LONDRES, viernes 17 de septiembre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy en la Abadía de Westminster, durante una celebración ecuménica de Vísperas junto con el arzobispo de Canterbury, el arzobispo católico de Westminster y otros líderes cristianos.
* * * * *
[Al entrar]
Vuestra Gracia, Señor Deán,
Queridos amigos en Cristo
Os agradezco vuestra amable acogida. Este noble edificio evoca la larga historia de Inglaterra, tan profundamente impregnada de la predicación del Evangelio y la cultura cristiana que este alumbró. Vengo hoy aquí desde Roma como peregrino, para rezar ante la tumba de San Eduardo, Confesor, y unirme a vosotros para implorar el don de la unidad de los cristianos. Que estos momentos de oración y amistad nos confirmen en el amor a Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, y en el testimonio común de la constante capacidad del Evangelio para iluminar el futuro de esta gran Nación.
——-
[Tras el rezo de los himnos]
Queridos amigos en Cristo
Doy gracias al Señor por esta oportunidad de unirme a vosotros, representantes de las confesiones cristianas presentes en Gran Bretaña, en esta magnífica iglesia de la abadía de San Pedro, cuya arquitectura e historia hablan de manera tan elocuente de nuestra herencia común de fe. No podemos dejar de recordar aquí en qué gran medida la fe cristiana configuró la unidad y la cultura de Europa y el corazón y el espíritu del pueblo inglés. Aquí también se nos recuerda necesariamente que lo que nos une a Cristo es más que lo que aún nos separa.
Agradezco a Su Gracia el Arzobispo de Canterbury su amable saludo, y al Deán y al Cabildo de esta venerable Abadía su cordial bienvenida. Doy gracias al Señor por permitirme, como Sucesor de San Pedro en la Sede de Roma, realizar esta peregrinación a la tumba de San Eduardo, el Confesor. Eduardo, rey de Inglaterra, sigue siendo un modelo de testimonio cristiano y un ejemplo de la verdadera grandeza a la que el Señor llama a sus discípulos, tal y como acabamos de escuchar en la Escritura: la grandeza de una humildad y obediencia fundadas en el propio ejemplo de Cristo (cf. Flp 2,6-8), la grandeza de una fidelidad que no duda en abrazar el misterio de la cruz por amor eterno al divino Maestro y la inquebrantable esperanza en sus promesas (cf. Mc 10,43-44).
Como sabéis, este año se cumple el centenario del movimiento ecuménico moderno, que comenzó con el llamamiento de la Conferencia de Edimburgo a la unidad cristiana como condición previa para un testimonio creíble y convincente del Evangelio en nuestro tiempo. Al conmemorar este aniversario, debemos dar gracias por los notables progresos realizados en este noble objetivo a través de los esfuerzos de cristianos comprometidos de todas las confesiones. Al mismo tiempo, sin embargo, somos conscientes de lo mucho que todavía queda por hacer. En un mundo caracterizado por una creciente interdependencia y solidaridad, tenemos el desafío de proclamar con renovada convicción la realidad de nuestra reconciliación y liberación en Cristo, y proponer la verdad del Evangelio como la clave de un desarrollo humano auténtico e integral. En una sociedad cada vez más indiferente o incluso hostil al mensaje cristiano, todos estamos obligados a dar una explicación convincente de la alegría y la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 P 3,15), y a presentar al Señor Resucitado como respuesta a los interrogantes más profundos y las aspiraciones espirituales de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo.
En la procesión al presbiterio, al comienzo de esta celebración, el coro ha cantado que Cristo es nuestro «seguro fundamento». Él es el Hijo eterno de Dios, de la misma naturaleza del Padre, que se encarnó, como dice el Credo, «por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación». Sólo Él tiene palabras de vida eterna. Como enseña el Apóstol, «todo se mantiene en él» … «porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud» (Col 1,17.19).
Nuestro compromiso por la unidad de los cristianos nace nada menos que de nuestra fe en Cristo, en este Cristo, resucitado de entre los muertos y sentado a la derecha del Padre, que de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos. Es la realidad de la persona de Cristo, su obra de salvación y sobre todo el hecho histórico de su resurrección, lo que configura el contenido del kerigma apostólico y las fórmulas del credo que, a partir del Nuevo Testamento mismo, han garantizado la integridad de su transmisión. En una palabra, la unidad de la Iglesia jamás puede ser otra cosa que la unidad en la fe apostólica, en la fe confiada a cada nuevo miembro del Cuerpo de Cristo durante el rito del Bautismo. Ésta es la fe que nos une al Señor, que nos hace partícipes de su Espíritu Santo, y por lo tanto, incluso ahora, partícipes de la vida de la Santísima Trinidad, el modelo de la koinonía de la Iglesia en este mundo.
Queridos amigos, todos somos conscientes de los retos, las bendiciones, las decepciones y los signos de esperanza que han marcado nuestro camino ecuménico. Esta noche, encomendamos todo esto al Señor, confiando en su providencia y el poder de su gracia. Sabemos que la amistad que hemos forjado, el diálogo que hemos iniciado y la esperanza que nos guía nos dará fuerza y orientación, para que perseveramos en nuestro camino común. Al mismo tiempo, con realismo evangélico, también debemos reconocer los retos a que nos enfrentamos, no sólo en el camino de la unidad de los cristianos, sino también en nuestra tarea de anunciar a Cristo en nuestros días. La fidelidad a la palabra de Dios, precisamente porque es una palabra verdadera, nos exige una obediencia que nos lleve juntos a una comprensión más profunda de la voluntad del Señor, una obediencia que debe estar libre de conformismo intelectual o acomodación fácil a las modas del momento. Ésta es la palabra de aliento que deseo dejaros esta noche, y lo hago con fidelidad a mi ministerio de Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro, encargado de cuidar especialmente de la unidad del rebaño de Cristo.
Reunidos en esta antigua iglesia monástica, recordamos el ejemplo de un gran inglés y hombre de Iglesia, a quien honramos en común: San Beda el Venerable. En los albores de una nueva era para la sociedad y la Iglesia, Beda comprendió tanto la importancia de ser fiel a la palabra de Dios transmitida por la tradición apostólica, como la necesidad de apertura creativa a los nuevos desarrollos y exigencias de una adecuación correcta del Evangelio al lenguaje contemporáneo y a la cultura.
Esta nación, y la Europa que Beda y sus contemporáneos ayudaron a construir, una vez más se sitúa en el umbral de una nueva etapa. Que el ejemplo de San Beda inspire a los cristianos de estas tierras a redescubrir su herencia común, a reforzar lo que tienen en común y a proseguir en el esfuerzo de crecer en la amistad. Que el Señor Resucitado dé vigor a nuestros esfuerzos para reparar las rupturas del pasado y afrontar los retos del presente con esperanza en el futuro que, en su providencia, depara a nosotros y nuestro mundo. Amén.
[©Copyright 2010 – Libreria Editrice Vaticana]