juventud», en Santiago de Compostela, en 1989, puesto que, como arzobispo, fue esa ocasión en la que pudo «acompañarle más tiempo y más cercanamente, ya que el Papa se alojó en la casa del arzobispo de Santiago». En la noche tras su llegada -recuerda-, Juan Pablo II «apenas durmió, porque venía con fiebre, con alguna infección de garganta, quizá. No quiso decirlo, y se sobrepuso plenamente en la noche de la Vigilia en el Monte del Gozo, donde hacía un frío notable. Juan Pablo II se entregó a los jóvenes totalmente».
Fue una visita a España con un programa muy intenso «para una persona que ya no era tan joven, y había sufrido el atentado del 13 de mayo de 1981. No se le apreciaban huellas llamativas, pero ya los años le pesaban».
La última ocasión en que don Antonio María Rouco pudo ver a Juan Pablo II fue sólo unos pocos días antes de su muerte, en la visita ad limina de los obispos de la Provincia Eclesiástica de Madrid. «Preguntaba y contestaba con monosílabos», recuerda; «yo le hablé en español, como me pidió... Preguntó cómo estaba el Príncipe, y pasó enseguida al tema de las vocaciones y los seminaristas. Sacamos la impresión de que el Papa había mejorado, pero, a la mañana siguiente, nos dieron la noticia de que no había podido recibir ya a más obispos, de manera que pudimos llevarnos ese recuerdo final: su interés grande por España, muy centrado, sobre todo, en las vocaciones y en los aspirantes al sacerdocio».