CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 24 de abril de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito Giovanni Maria Vian, director de "L'Osservtore Romano", al concluir la visita pastoral de Benedicto XVI a Malta entre el 17 y el 18 de abril.




Al fundador de la comunidad de Taizé le gustaba repetir con palabras de un cristiano del siglo IV, el obispo Atanasio de Alejandría, que Cristo resucitado viene a animar una fiesta en el corazón del hombre. Esta frase, que el hermano Roger hizo suya, refleja muy bien el sentido del último viaje papal. Y no sólo porque la visita a Malta fue una fiesta extraordinaria, sino también y sobre todo porque el 14º viaje internacional de Benedicto XVI -que no es casualidad que haya seguido las huellas de san Pablo- concluyó el quinto año de un pontificado dirigido ante todo a hacer espacio a Dios y a su presencia en el corazón de los hombres de hoy, en el contexto de sociedades que, por el contrario, parece que lo han olvidado e incluso quieren eliminarlo.


En un pequeño país con una arraigada tradición católica -que tiene la valentía también política de mantener posiciones que van contracorriente sobre el matrimonio y la familia, y sobre la protección de la persona humana, en un contexto cultural europeo muy distinto- el Papa fue el centro de una fiesta insólita e inesperada en muchos aspectos. Acogido con gran cordialidad por el presidente, Gorg Abela, y por las demás autoridades institucionales, Benedicto XVI se vio literalmente sumergido por la simpatía y el afecto del pueblo maltés, que inundó las calles de la isla. En un abrazo metafórico en el cual la ejemplar autodisciplina de origen británica se mezcló con un calor mediterráneo desbordante hasta tal punto que, por primera vez en el último quinquenio, esta conmovedora acogida provocó un incontenible retraso en la organización impecable y cronométrica de los viajes papales.


Como siempre en estos cinco años, el Papa ha sabido hablar al corazón de las mujeres y los hombres de Malta, explicando que la coherencia y el compromiso que nacen del Evangelio son, como en los primeros siglos del cristianismo, una verdadera contracultura. La misma que predicaba san Pablo, que en el camino de Damasco supo abrirse a lo imprevisto de Dios y en el naufragio fue valiente ante lo desconocido. El apóstol fue severo en sus escritos, observó Benedicto XVI ante miles de jóvenes, y explicó el porqué: «Dios nos ama a cada uno con una profundidad e intensidad que ni siquiera podemos imaginar» y «desea purificarnos de nuestros errores y fortalecer nuestras virtudes». En efecto, Dios «no rechaza a nadie» -y del mismo modo «la Iglesia no rechaza a nadie»- sino que «nos desafía a cada uno de nosotros a cambiar».



En este proceso de purificación incesante la Iglesia de Roma está llamada a la ejemplaridad, y esto es lo que está haciendo su Obispo desde el día en que fue elegido como Sucesor de Pedro. Por eso, también en Malta Benedicto XVI indicó el camino a sus fieles y al mundo, encontrándose con algunas víctimas de abusos por parte de miembros del clero católico. Para declarar su vergüenza y su dolor, para asegurar que se hará todo lo posible a fin de restablecer la justicia, pero sobre todo para rezar y mostrarles la cercanía de Dios. Porque esta es la tarea principal del Papa: repetir a toda criatura que Dios la ama. Y Benedicto XVI sabe anunciar como nadie la fiesta de Cristo resucitado.