CASTEL GANDOLFO, miércoles, 8 septiembre 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI este martes por la tarde, Benedicto XVI, al final del concierto en el que se interpretó el Réquiem de Wolfgang Amadeus Mozart (Misa de Réquiem en re menor K 626) en el patio de la residencia pontificia de Castel Gandolfo.

El concierto fue interpretado por la Orquesta de Padua y del Véneto, dirigida por el maestro Claudio Desderi, y por el coro "Academia de la voz" de Turín, dirigida por la maestra Sonia Franzese.

 



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Queridos amigos:

Doy las gracias de corazón a la Orquesta de Padua y del Véneto y al coro "Academia de la voz" de Turín, dirigidos por el maestro Claudio Desderi, y a los cuatro solistas por habernos ofrecido este momento de alegría interior y de reflexión espiritual con una intensa interpretación del Réquiem de Wolfgang Amadeus Mozart. Junto a ellos, doy las gracias a monseñor Marcelo Sánchez Sorondo, secretario de la Academia Pontificia de las Ciencias, por las palabras que me ha dirigido, así como a las instituciones que han contribuido a la organización de este acontecimiento. Sabemos bien que Mozart, cuando era muy joven, en sus viajes por Italia con su padre, se detuvo en varias regiones, entre las cuales se encontraban también el Piamonte y el Véneto, pero sobre todo sabemos que pudo aprender de la viva actividad musical italiana, caracterizada por compositores como Hasse, Sammartini, Padre Martini, Piccinni, Jommelli, Paisiello, Cimarosa, por citar a algunos de ellos.

Permitidme, sin embargo, que exprese una vez más el afecto particular que me une, podría decir desde siempre, a este sumo músico. Cada vez que escucho su música no puedo dejar de volver con la memoria a mi iglesia parroquial, donde cuando era un muchacho, en los días de fiesta, resonaba una de sus "misas": en el corazón sentía que me alcanzaba un rayo de la belleza del Cielo , y esta sensación sigo experimentándola también hoy cada vez, escuchando esta gran meditación, dramática y serena, sobre la muerte. En Mozart, todo está en perfecta armonía, cada nota, cada frase musical; es así y no podría ser de otra manera; incluso los opuestos quedan reconciliados es la mozart'sche Heiterkeit, la "serenidad mozartiana" todo lo envuelve, en cada momento. Es un don de la Gracia de Dios, pero es también el fruto de la fe viva de Mozart que, especialmente en la música sacra, logra reflejar la respuesta luminosa del Amor divino, que da esperanza, incluso cuando la vida humana es lacerada por el sufrimiento y la muerte.

En su última carta escrita al padre moribundo, fechada el 4 de abril de 1787, escribe hablando precisamente de la etapa final de la vida sobre la tierra: "...¡desde hace algún año he alcanzado tanta familiaridad con esta amiga sincera y sumamente querida del hombre, [la muerte], que su imagen ya no sólo no tiene nada de aterrador, sino que me parece incluso muy tranquilizante y consoladora! Y doy gracias a mi Dios por haberme concedido la suerte de tener la oportunidad de reconocer en ella la clave de nuestra felicidad. No me acuesto nunca sin pensar que al día siguiente quizá ya no estaré. Y sin embargo nadie que me conozca podrá decir que en compañía yo sea triste o de mal humor. Y por esta suerte doy las gracias cada día a mi Creador y lo deseo de todo corazón a cada uno de mis semejantes".

Este escrito manifiesta una fe profunda y sencilla, que aparece también en la gran oración del Réquiem, y nos lleva, al mismo tiempo, a amar intensamente las vicisitudes de la vida terrena como dones de Dios y a elevarnos por encima de ellas, contemplando serenamente la muerte como una "llave" para atravesar la puerta hacia la felicidad.

El Réquiem de Mozart es una elevada expresión de fe, que reconoce el carácter trágico de la existencia humana y que no oculta sus aspectos dramáticos, y por este motivo es una expresión de fe propiamente cristiana, consciente de que toda la vida del hombre está iluminada por el amor de Dios. Gracias una vez más a todos.



[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina</p>

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