MADRID, miércoles 14 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos hoy gracias a Isabel Orellana Vilches el perfil de un santo jesuita aragonés, fundamental en la historia de la Compañía y de la Iglesia, san José de Pignatelli.
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Por Isabel Orellana Vilches
El 15 de noviembre de 2011 se cumplieron doscientos años de la muerte de este santo, ilustre aragonés de origen nobiliario por parte de padre y de madre, que tenía entre sus ascendentes al pontífice Inocencio XII. Puede decirse que fue profeta en su tierra ya que su labor ha sido, y continúa siendo, reconocida en ella. Artífice con su vida de páginas memorables de la historia de los jesuitas, por cuya restauración luchó sin desmayo haciendo frente a las contrariedades, es otro ejemplo de caridad, obediencia, humildad y tenacidad, entre otras muchas virtudes.
Nació en Zaragoza el 27 de diciembre de 1737. Dos de sus hermanos, él fue de los últimos nacidos en una familia numerosa, se convertirían en destacados miembros del cuerpo diplomático siendo impulsores de obras de gran envergadura y diverso calado para su ciudad natal como el canal imperial de Aragón, y la fundación de la casa de la Misericordia de Zaragoza. José se quedó huérfano de padre y de madre antes de cumplir diez años. Residió en Nápoles y regresó a Zaragoza junto a algunos de sus hermanos. En 1753 ya era miembro de la Compañía en la que se había formado tras su regreso de Italia y participado activamente en acciones apostólicas juveniles cuando estaba internado en el colegio. Ordenado sacerdote, ejerció la docencia en el mismo centro en el que había estudiado coincidiendo en fechas el inicio de una etapa dolorosa para la Compañía que fue expulsada de España mediante decreto en 1767. Entonces recayó sobre sus hombros la delicada misión de mantener viva la unidad entre todos. Realmente no fue tarea fácil, menos aún cuando en 1773 Clemente XIV publicó el breve de extinción de la Compañía, y los hermanos tuvieron que dispersarse.
Pero José fue un hombre de intensa oración, y abrazado a la cruz –no hay otro camino– hizo frente a la adversidad y defendió su vocación con firmeza cuando su familia intentó que abandonase la Compañía llevada por la preocupación ante un futuro que se preveía hartamente doloroso y complejo para él. Pero su inalterable fe y confianza en la providencia, la determinación con la que estaba dispuesto a luchar por la Compañía en la que Cristo le había llamado para seguirle, debieron calar hondamente en el ánimo de los suyos que después le ofrecerían su incondicional ayuda sumándose a la labor que llevaba a cabo. Como le ha sucedido a otros integrantes de la vida santa por su caridad hacia los necesitados fue conocido como “padre de los pobres”. Era asiduo visitador de los presos que se hallaban recluidos en la cárcel.
Sus hermanos tuvieron en él un excelente formador en quien veían encarnadas las virtudes evangélicas. Aprendieron su fidelidad y obediencia al Santo Padre por encima de todo, el sentido de la entrega personal, vía fecunda e inequívoca para la obtención de frutos apostólicos, el valor del espíritu comunitario frente al individualismo, y el de la humildad opuesto a la vanagloria y a la búsqueda de una infructuosa felicidad; comprendieron que ésta jamás discurre por la vana senda del éxito y las glorias que ofrece este mundo. José supo ser pobre a pesar de su rancio abolengo, prudente en los resultados que iba dando su paciencia y perseverancia en la lucha por la reunificación de la Compañía, humilde en su grandeza intelectual y fina sensibilidad artística, ya que fue un esteta, un hombre de gran cultura que acercó a los suyos a través de magníficas bibliotecas en las que logró reunir obras de diversa temática con predominio de la ciencia, la teología, la espiritualidad y las humanidades. Supo aprovechar sus relaciones con altos estamentos sociales para orientarlas al mayor bien, especialmente de los más necesitados, entre los que se hallaban, naturalmente, sus propios hermanos que vivían las calamidades del destierro.
No llegó a conocer el momento de la restauración de la Compañía en la que había empeñado gran parte de su vida, hecho que se produjo en 1814, porque él murió en Roma el 15 de noviembre de 1811, pero ya había dado los pasos para que llegara este momento haciendo las gestiones externas e internas pertinentes a través de las distintas misiones que tuvo, entre otras la de provincial. Pío XII, que fue quien lo canonizó el 12 de junio de 1954, aludió a él diciendo que fue: «el anillo que unió la Compañía de Jesús que había existido antes, con la que empezó a existir nuevamente».