OVIEDO, sábado, 30 de julio de 2011 (ZENIT.org).- En estos días hemos visto a jóvenes asesinados por otro joven enloquecido en una isla junto a Oslo, en Noruega. Otros se han acampado en medio de las plazas de ciudades para reivindicar su particular decálogo, que oscila entre la justa y fresca aspiración a que las cosas sean distintas, y la revolución en nombre de la nada y del hastío. Otros se mueven de acá para allá buscadores inquietos pero tal vez sin norte y sin maestros, y como decía el Quijote deambulan sin saber de dónde vienen y sin saber a dónde van. Pero también hay otros que no van segando la vida de nadie, ni están en las movidas ácratas que terminan por llenarte de vacío, ni tampoco se agitan por entusiasmos de corto recorrido con dichas que duran lo que tarda un suspiro bebido, movido o fumado.
Sí, hay otros jóvenes, no pocos, están en los últimos momentos de preparación para el encuentro con el Papa Benedicto XVI en la JMJ, la Jornada Mundial de la Juventud. ¡Qué contraste de vaivenes, de posturas, de ideales! Siempre impresiona el hecho de que un grupo de más de un millón y medio de jóvenes, vengan a escuchar a un anciano octogenario que no les va a cantar ningún rap, ni a demostrar su resistencia física en un deporte de moda, ni a engatusar con una ocurrencia de revolución de medio pelo, sino que les va a hablar del Evangelio, de Jesucristo vivo, de la Iglesia de Dios.
Hay algo en el corazón del joven que se resiste y hasta se rebela. Benedicto XVI recuerda en su mensaje para la JMJ de este año en Madrid dentro de unos días ya, que el «tiempo la juventud sigue siendo la edad en la que se busca una vida más grande. Al pensar en mis años de entonces, sencillamente, no queríamos perdernos en la mediocridad de la vida aburguesada. Queríamos lo que era grande, nuevo. Queríamos encontrar la vida misma en su inmensidad y belleza».
Sí esta es la gran diferencia que hace distintos a unos jóvenes y a otros de una misma generación. No censurar la grandeza que les palpita por dentro, no acabar en un aburguesamiento que termina por domesticar las revoluciones que eran mentira. Con toda su inmensidad bella, con toda su grandeza nueva, hay algo que en el joven de cualquier edad, siempre se manifiesta como un reclamo que le surge de lo más verdadero y puro del corazón.
Porque ¿cuáles son los valores, las aspiraciones, las metas de una juventud diferente? El Papa lo apunta en ese mensaje con toda una carga de humilde realismo y de apasionada confesión: «Desear algo más que la cotidianidad regular de un empleo seguro y sentir el anhelo de lo que es realmente grande forma parte del ser joven. ¿Se trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón: nuestro corazón está inquieto, hasta que no descansa en Ti. El deseo de la vida más grande es un signo de que Él nos ha creado, de que llevamos su “huella”. Dios es vida, y cada criatura tiende a la vida; en un modo único y especial, la persona humana, hecha a imagen de Dios, aspira al amor, a la alegría y a la paz. Entonces comprendemos que es un contrasentido pretender eliminar a Dios para que el hombre viva».
Me resuenan estas palabras tan verdaderas como un respetuoso diálogo que sale al encuentro de las auténticas inquietudes de los jóvenes de todas las épocas. Una invitación a acompañar la búsqueda de las certezas desde el testimonio de quien ya ha encontrado la Verdad: Jesucristo. Estamos de enhorabuena. En agosto nos encontramos con Benedicto XVI en Madrid. Firmes en la fe y arraigados en Cristo, este año agosto no nos agosta, sino que florece. Vuelve la esperanza. No tengamos miedo de abrir las puertas al Redentor.