ROMA, viernes 20 julio 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…» ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para el 16 domingo del Tiempo ordinario.
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Pedro Mendoza LC
«Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu». Ef 2,13-18
Comentario
El pasaje de este domingo forma parte de una perícopa de la carta a los Efesios en la que san Pablo afirma la buena nueva que afecta de modo directo a los cristianos provenientes del paganismo. Ellos, que antes se encontraban «lejos», ahora están «cerca» y forman, juntamente con los judeocristianos, el único templo de Dios (2,11-22). Previamente, en 2,1-10, el Apóstol ha desarrollado una de sus grandes doctrinas: la donación gratuita, por parte de Dios, de la salvación a un mundo perdido en el pecado. Ahora, en 2,11-22, pretende ayudar a tomar conciencia a los cristianos provenientes del paganismo de la doble gratitud de que son deudores a la gracia de Dios, al poder tener entrada en la Iglesia en igualdad de derechos con los hijos del pueblo escogido. Así pues, se trata aquí de la situación, fundamentalmente diversa, en la historia de la salvación, en la que estaban gentiles y judíos cuando fueron llamados a la salvación (la situación éticomoral –la inmersión en el pecado– era igual para ambos, vv.2-3).
El pasaje de los vv.13-18 nos describe la situación de los que ahora están «cerca» en Cristo, que es nuestra paz. Ante todo hay que observar que, en el uso de los adverbios «lejos-cerca», san Pablo no cita el punto de referencia para esta lejanía y cercanía, sino que simplemente dice «lejos» y «cerca», refiriéndose sin duda al texto de Isaías: «Paz a los que están lejos y a los que están cerca, dice el Señor» (Is 57,19). En este pasaje del profeta se hace referencia a los miembros del pueblo escogido, tanto alejados de Dios como cercanos a Él. Para el Apóstol aquéllos son los gentiles y éstos los judíos. La lejanía es, pues, aquella triste situación pasada que san Pablo ha descrito, que los cristianos provenientes del paganismo nunca deberían olvidar (Ef 2,12): la lejanía de Dios, de la esperanza, de la promesa, de la soberanía de Dios como espacio vital, de Cristo, que es el que nos aporta tantos beneficios. Al tratar ahora de la cercanía y de la lejanía de Dios, podremos comprender lo que hay de doloroso en la palabra «lejos» y lo que hay de alegremente hogareño en la palabra «cerca».
En esta contraposición introducida por medio de los adverbios «lejos-cerca», saltan a la vista las derivaciones de esta lejanía, sobre todo la lejanía del pueblo de la elección concebida como separación de todos cuantos no formaban parte de este pueblo en una enemistad profundamente arraigada. Así se comprende que la vuelta de lo lejano a lo cercano se conciba como una coalición de gentiles y judíos en un nuevo pueblo de hermanos, en donde la reconciliación común ha hecho cesar el estado previo de enemistad. A esto se ha llegado por la sangre de Cristo, «en Cristo Jesús» (2,13). Cristo es en el nuevo orden de cosas, algo así como el espacio de la cercanía de Dios en el que tiene lugar la reconciliación. Esta reunificación de gentiles y judíos en Cristo conmueve profundamente la sensibilidad del Apóstol. A partir de aquí, como se refleja en otros pasajes de la carta, es como si no pudiera nunca cesar de celebrar este misterio (2,11-22) y de alabar la gracia, a él concedida, de anunciar y realizar este misterio (3,1-13).
«Él es nuestra paz» (2,14): así resume san Pablo el tema que va a desarrollar. En primer lugar se habla de lo que separa, o sea de lo que el pacificador tiene que quitar para de los dos separados hacer uno solo. Se habla de un muro de separación, que, en realidad, es una «enemistad». Se habla finalmente de la ley (v.15), con sus múltiples ordenanzas, y que es considerada como el fundamento de esta enemistad, y que, por lo tanto, tiene que ser desplazada. Cristo ha hecho de esos dos grupos separados un solo «hombre nuevo», y los ha reconciliado con Dios (vv.15b-16). Verdaderamente es ésta una obra unificadora, que sobrepuja infinitamente a todo lo que suene a paz, reconciliación y amor. Ahora bien, por el hecho de que Cristo crucificado nos ha unido a sí «en un solo cuerpo» (v.16), los hombres pertenecen a Cristo, segundo Adán, sólo «de derecho». Para poder alcanzar la unidad «de hecho» con Él, la unidad que salva y que dispensa amor, es preciso corresponderle libre y espontáneamente en la fe y en el bautismo. Pero ello es ya posible, y precisamente para todos sin excepción, para los judíos y para los gentiles.
Esta es la buena nueva de paz que Cristo, viniendo en persona y a través de sus enviados, ha proclamado en el mundo: el acceso de todos al Padre (vv.17-18). Una vez más resume san Pablo en qué consiste la paz de la que viene hablando: «Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu» (v.18). Esta es la paz entre judíos y gentiles: el destino común es el único Padre, el nuevo camino común es Cristo solo, el Señor; la fuerza común es el Espíritu Santo, que, en su calidad de amor de Dios, derramado en nuestros corazones, nos hace accesible el camino. Y esto se realiza precisamente en esta vuelta del Hijo al Padre en el Espíritu Santo; vuelta, en la que ahora la humanidad toma parte misteriosamente.
Aplicación
Cristo anuncia «paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca».
La liturgia de la Palabra de este domingo está entrelazada por la imagen de Dios como pastor. El episodio del Evangelio nos evoca un momento en que Cristo cambia de planes. Él, en vez de retirarse a descansar en un lugar solitario con sus discípulos, compadecido por el estado de indigencia de las personas que le seguían, se dedica sin reservas a atenderlas y a enseñarlas. La primera lectura recoge el oráculo del profeta Jeremías en el que Dios promete que tendrá cuidado de su grey, lo cual tendrá lugar en un sucesor de David, que será un pastor justo, lleno de sabiduría y de generosidad. San Pablo en el pasaje de la carta a los Efesios nos recuerda la acción pacificadora y reconciliadora cumplida por Cristo, el buen pastor, que entrega su vida por nosotros para salvarnos.
En la primera lectura del profeta Jeremías (23,1-6) aparece claramente la referencia a Dios como pastor de su pueblo. El Señor critica severamente a los pastores de Israel que, en vez de reunir a las ovejas, las han dispersado. Él mismo se presenta como el buen pastor que reunirá a sus ovejas dispersadas y, además promete que constituirá buenos pastores que las pastorearán. De este modo indica su voluntad de asociar a su acción pastoral a otros instrumentos humanos que Él elegirá para esta misión. Este oráculo encuentra realización plena en Cristo, buen pastor, que dará su vida por las ovejas para congregarlas en un solo pueblo, el pueblo de los salvados.
En el Evangelio descubrimos un rasgo característico de Cristo, buen pastor: Él se muestra lleno de compasión, porque ve a la gente que le seguía que estaba como ovejas sin pastor (Mc 6,30-34). La compasión de Cristo para con los necesitados cobra particular relieve en este pasaje, pues Él renuncia al legítimo descanso suyo y de sus apóstoles para volcarse por completo sobre aquellas
ovejas sin pastor. A ellas dirige sus enseñanzas para guiar sus pasos hacia Dios, mostrándoles el verdadero camino que conduce a la vida eterna y ayudándoles a superar los obstáculos y desviaciones que pueden presentárseles a lo largo de este camino.
La lectura del Apóstol nos ofrece otro aspecto de la obra pastoral de Cristo: Él ha reunido a todos los hombres en un solo pueblo, derribando el muro de separación existente hasta entonces (Ef 2,13-18). Con su muerte en la cruz Cristo ha derribado ese muro, pacificando y reconciliando a todos en su sangre. Como señala el Apóstol, Cristo anuncia en persona y a través de sus enviados esta buena nueva de la paz y reunificación de todos los hombres en Él. Los que estaban alejados (los paganos), como los que estaban cercanos (los judíos) están llamados ahora a entrar a formar parte del único pueblo de Dios.