CIUDAD DEL VATICANO, lunes 21 de junio de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió el pasado sábado a los obispos de la Conferencia Episcopal de Brasil, Región LESTE II, a quienes recibió con motivo de su visita ad Limina Apostolorum.
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Queridos Hermanos en el Episcopado,
“llamados a ser santos, junto con todos aquellos que en cualquier parte invocan el nombre de Jesucristo, nuestro Señor, Señor de ellos y nuestro. Llegue a vosotros la gracia y la paz que proceden de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo” (1 Cor 1, 2-3). Con estas palabras, os acojo a todos vosotros, amados Pastores de Regional Leste 2 en visita ad Limina, y os saludo con gran afecto una conciencia del vínculo colegial que une al Papa con los obispos en vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz. Agradezco a monseñor Walmor las amables palabras con que interpretó vuestros sentimientos de homenaje a la Sede de Pedro e ilustró los desafíos y problemas que son objeto de vuestro empeño en bien de la grey que Dios os confió en los Estados de Espíritu Santo y Minas Gerais.
Veo que amáis profundamente a vuestras diócesis y también yo participo íntimamente de este amor vuestro, acompañándoos con la oración y la solicitud apostólica. La nuestra es una bella historia con inicio palpable en las Bulas expedidas por el Sucesor de Pedro para la ordenación episcopal y en aquel “Heme aquí” proferido por cada uno al inicio de la ceremonia de su consagración y consiguiente ingreso en el Colegio de los Obispos. De él comenzasteis a formar parte “en virtud d la consagración episcopal y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros” (Nota Explicativa Previa, anexa a la Const. dogm. Lumen gentium), volviéndoos sucesores de los Apóstoles con la triple función de enseñar, santificar y gobernar el pueblo de Dios.
En cuanto maestros y doctores de la fe, tenéis la misión de enseñar con audacia la verdad que se debe creer y vivir, presentándola de forma auténtica. Como os dije en Aparecida, “la Iglesia tiene la gran tarea de conservar y alimentar la fe del pueblo de Dios, y recordar también a los fieles (…) que, en virtud de su bautismo, están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo” (Discurso inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latino-Americano y del Caribe, 13/V/2007, 3). Ayudad, por tanto, a los fieles confiados vuestros cuidados pastorales a descubrir la alegría de la fe, la alegría de ser personalmente amados por Dios, que entregó a su Hijo para nuestra salvación. Como bien sabéis, creer consiste sobre todo en abandonarse a este Dios que nos conoce y ama personalmente, aceptando la Verdad que Él reveló en Jesucristo con la actitud que nos lleva a tener confianza en él como revelador del Padre. Queridos hermanos, tened gran confianza en la gracia y sabed infundir esta confianza en vuestro pueblo, para que la fe sea siempre guardada, defendida y transmitida en su pureza e integridad.
Como administradores del supremo sacerdocio, tenéis que procurar que la liturgia sea verdaderamente una epifanía del misterio, o sea, expresión de la naturaleza genuina de la Iglesia, que activamente presta culto a Dios por Cristo en el Espíritu Santo. De todos los deberes de vuestro ministerio, “el más imperioso e importante es la responsabilidad en la celebración de la Eucaristía”, pues os compete “proveer para que los fieles tengan la posibilidad de acceder a la mesa del Señor, sobre todo en el domingo, que es el día en que la Iglesia – comunidad y familia de los hijos de Dios – descubre su peculiar identidad cristiana alrededor de los presbíteros” (Juan Pablo II, Exort. ap. Pastores gregis, 39). La tarea de santificar que recibisteis os impone también ser promotores y animadores de la oración en la ciudad humana, frecuentemente agitada, ruidosa y olvidada de Dios: debéis crear lugares y ocasiones de oración, donde en el silencio, en la escucha de Dios, en la oración personal y comunitaria, el hombre pueda encontrar y hacer experiencia viva de Jesucristo, que revela el rostro auténtico del Padre. Es preciso que las parroquias y lo santuarios, los ambientes de educación y sufrimiento, las familias, se vuelvan lugares de comunión con el Señor.
En fin, como guías del pueblo cristiano, debéis promover la participación de todos los fieles en la edificación de la Iglesia, gobernando con corazón de siervo humilde y pastor afectuoso, teniendo en vista la gloria de Dios y la salvación de las almas. En virtud del mandato de gobernar, el obispo está llamado también a juzgar y disciplinar la vida del pueblo de Dios confiado a sus cuidados pastorales, a través de leyes, directrices y sugerencias, como está previsto por la disciplina universal de la Iglesia. Este derecho y deber es muy importante para que la comunidad diocesana permanezca unida en su interior y camine en sincera comunión de fe, de amor y de disciplina con el Obispo de Roma y con toda la Iglesia. Para eso, no os canséis de alimentar en los fieles el sentido de pertenencia a la Iglesia y la alegría de la comunión fraterna.
Al mismo tiempo, el gobierno del obispo solo será pastoralmente provechoso “si goza del apoyo de una buena credibilidad moral, que deriva de su santidad de vida. Tal credibilidad predispondrá las mentes a acoger el Evangelio anunciado por él en su Iglesia y también las normas que él establezca para el bien del pueblo de Dios” (Ibid., 43). Por eso, plasmado interiormente por el Espíritu Santo, que cada uno de vosotros se haga “todo para todos” (cf. 1 Cor 9, 22), proponiendo la verdad de la fe, celebrando los sacramentos de nuestra santificación y testimoniando la caridad del Señor. Acoged de corazón abierto a cuantos llamen a vuestra puerta: aconsejaos, confortaos y apoyaos en el camino de Dios, procurando guiar a todos hacia aquella unidad en la fe y en el amor de la cual, por voluntad del Señor, debéis ser principio y fundamento visible en vuestras diócesis (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 23).
¡Queridos hermanos en el Episcopado! Al concluir este encuentro nuestro, deseo renovar a cada uno de vosotros mis sentimientos de gratitud por el servicio que prestáis a la Iglesia con viva dedicación y amor. Por intercesión de la Virgen María, “ejemplo de ese afecto maternal del que deben estar animados todos cuantos cooperan en la misión apostólica que la Iglesia tiene de regenerar a los hombres” (Ibid., 65), invoco de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, sobre vuestro ministerio la abundancia de los dones y consuelos celestes y os concedo, extensiva a los sacerdotes y diáconos, a los consagrados y consagradas, a los seminaristas y a los fieles laicos de vuestras comunidades diocesanas, una particular Bendición Apostólica.
[Traducción del original portugués por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]