ROMA, sábado, 26 de junio de 2010 (ZENIT.org).-Publicamos la meditación que pronunció el cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Québec y primado de Canadá, el 10 de junio, en el encuentro internacional de sacerdotes con motivo de la conclusión del Año Sacerdotal en la basílica de San Pablo Extramuros con el título «Cenáculo: invocación al Espíritu Santo con María, en comunión fraterna»
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«Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago, hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas, hijo de Santiago. Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús» (Hechos 1, 13-14)
Queridos amigos,
El Santo Padre Juan Pablo II amaba particularmente esta escena de los Hechos de los Apóstoles. Se sumergía literalmente en contemplación, en la conciencia de pertenecer a este misterio con toda la Iglesia y de modo especial con los sacerdotes. Desde el Cenáculo de Jerusalén, él les dirigía este mensaje:
Desde este lugar santo me surge espontáneamente pensar en vosotros en las diversas partes del mundo, con vuestro rostro concreto, más jóvenes o más avanzados en años, en vuestros diferentes estados de ánimo: para tantos, gracias a Dios, de alegría y entusiasmo; y para otros, de dolor, cansancio y quizá de desconcierto. En todos quiero venerar la imagen de Cristo que habéis recibido con la consagración, el «carácter» que marca indeleblemente a cada uno de vosotros. Éste es signo del amor de predilección, dirigido a todo sacerdote y con el cual puede siempre contar, para continuar adelante con alegría o volver a empezar con renovado entusiasmo, con la perspectiva de una fidelidad cada vez mayor» (Carta a los sacerdotes, Jueves Santo del año 2000).
Este mensaje formulado en el cenáculo de Jerusalén, la ciudad santa por excelencia, nos interpela en esta primera basílica mariana de la cristiandad y en esta hora bendita del Año Sacerdotal. Nos recuerda el amor de predilección que nos eligió y nos reúne en oración en el cenáculo, como los Apóstoles permanecieron en oración con María después de la Resurrección, en la espera de que se cumpliera la promesa del Señor: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hechos 1, 8).
San Ireneo de Lyón describe esta fuerza del Espíritu que ha atravesado los siglos:
«El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad, Espíritu de temor de Dios. A su vez, el Señor lo ha donado a la Iglesia, enviando al Paráclito sobre toda la tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había sido arrojado Satanás como un rayo» (Contra las herejías).
El día de mi ordenación sacerdotal, después de la imposición de manos, yo quedé impresionado por una palabra de San Pablo para el resto de mis días: «Esto no quiere decir que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, pero sigo mi carrera con la esperanza de alcanzarla, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (Fil. 3, 12). Ordenado sacerdote en 1968, comencé mi ministerio en una atmósfera de contestación general que habría podido hacer desviar o incluso interrumpir mi carrera, como ocurrió en aquel período para muchos sacerdotes y religiosos. La experiencia misionera, la amistad sacerdotal y la cercanía de los pobres me ayudaron a sobrevir a la agitación de los años postconciliares.
Hoy somos testigos de la irrupción de una ola de contestación sin precedentes sobre la Iglesia y el sacerdocio, tras la revelación de escándalos de los que debemos reconocer la gravedad y reparar con sinceridad las consecuencias. Pero más allá de las necesarias purificaciones merecidas por nuestros pecados, también hay que reconocer en el momento presente una abierta oposición a nuestro servicio de la verdad y también los ataques desde el exterior y desde el interior que buscan dividir a la Iglesia. Nosotros rezamos juntos por la unidad de la Iglesia y por la santificación de los sacerdotes, estos heraldos de la Buena Noticia de la salvación.
En el auténtico espíritu del Concilio Vaticano II, nos recogemos en la escucha de la Palabra de Dios, como los padres conciliares que nos han dado la Constitución Dei Verbum: «Os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn.1, 2-3).
Queridos amigos, una gran figura sacerdotal nos acompaña y nos guía en esta meditación, el santo Cura de Ars, declarado patrono de todos los sacerdotes, por la gracia de Dios y la sabiduría de la Iglesia.
San Juan María Vianney confesó a la Francia arrepentida, desgarrada y atormentada por la Revolución y de lo que allí surgió. Fue un sacerdote ejemplar y un pastor lleno de celo. Puso la oración en el corazón de la vida sacerdotal. «Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con Él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada». «Oh Dios mío, si mi lengua no pudiera decir que te amo en cada instante, quiero que mi corazón te lo repita tantas veces cuantas respiro».
Estamos aquí, en gran número, en esta Basílica, con María, madre de Jesús y madre nuestra. Juntos «adoramos al Padre en espíritu y en verdad por la mediación del Hijo que hace descender sobre el mundo, de parte del Padre, las bendiciones celestiales» (San Cirilo de Alejandría). A través de la fe, estamos unidos a todos los sacerdotes del mundo en comunión fraterna, bajo la guía de nuestro Santo Padre el Papa Benedicto XVI, a quien agradecemos desde lo profundo del corazón por haber convocado este Año Sacerdotal.
El misterio del sacerdocio
La Iglesia Católica cuenta hoy con 408.024 sacerdotes distribuidos en los cinco continentes. 400.000 sacerdotes: es mucho y es poco para más de mil millones de católicos. 400.000 sacedotes y, sin embargo, un solo Sacerdote, Jesucristo, el único medidador de la Nueva Alianza, aquel que presentó «súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a Aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión» (Heb. 5, 7).
A causa de la desobediencia, el hombre pecador ha perdido desde los orígenes la gracia de la filiación divina. Es por eso que los hombres nacen privados de la gracia original. Era necesario que esta gracia fuese restaurada por la obediencia de Jesucristo: «Aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, porque Dios lo proclamó Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec» (Heb 5).
Este único y gran Sacerdote está en la cima del calvario como un nuevo Moisés, sosteniendo el combate de las fuerzas del amor contra las fuerzas del mal. Con los brazos clavados a la cruz de nuestras iglesias, pero los ojos abiertos como el crucifijo de San Damián, Él pronuncia sobre la Iglesia, sobre el mundo y sobre el universo entero, la gran Epíclesis.
Luego, en cada Eucaristía, la inmensa epíclesis de Pentecostés escucha y corona la invocación de la cruz. Cristo, con los brazos extendidos entre cielo y tierra, recoge todas las miserias y todas las intenciones del mundo. Él transforma en ofrenda agradable todo el dolor, todos los rechazos y todas las esperanzas del mundo. En un único Acto de Amor infinito, Él presenta al Padre el trabajo de los hombres, los sufrimientos d
e la humanidad y los bienes de la tierra. En Él, «todo está cumplido». El sacrificio de amor del Hijo satisface todas las exigencias de amor de la Nueva Alianza. Su descenso a los infiernos, hasta las profundidades extremas de la noche, hace resonar la Palabra de Dios, la Palabra del Padre, que proclama hasta los confines del universo: «Tú eres mi Hijo muy amado, en ti tengo puesta toda mi predilección» (Mc 1, 11).
De este modo, el Padre responde a la oración del Hijo: «Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera» (Jn 17, 5). No pudiendo negar nada a su Hijo, el Padre hace descender sobre él el don último de la gloria, el don del Espíritu Santo, según la palabra de san Juan Evangelista y la interpretación que da de ella san Gregorio de Nisa.
De aquí el Evangelio de Dios proclamado por Pablo a los Romanos, «acerca de su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, nacido de la estirpe de David según la carne, y constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu santificador por su resurrección de entre los muertos» (Rm 1, 3-4). Resurrección de Cristo: revelación suprema del misterio del Padre, confirmación de la gloria del Hijo, fundamento de la creación y de la salvación.
La Iglesia de Dios lleva este Evangelio de Dios a todo el mundo desde sus orígenes, en el poder del Espíritu Santo. De esto, nosotros somos testigos.
Queridos hermanos sacerdotes, la Iglesia es el sacramento de la salvación. En ella, nosotros somos el sacramento de este gran Sacerdote de los bienes presentes y futuros. Hemos nacido del intercambio de amor entre las Personas divinas y el Cristo-Sacerdote ha puesto sobre nosotros su celestial y gloriosa impronta. Habitados y poseídos por Él, elevamos a Dios Padre la súplica y el grito de la humanidad sufriente. Por Él, con Él y en Él, en comunión con el pueblo de Dios, reconocemos el misterio que nos es propio y damos gracias a Dios.
400.000 sacerdotes y, sin embargo, un único Sacerdote. Por el poder del Espíritu Santo, el Resucitado une a sí ministros de su Palabra y de su ofrenda. Por medio nuestro, Él permanece presente como el primer día y aún más que en el primer día ya que ha prometido que nosotros haríamos cosas más grandes. Cristo iba al encuentro de sus hermanos y sus hermanas caminando hacia la Cruz. Nosotros, sus ministros, vamos hacia nuestros hermanos y hermanas en su Nombre y en su poder de Resucitado. Nosotros estamos aferrados a Cristo, plenitud de la Palabra, y enviados por todos los caminos del mundo sobre las alas del Espíritu.
«Por lo tanto – escribe Benedicto XVI -, el sacerdote que actúa in persona Christi Capitis y en representación del Señor, no actúa nunca en nombre de un ausente, sino en la Persona misma de Cristo resucitado, que se hace presente con su acción realmente eficaz» (Audiencia general, 14 de abril de 2010).
El Espíritu Santo garantiza nuestra unidad de ser y de obrar con el Único Sacerdote, aunque sigamos siendo 400.000. Él es quien hace de la multitud una sola grey, un solo Pastor. Ya que si el sacramento del sacerdocio es multiplicado, el misterio del sacerdocio permanece único e idéntico, como las hostias consagradas son múltiples pero único e idéntico es el Cuerpo del Hijo de Dios presente en ellas.
Benedicto XVI señala las consecuencias espirituales y pastorales de esta unidad: «Para el sacerdote vale lo que Cristo dijo de sí mismo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7, 16); es decir, Cristo no se propone a sí mismo, sino que, como Hijo, es la voz, la Palabra del Padre. También el sacerdote siempre debe hablar y actuar así: «Mi doctrina no es mía, no propago mis ideas o lo que me gusta, sino que soy la boca y el corazón de Cristo, y hago presente esta doctrina única y común, que ha creado a la Iglesia universal y que crea vida eterna»» (Audiencia general, 14 de abril de 2010).
Que nosotros podamos, queridos amigos, conservar una conciencia viva de actuar in persona Christi, en la unidad de la Persona de Cristo. Sin esto, el alimento que ofrecemos a los fieles pierde el gusto del misterio y la sal de nuestra vida sacerdotal se vuelve insípida. Que nuestra vida conserve el sabor del misterio y, por eso, sea en primer lugar una amistad con Cristo: «Pedro, ¿me amas? Apacienta mis ovejas» (Jn. 21, 15). Vivida en este amor, la misión del sacerdote de apacentar las ovejas será entonces realizada en el Espíritu del Señor y en la unidad con el Sucesor de Pedro.
El Espíritu Santo, la Virgen María y la Iglesia
Busquemos ahora el secreto y desconocido fundamento de la santidad sacerdotal allí donde convergen todos los misterios del sacerdocio: en la intimidad espiritual de la Madre del Hijo en la que reina el Espíritu de Dios.
Sobre las agua de la creación primordial, el Espíritu aletea y hace surgir el orden y la vida. El salmista se hace eco de esta maravilla cantando: «Oh Señor, nuestro Dios, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8, 2). A lo largo de toda la historia de la salvación, el Espíritu desciende sobre patriarcas y profetas, reuniendo al Pueblo elegido en torno a la Promesa y a las «diez Palabras» de la Alianza. El profeta Isaías se hace eco de esta historia santa: «¡Qué hermosos son sobre las montañas los pasos del que trae la buena noticia!» (Is 52, 7).
En la casa de Nazareth, el Espíritu cubre a la Virgen con su sombra para que dé a luz al Mesías. María adhiere con todo su ser: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Ella acompaña al Verbo encarnado en el curso de su vida terrena; camina con Él en la fe, a menudo sin comprender, sin dejar nunca de otorgar el asentimiento sin condiciones y sin límites que había dado de una vez para siempre al Ángel de la Anunciación.
Bajo la cruz está de pie, en silencio, aceptando sin comprender la muerte de su Hijo, asistiendo dolorosamente a la muerte de la Palabra de vida que había dado a luz.
<p> El Espíritu la tiene en este sí «nupcial» que desposa el destino del Cordero inmolado. La Virgen de los dolores es la Esposa del Cordero. En ella y por ella, toda la Iglesia es asociada al sacrificio del Redentor. En ella y por ella, en la unidad del Espíritu, toda la Iglesia es bautizada en la muerte de Cristo y participa en su resurrección.
Estamos aquí con ella en el cenáculo, nosotros, sacerdotes de la Nueva Alianza, nacidos de su maternidad espiritual y animados por la fe en la victoria de la Palabra sobre la muerte y el infierno. Estamos aquí para implorar con un solo corazón la venida del Reino de Dios, la revelación de los hijos de Dios y la glorificación de todas las cosas en Dios (cfr. Rm 8, 19).
Nuestra santidad sacerdotal en y con Cristo está envuelta en la unidad de la Madre y del Hijo, en la unión indisoluble del Cordero inmolado y de la Esposa del Cordero. No olvidemos que la sangre redentora del Sumo Sacerdote proviene del seno inmaculado de María que le ha dado vida y que se ofrece con Él. Esta sangre purísima nos purifica, esta sangre de Cristo «que por obra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios» (Heb 9, 14).
«Todas las buenas obras juntas – escribe el Cura de Ars – no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios. El martirio no es nada en comparación: es el sacrificio que el hombre hace de su vida a Dios; pero la Misa es el Sacrificio que Dios ofrece al hombre de Su Cuerpo y de Su Sangre»
La grandeza y la santidad del sacerdote derivan de esta obra divina. Nosotros no ofrecemos a Dios una obra humana; nosotros ofrecemos Dios a Dios. «¿Cómo puede ser esto?», podríamos preguntar con María, haciéndonos eco de la pregunta que ella hizo al Ángel. «Nada es imposible para Dios» (Lc 1, 37) fue la respuesta dada a la Virgen con el signo tangible de la fecundidad de Isabel. Recibamos y hagamos nuestra esta respuesta, con María, para que «no vivamos ya para noso
tros mismos sino para Él, que por nosotros murió y resucitó» (Plegaria Eucarística IV). «Nada es imposible para Dios». El Evangelio nos dice en otro punto: «Todo es posible para el que cree» (Mc. 9, 23).
«Los sacerdotes están en una relación de especial alianza con la santísima Madre de Dios – escribe San Juan Eudes -. Así como el eterno Padre la ha hecho partícipe de su divina paternidad, del mismo modo dona a los sacerdotes formar a este mismo Jesús en la santa Eucaristía y en el corazón de los fieles. Así como el Hijo la ha hecho cooperadora en la obra de la redención del mundo, así los sacedotes son sus cooperadores en la obra de la salvación de las almas. Así como el Espíritu Santo la ha asociado en aquella obra maestra que es el misterio de la Encarnación, así se asocia a los sacerdotes para una continuación de este misterio en cada cristiano mediante el bautismo…».
Virgen María, Mater misericordiae, vita, dulcedo et spes nostra, salve! En tu santa compañía, Madre de misericordia, nosotros bebemos de la fuente del amor. Nuestros corazones sedientos y nuestras almas inquietas tienen acceso, a traves de ti, a la habitación nupcial de la Nueva Alianza. «He aquí que los sacerdotes, al poseer una alianza tan estrecha y una conformidad tan maravillosa con la Madre del supremo Sacerdote – añade San Juan Eudes -, tienen vínculos especialísimos de amor hacia ella, de honrarla y de revestirse de sus virtudes y sus disposiciones. Entrad en el deseo de tender a esto con todo vuestro corazón. Ofrecéos a ella y pedidle que os ayude con fuerza».
Epíclesis sobre el mundo
«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva» (Jn. 4, 10). El Espíritu del Señor es un agua viva, un soplo vital, pero es también un fuerte viento que sacude la casa, una alegre paloma portadora de paz, un fuego que arde, una luz que rompe las tinieblas, una energía creadora que cubre con su sombra a la Iglesia.
De un extremo al otro de las Sagradas Escrituras, el Dios de la Alianza se revela como un Esposo que quiere donar todo y donarse a sí mismo, a pesar de los límites y los errores de la humanidad pecadora, su Esposa. El Dios celoso y humillado no se cansa de buscar a la esposa vagabunda e idólatra hasta el día bendito de las bodas del Cordero. Es por eso que la esperanza del don de Dios nunca falla: «El Espíritu y la Esposa dicen: « ¡Ven!», y el que escucha debe decir: « ¡Ven!». Que venga el que tiene sed, y el que quiera, que beba gratuitamente del agua de la vida» (Ap 22, 17).
Sí, Padre, nosotros te damos gracias porque Tú ya derramas tu agua viva sobre la tierra en el corazón de los más pobres entre los pobres, gracias a la incansable dedicación de todas estas almas consagradas que hacen de su existencia un sacramento de tu amor gratuito.
Oh, Padre de todas las gracias, por la luz inaccesible en la que habitas y en la que somos introducidos por el Espíritu, con Jesús y María, nosotros te pedimos consumirnos en la unidad consagrándonos en la verdad.
Infunde tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre toda carne, el Espíritu de verdad que regenera la fe, el Espíritu de libertad que resucita la esperanza, el Espíritu de amor que hace a la Iglesia santa, creíble, atrayente y misionera.
¡Venga tu Reino! Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Tu voluntad salvífica realizada en tu Hijo crucificado y glorificado se realice también en nosotros, sacerdotes de la Nueva Alianza, y en las almas confiadas a nuestro ministerio.
«Con el Espíritu Santo – escribe san Basilio el Grande – llega nuestra readmisión al Paraíso, el retorno a la condición de hijos, la audacia de llamar a Dios Padre, el llegar a ser partícipes de la gracia de Cristo, el ser llamados hijos de la luz, el compartir la gloria eterna».
«Si, por lo tanto, queréis vivir del Espíritu Santo – escribe san Agustín -, conservad la caridad, amad la verdad, desead la unidad, y alcanzaréis la eternidad».
Nosotros, pobres pecadores, llevamos dentro las heridas de la humanidad desgarrada por los crímenes, por las guerras y por las tragedias. Nosotros confesamos los pecados del mundo en su crudeza y en su miseria con Jesús crucificado, convencidos de que la gracia y la verdad hacen libres. Nosotros confesamos los pecados en la Iglesia, sobre todo aquellos que son motivo de escándalo y de alejamiento de los fieles y de aquellos que no creen.
Por encima de todo, nosotros confesamos, Señor, tu Amor y tu Misericordia que se irradia desde tu corazón eucarístico y por la absolución de los pecados que nosotros damos a los fieles.
El Santo Padre nos los ha recordado abundantemente en todo el desarrollo de este Año Sacerdotal:
«Queridos sacerdotes, ¡qué extraordinario ministerio nos ha confiado el Señor! Como en la celebración eucarística él se pone en manos del sacerdote para seguir estando presente en medio de su pueblo, de forma análoga en el sacramento de la Reconciliación se confía al sacerdote para que los hombres experimenten el abrazo con el que el padre acoge al hijo pródigo, restituyéndole la dignidad filial y la herencia (cf. Lc 15, 11-32)». (Discurso a los participantes en un curso sobre fuero interno, 10 de marzo de 2010).
San Juan María Vianney nos lo repite a su manera:
«El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!»
En el altar del Sacrificio, en unión con María, ofrecemos a Cristo al Padre y nos ofrecemos nosotros mismos con Él. Somos conscientes, queridos amigos, de que al celebrar la Eucaristía no realizamos una obra humana sino que ofrecemos Dios a Dios. ¿Cómo puede ser esto?, se podría objetar. Es posible mediante la fe, ya que la fe nos da a Dios. La fe nos da también a Dios. De alguna manera, nosotros disponemos de Dios como Él dispone de nosotros. Aquel que los filósofos designan como el Totalmente Otro y el Inaccesible por excelencia ha querido nacer y vivir entre nosotros, hombre entre los hombres, en virtud de una Sabiduría que es escándalo para los judíos y locura para los paganos (cfr. 1 Cor 1, 23). En su divina compañía, nos asemejamos a veces a niños despreocupados y rebeldes que se acercan a tesoros, prontos a derrocharlos como si nada fuese.
¡Qué abismo es el misterio del sacerdocio! ¡Qué maravillas el sacerdocio común de los bautizados y el sacerdocio ministerial! Estos misterios sacramentales remiten finalmente al misterio del Dios uno y trino. La ofrenda sacrificial de Cristo redentor es, en el fondo, la eterna Eucaristía del Hijo que responde al Amor del Padre en nombre de toda la creación. Nosotros estamos asociados a este misterio por el Espíritu de nuestro bautismo que nos hace partícipes de la naturaleza divina (2 Pe. 1, 4). El Espíritu hace que los bautizados vivan de la filiación divina y que los sacerdotes resplandezcan por la paternidad divina; los dos se unen en una común epíclesis que irradia sobre el mundo la alegría del Espíritu. «Para que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste» (Jn. 17, 21).
Reunidos en el Cenáculo, invocando al Espíritu Santo con María, en comunión fraterna, oramos por la unidad de la Iglesia. El escándalo permanente de la división de los cristianos, las recurrentes tensiones entre clérigos, laicos y religiosos, la laboriosa armonización de los carismas, la urgencia de una nueva evangelización, todas estas realidades piden sobre la iglesia y sobre el mundo un nuevo Pentecostés.
Un nuevo Pentecostés, en primer lugar, sobre los obispos y sus sacerdotes para que el Espíritu de santidad recibido con la or
denación produzca en ellos nuevos frutos, en el espíritu auténtico del Concilio Vaticano II. El decreto Presbyterorum Ordinis ha definido la santidad sacerdotal partiendo de la caridad pastoral y de las exigencias de unidad del presbyterium:
«La caridad pastoral exige que los presbíteros, para no correr en vano, trabajen siempre en vínculo de unión con los obispos y con otros hermanos en el sacerdocio. Obrando así hallarán los presbíteros la unidad de la propia vida en la misma unidad de la misión de la Iglesia, y de esta suerte se unirán con su Señor, y por El con el Padre, en el Espíritu Santo, a fin de llenarse de consuelo y de rebosar de gozo» (PO 14).
Actualmente, como en los orígenes de la Iglesia, los desafíos de la evangelización están acompañados por la prueba de las persecuciones. Recordemos que la credibilidad de los discípulos de Cristo se mide en el amor recíproco que les permite convencer al mundo (cfr. Jn. 13, 35; Jn. 16, 8). «Más aún – dice san Pablo a los Romanos -, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rom. 5, 3-5).
Acción de gracias Trinitaria
Queridos amigos, demos gracias a Dios por el don insigne del sacerdocio de la Nueva Alianza. Desde el momento en que somos asociados al sacrificio del Cordero inmolado, nosotros entramos en contacto con la plenitud de la fe que abre los misterios de la vida eterna. Junto con María dejémonos llevar por el Espíritu con el coro de los ángeles en la alabanza de la gloria del Dios tres veces santo. «Que Él nos transforme en ofrenda permanente» (Plegaria Eucarística III).
«Te amo, Oh infinitamente amoroso Dios, y prefiero morir amándote que vivir un instante sin Ti». San Juan María Vianney, patrono de todos los sacerdotes, nos guíe en el seguimiento de Cristo por el camino de la intimidad con el Padre en el gozo del Espíritu Santo, nos conserve en la alegría del servicio de Dios.
Siguiendo su ejemplo, amemos a Dios con todo nuestro corazón en la unidad del Espíritu Santo y amemos también a la Iglesia que es su morada en la tierra:
«Recibimos también nosotros – escribe san Agustín – el Espíritu Santo si amamos a la Iglesia, si somos compañeros en la caridad, si nos alegramos de poseer el nombre de católico y la fe católica. Creedlo, hermanos: en la medida en que uno ama a la Iglesia, posee el Espíritu Santo».
El Siervo de Dios Juan Pablo II resumía en dos palabras su existencia sacerdotal en el seguimiento de Cristo: Don y Misterio. Don de Dios, Misterio de comunión. Sus grandes brazos abiertos para abrazar al mundo entero permanecen grabados en nuestra memoria. Son para nosotros el ícono de Cristo, Sacerdote y Pastor, remitiendo sin cesar nuestro espíritu a lo esencial, el Cenáculo, donde los Apóstoles con María esperan y reciben el Espíritu Santo, en la alegría y en la alabanza, en nombre de la humanidad entera. ¡Amén!
[Traducción del original italiano por La Buhardilla de Jerónimo]