LONDRES, domingo 19 de septiembre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió hoy a los obispos de Inglaterra y Gales, en la capilla de la Francis Martin House, en el Seminario de Oscott (Birmingham), antes de dirigirse al aeropuerto.
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Mis queridos Hermanos en el Episcopado
Éste ha sido un día de gran alegría para la comunidad católica en estas islas. El Beato John Henry Newman, como ya podemos llamarle, ha sido elevado a los altares como un ejemplo de fidelidad heroica al Evangelio y un intercesor para la Iglesia en esta tierra a la que tanto amó y sirvió. Aquí, en esta misma capilla, en 1852, dio su voz a la nueva confianza y vitalidad de la comunidad católica en Inglaterra y Gales después de la restauración de la jerarquía, y sus palabras podrían aplicarse por igual a Escocia un cuarto de siglo más tarde. Su beatificación nos recuerda hoy la acción permanente del Espíritu Santo, convocando con sus dones al pueblo de Gran Bretaña a la santidad, para que, de este a oeste y de norte a sur, se ofrezca un sacrificio perfecto de alabanza y acción de gracias para gloria del nombre de Dios.
Agradezco al Cardenal O'Brien y al Arzobispo Nichols sus palabras, y al hacerlo así, recuerdo cómo hace poco tuve la oportunidad de saludaros a todos en Roma, con motivo de las visitas ad Limina de vuestras respectivas Conferencias Episcopales. Hablamos entonces de algunos de los retos que afrontáis al apacentar a vuestros fieles, en particular la necesidad urgente de anunciar nuevamente el Evangelio en un ambiente muy secularizado. Durante mi visita, he percibido con claridad la sed profunda que el pueblo británico tiene de la Buena Noticia de Jesucristo. Dios os ha escogido para ofrecerle el agua viva del Evangelio, animándolo a poner su esperanza, no en las vanas seducciones de este mundo, sino en las firmes promesas del mundo venidero. Al anunciar la venida del Reino, con su promesa de esperanza para los pobres y necesitados, los enfermos y ancianos, los no nacidos y los desamparados, aseguraos de presentar en su plenitud el mensaje del Evangelio que da vida, incluso aquellos elementos que ponen en tela de juicio las opiniones corrientes de la cultura actual. Como sabéis, he creado recientemente el Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización de los países de antigua tradición cristiana, y os animo a hacer uso de sus servicios al acometer vuestras tareas. Además, muchos de los nuevos movimientos eclesiales tienen un carisma especial para la evangelización, y sé que continuaréis estudiando los medios apropiados y eficaces para que participen en la misión de la Iglesia.
Desde vuestra visita a Roma, los cambios políticos en el Reino Unido han centrado la atención en las consecuencias de la crisis financiera, que ha causado tantas dificultades a innumerables personas y familias. El espectro del desempleo proyecta su sombra sobre las vidas de muchas personas, y el coste a largo plazo de las prácticas de inversión imprudente de los últimos tiempos está siendo muy evidente. En estas circunstancias, será necesario apelar nuevamente a la característica generosidad de los católicos británicos, y sé que vais a tomar la iniciativa de urgir la solidaridad con los menesterosos. La voz profética de los cristianos ha jugado un papel importante al poner de relieve las necesidades de los pobres e indigentes, a quienes muy fácilmente se descuida en la asignación de unos recursos limitados. En su instrucción Elegir el bien común, los Obispos de Inglaterra y Gales han subrayado la importancia de practicar la virtud en la vida pública. Las actuales circunstancias ofrecen una buena oportunidad para reforzar ese mensaje, y también para alentar a todos a aspirar a unos valores morales superiores en todos los ámbitos de sus vidas, en oposición a un contexto de creciente escepticismo incluso sobre la posibilidad misma de una vida virtuosa.
Otro asunto que ha llamado mucho la atención en los últimos meses, y que socava gravemente la credibilidad moral de los Pastores de la Iglesia, es el vergonzoso abuso de niños y jóvenes por parte de sacerdotes y religiosos. He hablado en muchas ocasiones de las profundas heridas que causa dicho comportamiento, en primer lugar en las víctimas, pero también en las relaciones de confianza que deben existir entre los sacerdotes y el pueblo, entre los sacerdotes y sus obispos, y entre las autoridades de la Iglesia y la gente en general. Sé que habéis adoptado serias medidas para poner remedio a esta situación, para asegurar que los niños estén eficazmente protegidos contra los daños y para hacer frente de forma adecuada y transparente a las denuncias que se presenten. Habéis reconocido públicamente vuestro profundo pesar por lo ocurrido, y las formas, a menudo insuficientes, con que esto se abordó en el pasado. Vuestra creciente toma de conciencia del alcance del abuso de menores en la sociedad, sus efectos devastadores, y la necesidad de proporcionar un correcto apoyo a las víctimas debería servir de incentivo para compartir las lecciones que habéis aprendido con la comunidad en general. En efecto, ¿qué mejor manera podría haber de reparar estos pecados que acercarse, con un espíritu humilde de compasión, a los niños que siguen sufriendo abusos en otros lugares? Nuestro deber de cuidar a los jóvenes no exige menos.
Al reflexionar sobre la fragilidad humana que estos trágicos sucesos tan crudamente han puesto de manifiesto, hemos de recordar que, si queremos ser Pastores cristianos eficaces, debemos llevar una vida con la mayor integridad, humildad y santidad. Como escribió el Beato John Henry Newman en cierta ocasión: «¡Oh Dios, concede a los sacerdotes sentir su debilidad como hombres pecadores, y al pueblo compadecerse de ellos, y amarles y orar por el aumento en ellos de los dones de la gracia» (Sermón, 22 de marzo de 1829). Rezo para que, entre las gracias de esta visita, se dé una renovada dedicación en los Pastores cristianos a la vocación profética que han recibido, y para que haya un nuevo aprecio en el pueblo del gran don del ministerio ordenado. La oración por las vocaciones brotará entonces de manera espontánea, y podemos estar seguros de que el Señor responderá con el envío de obreros a recoger la cosecha abundante que ha preparado en todo el Reino Unido (cf. Mt 9,37-38). A este respecto, me alegro del encuentro que tendré próximamente con los seminaristas de Inglaterra, Escocia y Gales. Les aseguro mis oraciones mientras se preparan para tomar parte en esta cosecha.
Por último, me gustaría hablar con vosotros acerca de dos cuestiones específicas que afectan a vuestro ministerio episcopal en este momento. Una de ellas es la inminente publicación de la nueva traducción del Misal Romano. Quiero aprovechar esta oportunidad para agradeceros a todos la contribución que habéis realizado, con mucho esmero, revisando y aprobando colegialmente los textos. Esto servirá de gran ayuda a los católicos de todo el mundo de habla inglesa. Os animo ahora a aprovechar la oportunidad que ofrece la nueva traducción para una catequesis más profunda sobre la Eucaristía y una renovada devoción en la forma de su celebración. «Cuanto más viva es la fe eucarística en el Pueblo de Dios, tanto más profunda es su participación en la vida eclesial a través de la adhesión consciente a la misión que Cristo ha confiado a sus discípulos» (Sacramentum caritatis, 6). El otro asunto lo abordé en febrero con los Obispos de Inglaterra y Gales, cuando los invité a ser generosos en la aplicación de la Constitución Apostólica Anglicanorum Coetibus. Esto debería contemplarse como un gesto profético que puede contribuir positivamente al desarrollo de las relaciones entre anglicanos y católicos. Nos ayuda a fijar nuestra atención en el objetivo último de toda actividad ecuménica: la restauración de la plena comunión eclesial en un contexto en el que el intercambio recíproco de dones de nuestros respectivos patrimonios espirituales nos enriquezca a todos. Sigamos rezando y trabajando sin cesar con el fin de acelerar el gozoso día en que ese objetivo se pueda lograr.
Con estos sentimientos, os doy las gracias de corazón por vuestra hospitalidad durante los últimos cuatro días. A la vez que os confío a vosotros y al pueblo que servís a la intercesión de San Andrés, San David y San Jorge, os imparto complacido mi Bendición Apostólica, que extiendo al clero, a los religiosos y fieles de Inglaterra, Escocia y Gales.
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