Por Isabel Orella Vilches

MADRID, miércoles 28 noviembre 2012 (ZENIT.org).- La figura que hoy nos propone Isabel Orellana Vilches se acerca mucho a la historia del tiempo presente. Un beato perteneciente a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNdP). Dio la vida por la fe en la persecución religiosa que sufrió España en el siglo XX.

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Si a cualquier persona le preguntaran qué haría si le dijeran que iba a morir en plazo fijo, seguramente le vendrían a la mente unas cuantas cosas, entre otras, ponerse a bien con quien no lo estuviera, porque la reconciliación es sentimiento que suele acompañar a los postreros instantes. Los genuinos seguidores de Cristo responderían confirmando la bondad de su acontecer que ya discurría guiado por el afán de dar a Dios lo máximo en el día a día. Porque los santos están espiritualmente preparados de antemano, listos para presentarse ante el Padre cuando así lo dispone.

Pues bien, ante este dramático trance, en 1936 integrantes de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, como tantos otros católicos de pro, compartían en checas de diversas ciudades españolas sus más altos ideales con el espíritu de las primeras comunidades de cristianos, aguardando juntos la palma del martirio. Mientras en el exterior de la prisión se respiraban aires de revancha, ellos apuraban los últimos días orando y compartiendo la fe aunque fuera en penosas condiciones. Sabían que las súplicas que se elevan a Dios nunca caen en saco roto y entre sus peticiones incluían la unidad y reconciliación de todos los católicos.

Uno de los insignes Propagandistas que ni siquiera tuvo tiempo de permanecer en una checa era Luis, un valenciano nacido el 30 de junio de 1905, que había sido alumno de los jesuitas y cursado estudios de Filosofía y Derecho, materia en la que se había doctorado en la Universidad Central de Madrid. Una persona valiosa, comprometida, cercana al cardenal Ángel Herrera Oria, que tuvo en él un insigne discípulo. Luis le acompañó en muchos de sus viajes y acciones apostólicas. Era un apóstol incansable, ciertamente ejemplar en su vida, que había dejado huella entre los estudiantes católicos de Valencia y que en esos momentos precisos era el secretario general de la Asociación Católica de Propagandistas y secretario del CEU (Centro de Estudios Universitarios).

Su esposa, Carmen Arteche Echezuría, con la que se había casado en 1933, apenas había podido compartir los sueños que sin duda forjarían en común porque murió antes de estallar la Guerra Civil en 1936 en el transcurso de una enfermedad imprevista y fulminante; Dios le ahorró el sufrimiento de ver asesinado a su esposo. Hasta Torrente, la localidad valenciana en la que residía el padre de Luis, delicado de salud entonces, y junto al que se encontraba, llegaron los funestos aires de guerra. Él ejercía como abogado desde 1930 y en el primer momento pudo continuar su vida sin excesivos sobresaltos, completamente entregado a consolar y procurar aliento a los componentes de la Asociación con celo y brío ejemplares, lleno de fe y, por tanto, sin ceder un ápice al desaliento. Buscando para su esposa e hija un remanso de paz en medio de tanta tragedia, en 1936 las había conducido a su tierra, y allí quedó la pequeña huérfana de madre, tutelada por su abuelo, sin saber que su querido padre estaba a punto de dejar este mundo tras haber apurado la palma del martirio.

Luis era un hombre lleno de fortaleza que brillaba con singular fulgor en medio de la adversidad. Es memorable la carta que en abril de 1936 dirigió a su hermano relatando la enfermedad y posterior deceso de su esposa; un testimonio emocionante de amor y ternura, que rezuma esperanza y gozo espiritual. En ella se aprecia su urgencia apostólica y su preocupación por asistir a todos, especialmente los más frágiles en esa situación de gravísima convulsión política que se vivía. Oraba y sufría viendo el despropósito de tanto odio, como siempre estéril y sinsentido, y lo combatió aferrado a la oración. De tantas súplicas a María, horas santas, Ejercicios, velas nocturnas, generosa acogida en su propio hogar de los perseguidos, etc., brotarían frutos abundantes para la mayor gloria de Cristo y de su Iglesia, a los que tanto amó.

Como ha sucedido siempre en estos casos de martirio, la condena se produjo el 28 de noviembre en un seudo-juicio sumarísimo, a cargo de un grupo de milicianos armados que una vez confirmaron lo que ya sabían de antemano: que Luis era fidelísimo a Cristo y a la Iglesia y que no había escatimado esfuerzos en hacer todo el bien posible, una de cuyas acciones había sido la organización del Congreso Católico de Madrid, no precisaban saber más. Sin dilación alguna, ese mismo día le condujeron al Picadero de Paterna y lo fusilaron mientras mantenía los brazos en cruz y portaba un rosario entre sus manos perdonando de corazón a sus verdugos, como todos los que sucumbieron de este modo por causa de su fe, signo inequívoco de su autenticidad. Juan Pablo II lo beatificó el 11 de marzo de 2001 junto a 233 mártires de la Guerra Civil española. Un enjambre de virtud atravesando España, sembrada en sus cuatro puntos cardinales con la sangre de numerosos seguidores de Cristo, religiosos, sacerdotes, laicos, y componentes de diversas realidades eclesiales.