OVIEDO, viernes 11 de marzo de 2011 (ZENIT.org) – Publicamos el comentario al Evangelio del próximo domingo, primero de Cuaresma (Mateo 4, 1-11), 13 de marzo, redactado por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo.
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Antes de la escucha de la Palabra de Dios, antes de las ofrendas, antes de la comunión, la misa tiene un comienzo humilde: recordarnos que somos pecadores. No es una humillación que te aplasta, sino que es la que te permite recomenzar. La liturgia de cuaresma comienza con una afirmación impopular, que es quizás la que nos ha colgado a los cristianos el sambenito de tener una fe oscurantista. La afirmación es que necesitamos convertirnos porque somos indigentes. El salmo responsorial del primer domingo de cuaresma dice precisamente: «Reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado» (Sal 50). Y sin embargo si el pecado (y todos nuestros fracasos y limitaciones) tuviese la palabra última y fatal, eso sería lo triste.
Eso del pecado y eso de ser pecadores, no es un «tic» cristiano, sino una realidad patente. El cristiano le pone nombre, lo reconoce, y le ofrece una solución, pero el pecado no es invención del Cristianismo. Pensemos en la generosa gama de corrupciones, inmoralidades, violaciones, robos, homicidios, injusticias, depravaciones… Pensemos en todos esos sucesos que llenan hoy día las páginas luctuosas. Estas cosas son pecado, pero no existen porque los cristianos las cataloguemos como tales, sino justamente al revés: porque se dan por eso las llamamos pecado y las ponemos un nombre.
No obstante, si sólo llegásemos a denominar nuestro fracaso, nuestros fallidos intentos de ser felices sin ofender, sin manchar, sin machacar, el Cristianismo sería cruel por advertirnos anticipadamente de un mal que no tiene cura, de algo que realmente no tiene solución. Pero este es precisamente el núcleo del acontecimiento cristiano: que la salvación, la felicidad, la superación de todo pecado, de todo fracaso y de toda muerte se llama Jesucristo.
Por eso el salmo 50 continúa diciendo: «Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme… devuélveme la alegría de tu salvación». Efectivamente, el mensaje de la cuaresma cristiana no es la condena a un terrible paredón, sino precisamente la más grande, la más inesperada y la más inmerecida de las amnistías.
Comienza la cuaresma. Es el desierto de todas nuestras tentaciones en donde se nos salva de la soledad librándonos de nuestras seducciones funestas. Comienza un tiempo de penitencia, de ayuno y de oración, para prepararnos a la acogida renovada de la Luz pascual que viene a iluminar todas nuestras oscuridades, la acogida de la salvación del Hijo de Dios en cuyas heridas todas las nuestras han sido curadas, la acogida de la victoria del Resucitado que viene a triunfar sobre todas nuestras muertes. Por eso, paradójicamente… la cuaresma es camino de alegría.