ROMA, jueves 5 julio 2012 (ZENIT.org).- Publicamos hoy la primera parte de la intervención, en la XXII edición del curso internacional de formadores para Seminarios, del cardenal Mauro Piacenza, prefecto de la Congregación para el Clero. El cardenal Piacenza intervino el martes 3 de julio, en el Colegio Pontificio Internacional Maria Mater Ecclesiae de Roma.
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«Educar a los Formadores en tiempo de emergencia educativa»
Queridos Hermanos:
Me alegra estar entre vosotros esta mañana, y estoy seguro de que no pocos estarán empeñados –si ya no lo están- en la formación, tanto en el caso en el que esto signifique ser llamador a desempeñar específicas tareas formativas en vuestras respectivas realidades ecelsiales, a nivel de Seminarios y noviciados, como en el caso en el que seáis llamados a ocuparos de «formación permanente».
Tras una breve mirada a la situación cultural contemporánea, me detendré en la relación entre «formación humana y fe» y «formación humana y emergencia educativa», para tratar de extraer conclusiones, que puedan, en cierto modo, iluminar la alta Vocación, que el Señor nos ha dado, de «Educar a los Formadores en tiempo de emergencia Educativa»,
1. La situación actual
Es innegable que, desde varias partes, ya de manera reiterada, se lamenta una crisis incluso profunda de formación humana.
El fenómeno es tan amplio y preocupante que el mismo Magisterio Pontificio, en diferentes y autorizadas ocasiones, ha señalado, entre las prioridades de la época actual, la de responder a la llamada «emergencia educativa».
El déficit de formación humana no afecta, obviamente, sólo a las realidades eclesiales; por el contrario, para ser sinceros, aunque pueda afectar ciertamente incluso a nuestros ambientes, es mucho más amplio, más arraigado, difundido en la sociedad civil, y sus efectos, visibles a todos, tienen y tendrán graves consecuencias antropológicas, sociales e incluso teológicas, de relevante alcance.
Las raíces históricas y filosóficas de una tal crisis de formación humana son bien conocidas; no pretendo, en esta sede, recorrer el itinerario que ha determinado la actual situación; me limitaré a indicar sus pasos fundamentales, ya entreviendo las consecuencias.
Un primer elemento, de sustancial relevancia, es detectable en la crisis gnoseológica postiluminista. El movimiento iluminista determinó una hipertrofia de la razón, y como consecuencia el hombre y su capacidad de conocimiento se transformaron de «contemplativos, conocedores y cantores» de la realidad, a «limitada medida» de lo reala. Un uso de la razón, que pretenda limitar el conocimiento humano sólo a los datos empíricos (algo diría científicos) es mortificante para inteligencia humana y no permite al conicimiento realacionarse con la realidad, según la totalidad de sus factores.
El Premio Nobel de Medicina Alexis Carrel escribia: «Mucha observación y poco razonamiento conducen a la verdad; mucho razonamiento y poca observación conducen al error», pretendiendo, en tal modo, describir el conocimiento como aquella fundamental adhesión a lo real, que, desde siempre, ha caracterizado al hombre.
Adhesión a los real, y es el segundo paso crucial, que se pierde casi completamente cuando, del iluminismo se pasa al idealismo. Si el hombre no conoce ya la realidad por lo que es, sino que intenta medirla (racionalismo) o solo pensarla Iidealismo), se autoconfina en una objetiva posibilidad de relacionarse con otro-por-si-mismo y tal actitud tiene evidentes consecuencias antropológicas.
Como si esto no bastara, la crisis del positivismo decimonónico, determinada por los dos conflictos mundiales del siglo pasado, ha llevado a una especie de «rendición de la razón», haciendo pasar al hombre del mito infundado del superhombre a la situación actual, otro tanto infundada, del más radical relativismo.
No es para asombrarse si a una incorrecta idea de razón de tipo racionalista, que se ha roto contra la objetiva imposibilidad por parte del hombre de controlarse a sí mismo y al cosmos, ha seguido una otro tanto incorrecta e injustificada desconfianza en la real capacidad de cada uno de conocerse a sí mismo, al mundo y a Dios.
El santo padre Benedicto XVI ha llamado varias veces la atención de la Iglesia y de todos los hombres de buena voluntad sobre la necesidad de superar el relativismo que caracteriza a nuestra época y que, inevitablemente, llega a tocar incluso a nuestras personas y a nuestros ambientes eclesiales.
No es un misterio que el imperante subjetivismo, que tiene como consecuencia un insoportable cuanto humillante sentimentalismo, haya penetrado también en la mentalidad cristiana, en nuestros lugares formativos, determinando a menudo incluso las «relaciones educativas».
En un contexto en el cual parece totalmente extraña también sólo la hipótesis de una posible educación de la libertad y de la voluntad, que «corrija» o «vaya contra» la dictadura del relativismo y del sentimentalismo, la acción educativa, y la misma idea de una educación, podrían aparecer casi imposibles, si no incluso equivocadas en sí mismas. El documento de tal situación es dado por aquél ingenuo optimismo hacia el mundo que demasiado a menudo ha caracterizado y caracteriza a una cierta mentalidad eclesial, según la cual la Iglesia sería iniciada en 1965, al cierre del Concilio Ecuménico Vaticano II, obviamente interpretado según la hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, que el santo padre, en la reciente intervención del 24 de mayo en la Conferencia Episcopal italiana, ha definido sencillamente ¡»inaceptable»!
No me alargo, en esta sede, a describir las consecuencias morales de los errores gnoseológicos, pero es cierto que, como la ética desciende de la ontología, y a ella siempre debe hacer referencia, así una buena moral no puede sino ser fruto de un correcto conocimiento, respetuoso de todas las más nobles dimensiones humanas: inteligencia, libertad y voluntad, ¡y no apenas del sentimiento o del instinto!
El espectáculo, a menudo disgustoso, al que nos hemos visto obligados a asistir en años pasados, y que aún lleva tanta heridas al Cuerpo eclesial y a la fe del Pueblo santo de Dios, ¡tiene profundas raíces –reconozcámoslo- en los errores doctrinales de los años sesenta y setenta del siglo pasado! ¡Errores que han generado horrores!
A un hombre incapaz de conocer la realidad, ¿qué le queda?
¡El estrecho y asfixiante horizonte de las propias emociones, de la propia instintividad, vehiculada por la corporeidad!
De aquí el rompedor hedonismo, narcisismo, pansexualismo, en el que se pierden los hombres de nuestro tiempo y del cual es necesario, por todos los medios, ayudarles a sustraerse.
Incluso el materialismo, señalado como horizonte existencia en tales movimientos ideológogicos del siglo pasado, ha entrado en crisis y ha sido, por un lado, plegado a la satisfacción de los deseos y de las pasiones, por otro, compensado con varias fugas «espiritualistas» o new-age, que nada tienen que ver con la espiritualidad humana y, mucho menos, con la fe cristiana.
En tal, aparentemente irresoluble situación, ¿qué posibilidades hay de recuperar los hilos de la formación, aún más urgentemente, con vistas al Sacerdocio y a la Vida Consagrada?