Por el padre Piero Gheddo*
ROMA, miércoles 2 de junio de 2010 (ZENIT.org).- En la dramática crisis económico-política-social que está atravesando Grecia, país cercano y hermano de nuestra Italia, me viene a menudo a la mente el Monte Athos, que visité hace más de cuarenta años. Es la famosa república de los monjes cristiano-bizantinos, donde cerca de 1700 monjes (entonces eran tantos, hoy son 1500) viven aislados en una estrecha y larga península en el mar Egeo, donde es difícil entrar. Prohibida a las mujeres, pero dedicada a María, porque según una antigua tradición, la Virgen Madre y san Juan encontraron allí refugio en una tempestad del mar circundante.
No es fácil visitar el Monte Athos, se necesitan permisos especiales, porque esta república de monjes, aunuqe territorialmente pertenece a Gracia, que mantiene allí un gobernador (nombrado por el Ministro de Exteriores griego), está reconocida como una “entidad teocrática independiente”, que depende directamente del Patriarca de Costantinopla; y Grecia defiende rigurosamente esta independencia y los límites del territorio monástico.
Antes de ir con dos sacerdotes españoles que encontré en Atenas, pensaba que se trataba de un monasterio más o menos como los nuestros. En cambio no, es una verdadera “república teocrática”. Un vasto territorio a lo largo de la pequeña península (45 km y el límite con Grecia al pincipio), con bosques, campos cultivados, carreteras, montañas, mercado, poblados donde viven monjes, pero también laicos que sirven a los monjes, con la familia y las esposas a pocos kilómetros, en Grecia. La península en el límite con Grecia es montañosa y boscosa, llena de acantilados. Más adelante se abaja hacia el mar y es casi desértica.
En el centro está la Meghisti Làvra (la gran làvra), el monasterio fundado por san Atanasio en 963. Làvra significa “camino estrecho”, e incluye las celdas monásticas, la iglesia, el horno, los almacenes, la hospedería y otros servicios. Los monasterios cenobíticos (el cenobio es donde los monjes viven una vida comunitaria) son veinte. Después están también los monjes que viven individualmente y proveen con el trabajo a sus necesidades personales, participan en la liturgia del monasterio del que dependen y comen con los monjes en las grandes fiestas litúrgicas. Hay monjes que viven en grutas aisladas, otros en cumbres de montañas de difícil accesso y a quienes de vez en cuando se les abastece de comida desde abajo con una cesta.
A la república monástica se accede sólo por mar y, aparte del viaje en autobús que conduce del pequeño puerto a la gran Làvra y para algún recorrido más largo, para visitar el territorio se hacen horas a pie, entre bosques, colinas y montes, siempre en un paisaje encantador, con el mar azul oscuro que a veces se ve desde ambas partes de la estrecha península. Los permisos de residencia son de 3-4 días, pero prorrogables, y hay que quedarse en la hospedería de un monasterio. La gran Làvra, suspendida entre el cielo, la tierra y el mar, es el lugar principal de este “monte santo” consagrado a María y a la contemplación de Dios y de la naturaleza. Recuerdo haber vivido tres días en una atmósfera llena de oraciones, cantos, trabajos y renuncias, pero con el ánimo alegre porque te encuentras en contacto con la naturalza y sobre todo con Dios. Todo transpira a Dios, todo habla de Dios, que se revela llenando el corazón de alegría. Si se visita el Monte Athos, es necesario ir con el alma abierta a la contemplación, de lo contrario no se resiste.
Los monjes proceden desde varias partes del mundo ortodoxo, desde Rusia e incluso desde los griegos en América, y en su vida recorren la “Escala del paraíso”, descrita por san Juan Clímaco (s. VII), que es su modelo: combatir las propias pasiones y alcanzar la apathìa, la indiferencia espiritual, para entrar en la “vida evangélica”. En el refectorio de la gran Làvra, a la derecha están pintados al fresco los ángeles que ayudan y confortan a los monjes que suben la difícil escala hacia Cristo; a la izquierda, los demonios tentadores que devoran a los monjes que caen de la escala porque son incapaces de vencer las tentaciones.
Recordando esa breve experiencia y en los breves diálogos (se hablaba francés) con un joven monje que me acompañaba en las visitas (entre los monjes hay licenciados, médicos, ingenieros), me pareció comprender la diferencia entre el Occidente y el Oriente cristiano (una de las tantas). Nosotros privilegiamos, en la formación de los sacerdotes y también en la predicación, el estudio especulativo y teórico de la teología, pensando quizás que conocer de manera profunda equivale a vivir; allí en el monte Athos no hacen tantos razonamientos y distinciones, todo está dirigido a la búsqueda de Dios, a recorrer un camino espiritual que te conduce a Dios. Nosotros queremos conocer a Dios, ellos tienden a encontrarle para dejarse transfigurar por Él.
El Monte Athos, como todos los conventos de clausura, es un lugar simbólico del cristianismo, que está arraigado en la tierra pero tiende al cielo. Es una escala hacia el Paraíso, la Jerusalén del cielo transformada en monasterio, anticipación de los “cielos nuevos y tierra nueva” del Reino de Dios. Simboliza también, para nosotros Iglesia latino-occidental, la riqueza litúrgica y espiritual del Oriente cristiano. Y nos invita a rezar por la unidad de las Iglesias cristianas, porque sólo así Cristo podrá ser testimoniado y anunciado de modo creíble a todos los pueblos y culturas del mundo.
“¿Qué Cristo anunciamos a los no cristianos?” se preguntaba el beato padre Paolo Manna, uno de los máximos profetas del ecumenismo católico del siglo XX. Y añadía: “Los no cristianos nos dicen: os escucharemos cuando os hayáis puesto de acuerdo”. Era uno de los tormentos en el alma del misionero y debería ser también el nuestro.