P. Raniero Cantalamessa, OFM Cap
ROMA, viernes 7 diciembre 2012 (ZENIT.org).- Iniciamos un nuevo ciclo de las predicaciones del padre Raniero Cantalamessa OFMCap, predicardor de la Casa Pontificia, que inicia el tiempo litúrgico de Adviento.
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1. El libro «comido»
En la predicación a la Casa Pontificia, trato de dejarme guiar, en la elección de temas, por las gracias o los eventos especiales que la Iglesia vive en un momento dado de su historia. Recientemente tuvimos la inauguración del Año de la Fe, el quincuagésimo aniversario del Concilio Vaticano II, y el Sínodo sobre la nueva evangelización y la transmisión de la fe cristiana. Pensé, por lo tanto, desarrollar en el Adviento una reflexión sobre cada uno de estos tres eventos.
Empiezo con el Año de la Fe. Para no perderme en un tema, la fe, que es tan vasto como el mar, me centro en un punto de la Carta Porta Fidei del santo padre, precisamente allí donde insta a hacer del Catecismo de la Iglesia Católica (CEC) (en el vigésimo aniversario de su publicación), el instrumento privilegiado para vivir fructuosamente la gracia de este año.
El papa escribe en su Carta:
«El Año de la Fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica.En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los maestros de teología a los santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.» 1
No hablaré ciertamente sobre el contenido del CEC, de sus divisiones, de sus criterios informativos; sería como tratar de explicar la Divina Comedia a Dante Alighieri. Prefiero hacer un esfuerzo por mostrar cómo hacer para que este libro, de instrumento tan silencioso, como un violín bien apoyado sobre un paño de terciopelo, se transforme en un instrumento que suene y sacuda los corazones. La Pasión de San Mateo de Bach, permaneció durante un siglo como una partitura escrita, conservada en los archivos de la música, hasta que en 1829 Felix Mendelssohn en Berlín hizo de ella una ejecución magistral, y desde ese día el mundo se enteró de qué melodías y coros sublimes, estaban contenidos en aquellas páginas que hasta entonces permanecian mudas.
Son realidades muy diferentes, es cierto, pero algo así pasa con cada libro que habla de la fe, como es el CEC: se debe pasar de la partitura a la ejecución, de la página muda a algo vivo que sacuda el alma. La visión de Ezequiel de la mano extendida sosteniendo un rollo, nos ayuda a entender lo que se requiere para que esto suceda:
«Yo miré: vi una mano tendida hacia mí, que sostenía un libro enrollado. Lo desenrolló ante mí: estaba escrito por el anverso y por el reverso; había escrito “Lamentaciones, gemidos y ayes”. Y me dijo: “Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo, y ve luego a hablar a la casa de Israel.” Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo, y me dijo: “Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy.”Lo comí, y fue en mi boca dulce como la miel» (Ez. 2,9-3,3).
El Sumo Pontífice es la mano que, en este año, ofrece de nuevo a la Iglesia el CEC, diciendo a cada su miembro: «Toma este libro, cómetelo, llénate el estómago». ¿Qué significa comerse un libro? No es solo estudiarlo, analizarlo, memorizarlo, sino hacerlo carne de la propia carne y sangre de la propia sangre, «asimilarlo», como se hace con los alimentos que comemos. Transformarlo de fe estudiada, a fe vivida.
Esto no se puede hacer con toda la dimensión del libro, y con todas y cada una de las cosas en ella contenidas. No se puede hacer analíticamente, sino solo sintéticamente. Me explico. Debemos comprender el principio que informa y une todo, en suma, el corazón del CEC. ¿Y cuál es ese corazón? No es un dogma, o una verdad, una doctrina o un principio ético; es una persona: ¡Jesucristo! «Página tras página –escribe el santo padre a propósito del CEC, en la misma carta apostólica–, resulta que lo que se presenta no es una teoría, sino un encuentro con una persona que vive en la Iglesia.»
Si toda la Escritura, como dice Jesús mismo, habla de él (cf. Jn. 5,39), si está preñada de Cristo y si todo se resume en él, ¿podría ser de otro modo para el CEC, que, de las Escrituras mismas, quiere ser una exposición sistemática, elaborada a partir de la Tradición, bajo la guía del Magisterio?
En la Primera parte, dedicada a la fe, el CEC recuerda el gran principio de santo Tomás de Aquino según el cual «el acto de fe del creyente no se detiene ante el enunciado, sino que alcanza la realidad» (Fides non terminatur ad enunciabile sed ad rem)2. Ahora, ¿cuál es la realidad, la «cosa» última de la fe? ¡Dios, por supuesto! Pero no un dios cualquiera que cada uno se retrata a su gusto y voluntad, sino el Dios que se ha revelado en Cristo, que se «identifica» con él hasta el punto de poder decir: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» y «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn. 1,18).
Cuando hablamos de fe «en Jesucristo» no separamos el Nuevo del Antiguo Testamento, no comenzamos la verdadera fe con la llegada de Cristo a la tierra. Si fuera así, sería como excluir del número de creyentes al mismo Abraham, a quien llamamos “nuestro padre en la fe” (cf. Rm. 4,16). Al identificar a su Padre con «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (Mt. 22, 32) y con el Dios «de la ley y los profetas» (Mt. 22, 40), Jesús autentificó la fe judía, mostró su carácter profético, diciendo que ellos hablaban de él (cf. Lc. 24, 27.44; Jn. 5, 46). Esto es lo que hace a la fe judía diferente a los ojos de los cristianos, de cualquier otra fe, y que justifica la condición especial de que goza, después del Concilio Vaticano II, el diálogo con los judíos respecto a otras religiones.
2. Kerigma y Didaché
Al inicio de la Iglesia era clara la distinción entre kerigma y didaché. El kerigma, que Pablo llama también «el evangelio», se refería a la obra de Dios en Cristo Jesús, el misterio pascual de la muerte y resurrección, y consistía en fórmulas breves de fe, como la que se puede deducir del discurso de Pedro en el día de Pentecostés: «Ustedes lo mataron clavándole en la cruz, Dios le resucitó y lo ha constituído Señor» (cf. Hch. 2, 23-36), o también: «Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm. 10,9).
La didaché indicaba, en cambio, la enseñanza sucesiva a la llegada de la fe, el desarrollo y la formación completa del creyente. Estaban convencidos (especialmente Pablo) que la fe, como tal, germinaba solo en presencia del kerigma. Este no era un resumen de la fe o una parte de la misma, sino la semilla de la cual nace todo lo demás. También los cuatro evangelios fueron escritos más tarde, precisamente con el fin de explicar el kerigma.
Incluso el más antiguo núcleo del credo hacía referencia a Cristo, de quien metía en luz el doble componente: humano y divino. Un ejemplo de ello es considerado el verso de la Carta a los Romanos que habla de Cristo «nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rm. 1,3-4 ). Pronto este núcleo prim
itivo, o credo cristológico, fue incluido en un contexto más amplio como el segundo artículo del símbolo de la fe. Nacen, incluso por exigencias relativas al bautismo, los símbolos trinitarios llegados hasta nosotros.
Este proceso es parte de lo que Newman llama «el desarrollo de la doctrina cristiana»; es una riqueza, no un alejamiento de la fe original. Nos corresponde a nosotros hoy en día –y en primer lugar a los obispos, a los predicadores, a los catequistas–, distinguir el carácter «aparte» del kerigma como momento germinal de la fe.
En una ópera, para retomar la metáfora musical, está el recitado y el cantado; y en el cantado están los «agudos» que conmueven a la audiencia y provocan emociones fuertes, a veces incluso escalofríos. Ahora sabemos cuál es el agudo de cada catequesis.
Nuestra situación ha vuelto a ser la misma que en el tiempo de los apóstoles. Ellos tenían ante sí un mundo precristiano para predicar el evangelio; nosotros tenemos ante nosotros, al menos en cierta medida y en algunos sectores, un mundo poscristiano para reevangelizar. Tenemos que regresar a su método, sacar a la luz «la espada del Espíritu», que es el anuncio, en Espíritu y poder, de Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (cf. Rm. 4,25).
El kerigma no es solo el anuncio de algunos hechos o verdades de fe claramente definidas; es también una atmósfera espiritual que se puede crear según lo que se diga, un contexto en el que todo se dispone. Está en el que anuncia, mediante su fe, permitirle al Espíritu Santo crear esta atmósfera.
Entonces, nos preguntamos, ¿cuál es el sentido del CEC? Lo mismo que en la Iglesia apostólica fue la didaché: formar la fe, dándole un contenido, mostrando sus exigencias éticas y prácticas, volviéndola una fe que «actúa por la caridad» (cf. Ga. 5,6). Lo clarifica bien un párrafo del mismo CEC. Después de recordar el principio tomista de que «la fe no termina en las formulaciones, sino en la realidad», añade:
«Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas permiten expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más»3.
Esta es la importancia del adjetivo «católico» en el título del libro. La fuerza de algunas iglesias no católicas es poner todo el énfasis en el momento inicial, en la llegada a la fe, en la adhesión al kerigma y en la aceptación de Jesús como Señor, visto, todo esto, como un «nacer de nuevo», o como «una segunda conversión». Sin embargo, esto puede convertirse en una limitación, si se detiene en eso y todo sigue girando en torno a eso.
Nosotros los católicos tenemos algo que aprender de estas iglesias, pero también tenemos mucho que dar. En la Iglesia católica esto es el comienzo, no el final de la vida cristiana. Después de esa decisión, se abre el camino hacia el crecimiento y la plenitud de la vida cristiana y, gracias a su riqueza sacramental, al magisterio, al ejemplo de muchos santos, la Iglesia católica se encuentra en una posición privilegiada para llevar a los creyentes a la perfección de la vida de fe.
El papa escribe en la citada carta Porta Fidei:
«A partir de la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los maestros de la teología a los santos que han pasado a través de los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de las muchas maneras en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.»
3. La unción de la fe
He hablado del kerigma como del «agudo» de la catequesis. Pero para producir este agudo no es suficiente levantar el tono de la voz, se necesita más. «Nadie puede decir ‘¡Jesús es Señor!’ [¡esto es, por excelencia, el agudo!] sino en el Espíritu Santo» (1 Co. 15,3). El evangelista Juan hace una aplicación del tema de la unción, que se presenta particularmente actual en este Año de la fe. Él escribe:
«Ustedes tienen la unción del Santo, y todos ustedes lo saben […] La unción que de él han recibido permanece en ustedes, y no necesitan que nadie se lo enseñe. Pero como su unción les enseña acerca de todas las cosas –y es verdadera y no es mentirosa–, como les ha enseñado, permanezcan en él» (1 Jn. 2, 20.27).
El autor de esta unción es el Espíritu Santo, como se deduce del hecho de que en otra parte, la función de «enseñar todas las cosas» es atribuida al Paráclito como «Espíritu de verdad» (Jn. 14, 26). Se trata, como escriben diferentes Padres, de una «unción de la fe»: «La unción que viene del Santo –escribe Clemente de Alejandría–, se realiza en la fe»; «La unción es la fe en Cristo», dice otro escritor de la misma escuela4.
En su comentario, Agustín dirige en este sentido, una pregunta al evangelista. ¿Por qué, dice, has escrito tu carta, si aquellos a los que te dirigías habían recibido la unción que enseña acerca de todo, y no tenían necesidad de que nadie les instruyese? ¿Por qué este nuestro mismo hablar e instruir a los fieles? Y he aquí su respuesta, basada en el tema del maestro interior:
«El sonido de nuestras palabras golpea el oído, pero el verdadero maestro está dentro […] Yo he hablado a todos, pero aquellos a los que no habla esa unción, a aquellos que el Espíritu no instruye internamente, se van sin haber aprendido nada […] Por tanto, es el maestro interior el que realmente enseña; es Cristo, es su inspiración la que enseña.»5
Hay una necesidad de instrucción desde fuera, necesitamos maestros; pero sus voces penetran en el corazón solo si se le añade aquella interior del Espíritu. «Y nosotros somos testigos de estos hechos, y también el Espíritu Santo que ha dado a los que le obedecen» (Hch. 5,32). Con estas palabras, pronunciadas ante el Sanedrín, el apóstol Pedro no solo afirma la necesidad del testimonio interno del Espíritu, sino también indica cuál es la condición para recibirlo: la voluntad de obedecer, de someterse a la Palabra.
Es la unción del Espíritu Santo que hace pasar de los enunciados de la fe a su realidad. El evangelista Juan habla de un creer que es también conocer: «Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene» (1 Jn. 4,16). «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn. 6, 69). «Conocer», en este caso, como en general en toda la Escritura, no significa lo que hoy significa para nosotros, es decir, tener la idea o el concepto de una cosa. Significa experimentar, entrar en relación con la cosa o con la persona. La afirmación de la Virgen: «Yo no conozco varón», no quería decir que no sé lo que es un hombre…
Fue un caso de evidente unción de fe lo que Pascal experimentó en la noche del 23 de noviembre de 1654 y que fijó con cortas frases exclamativas en un texto encontrado después de su muerte, cosido en el interior de su chaqueta:
«Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos ni eruditos. Certeza. Certeza. Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo […] Se le encuentra solamente en los caminos del Evangelio. […] Alegría, alegría. Alegría, lágrimas de alegría. […] Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y aquel a quien tú has enviado: Jesucristo».6
La unción de la fe se da generalmente cuando, sobre una palabra de Dios o sobre una declaración de fe, cae repentinamente la iluminación del Espíritu Santo, por lo general acompañado por una fuerte emoción. Me acuerdo que un año, en la fiesta de Cristo Rey, escuchaba en la primera lectura de la misa la profecía de Daniel sobre el Hijo del Hombre:
«Yo seguía mirando, y en la visión nocturna, vi venir sobre las nubes del cielo alguien parecido al Hijo del hombre, que se dirigió hacia el anciano y fue presentado ante él. Le dieron
poder, honor y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su reino no será destruido» (Dn. 7,13-14).
El Nuevo Testamento, se sabe, ha visto realizada la profecía de Daniel en Jesús; él mismo ante el Sanedrín, la hace suya (cf. Mt. 26, 64); una frase del texto ha entrado incluso en el Credo: “y su reino no tendrá fin”, («cuius regnum non erit finis«).
Yo sabía, por mis estudios, todo esto, pero en ese momento era otra cosa. Era como si la escena tuviera lugar allí, ante mis ojos. Sí, el Hijo del hombre que avanzaba era él, Jesús. Todas las dudas y las explicaciones alternativas de los eruditos, que también conocía, me parecían, en ese momento, excusas para no creer. Experimentaba, sin saberlo, la unción de la fe.
En otra ocasión (creo que he compartido ya esta experiencia en el pasado, pero ayuda a entender el asunto presente), asistía a la Misa de Gallo presidida por Juan Pablo II en San Pedro. Llegó el momento del canto de la Calenda, es decir, la proclamación solemne del nacimiento del Salvador, presente en el Martirologio antiguo y reintroducida en la liturgia de Navidad después del Concilio Vaticano II:
«Muchos siglos después de la creación del mundo… Trece siglos después del Éxodo de Egipto… En la centésima nonagésima quinta Olimpiada, en el año 752 de la fundación de Roma… En el quadragésimo segundo año del imperio de César Augusto, Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, habiendo sido concebido por obra del Espíritu Santo, después de nueve meses, nació en Belén de Judea, de la Virgen María, hecho hombre».
Al llegar a estas últimas palabras sentí una repentina claridad interior, por lo que recuerdo haber dicho a mí mismo: «¡Es cierto! ¡Es verdad todo esto que se canta! No son solo palabras. El Eterno entra en el tiempo. El último evento de la serie rompió la serie; ha creado un «antes» y un «después» irreversibles; el cómputo del tiempo que antes tenía lugar en relación a diferentes eventos (los Juegos Olímpicos tales, el reino de aquel), ahora se lleva a cabo en relación con un evento único»: antes de él, después de él. Una conmoción repentina me atravesó totalmente, y sólo pude decir: «¡Gracias, Santísima Trinidad, y también gracias a ti, Santa Madre de Dios!».
La unción del Espíritu Santo también produce un efecto, por así decirlo, «colateral» en el que anuncia: le hace experimentar la alegría de anunciar a Cristo y su Evangelio. Transforma la tarea de la evangelización de solo incumbencia y deber, a un honor y un motivo de gozo. Es la alegría que conoce bien el mensajero que lleva a una ciudad sitiada, el anuncio de que el asedio fue levantado; o el heraldo que en la antigüedad corría por delante, para llevarle a la gente el anuncio de una victoria decisiva obtenida en el campo de su propio ejército. La «buena noticia», incluso antes de que al destinatario que la recibe, hace feliz al que la porta.
La visión de Ezequiel del rollo que se come, ha sucedido una vez en la historia en el sentido literal y no solo metafóricamente. Fue cuando el libro de la palabra de Dios ha resumido en una sola Palabra, el Verbo. El Padre lo ha portado a María; María lo ha acogido, ha llenado de él, incluso físicamente, su vientre, y luego se lo dio al mundo. Ella es el modelo de todo evangelizador y de todo catequista. Nos enseña a llenarnos con Jesús para darlo a los otros. María concibió a Jesús «por obra del Espíritu Santo», y así debe ser en cada predicador.
El santo padre concluye su carta de convocatoria al Año de la fe con una referencia a la Virgen: «Confiamos, escribe, a la Madre de Dios, proclamada «bendita» porque» ha creído» (Lc. 1,45), este tiempo de gracia»7. Le pedimos que nos obtenga la gracia de experimentar, en este año, muchos momentos de unción de la fe. «Virgo Fidelis, ora pro nobis.» Virgen creyente, ruega por nosotros.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.
1 Benedicto XVI, Carta apost. Porta Fidei, n.11
2 S. Tomàs de Aquino, Summa theologiae, II-II, 1,2,ad 2; cit. in CCC, n.170.
3 CEC, n. 170
4 Clemente Al. Adumbrationes in 1 Johannis (PG 9, 737B); Homéliies paschales (SCh 36, p.40): testi citati da I. de la Potterie, L’unzione del cristiano con la fede, in Biblica 40, 1959, 12-69.
5 S. Agostino, Comentario a la Primera Carta de Juan 3,13 (PL 35, 2004 s).
6 B. Pascal, Memorial, ed. Brunschvicg.
7 “Porta fidei”, nr. 15.