OVIEDO, viernes 1 de julio de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario al Evangelio del domingo decimocuarto del tiempo ordinario (Mateo 11, 25-30), 3 de julio, que ha redactado monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo.

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      No fue reservado, no nos engañó con largas interminables para ocultarnos la entraña de su corazón. Llegó un momento en el que Dios en su Hijo quiso decírnoslo todo. Puesto a desvelarse este Dios, puesto a revelarse, lo hizo de una manera insospechada. ¿Cuáles eran las claves en las que Dios se contaba y se cantaba?: "Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla”. Dios ha desvelado su secreto, pero los sabios sabihondos y los hinchados entendidos..., ni saben ni en­tienden. Sólo todos los pocos sencillos que en el mundo han sido, sólo a ellos les ha querido revelar Dios sus adentros, porque "así le ha parecido mejor".

      Podríamos pensar que este Dios, tenía también su manía persecutoria, o al menos su personal selección del personal, y que por lo tanto la emprendió con los sapientes, los potentes y los tenientes para favorecer a los que no lo eran. Pero la verdadera cues­tión es preguntarse quién ha abandonado a quién, quién selecciona a quién. Porque sólo van a Jesús, y sólo en Él encuentran solaz y descanso, quienes realmente se hallan de tantos modos machacados: "Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré... y encontraréis vuestro descanso", y éstos, no suelen coinci­dir con aquellos a los que el Padre "esconde" su secreto.

      Sólo los sencillos en su corazón y en su vida, podían enten­der las palabras de Jesús. Porque sólo ellos se sabían desbordados por tanto cansancio y tanto agobio. Sin sentir vergüenza de su limitación, sin tener que maquillarla y disfrazarla: eran pobres, sin po­der, sin saber, sin tener. Los que sabían y podían y tenían, ellos se pagaban a sí mis­mos... aunque sus monedas fueran siempre desesperadamente insuficientes, pero de­bían seguir aparentando que no ocurría nada, que no existían agobios ni cansancios, y por lo tanto que no padecían ninguna indigencia que les forzase a escuchar a alguien que les invitaba a ir a él para en él encontrar la paz y recuperar la esperanza.

      Nosotros, dos mil años después, somos herederos y continuadores del secreto de Dios, ese que quita cansancios, seca lágrimas, desliga agobios, rompe cadenas, abre esperanzas, y todo lo llena de un buen olor de Buena Nueva. Estos son sus gestos y su lenguaje. Quiera el Señor que los sencillos de hoy, los pobres de nuestra tierra, puedan tener acceso al corazón de Dios manso y humilde, espejado y regalado en el corazón de los cristianos, para que como Jesús y con Jesús, también ellos den gracias al Padre.