El próximo domingo, 20 de enero, la Iglesia celebra la Jornada Mundial del Emigrante y Refugiado, que este año tiene como lema "Un caminar de fe y esperanza". 

Con este motivo, y como viene siendo habitual, el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio Mª Rouco Varela, hizo pública una carta, en la que invita “a salir al encuentro, con el entusiasmo y la valentía que impulsaron a las primeras comunidades cristianas, de las personas inmigrantes y sus familias, a quienes la crisis golpea más gravemente. Es esencial para ofrecerles la acogida que esperan de nosotros”. “Seamos un espacio acogedor donde se reconozca a todo hombre la dignidad que le otorgó su Creador”, exhorta. 

“Nuestra Iglesia diocesana ha de tener en cuenta que las personas que, por motivos diversos, viven la experiencia de la migración han sufrido un profundo cambio cultural con el desplazamiento geográfico, la transferencia de un mundo rural a un mundo urbano y al sector industrial o de servicios”. Una realidad, apunta, que “pone de relieve nuestro deber de ayudar a que la fe no se quede en un simple recuerdo para el inmigrante: necesita imperiosamente cultivarla para, con su luz, leer su nueva historia desde la misma fe. Es el mejor servicio que les podemos prestar. Han venido en búsqueda de unos medios de vida y del reconocimiento de su dignidad de personas, atraídos por nuestro bienestar y, también, porque necesitamos su trabajo”. 

“De aquí resulta una evidencia pastoral: el compromiso de nuestras comunidades cristianas con los inmigrantes no puede reducirse simplemente a organizar unas estructuras de acogida y solidaridad, por muy generosas que sean; esta actitud menoscabaría las riquezas de la vocación y misión de la Iglesia, llamada a transmitir la fe, que se fortalece dándola; la acción pastoral debe dar respuesta a las cuestiones antropológicas, económicas y políticas que encierra la condición del inmigrante, tal como se plantean en la hora actual de la historia desde la luz del Evangelio. Prioridad de nuestras comunidades será favorecer el desarrollo de su personalidad cristiana, esto es, de su fe y esperanza, a fin de cultivar el encuentro y amistad con Cristo. Nada hay más bello y fecundo”. 

“Inmigrantes y madrileños, prosigue, estamos llamados a propiciar el reconocimiento del otro en su identidad y en su diferencia, a descubrir en las personas de orígenes y culturas diferentes la obra de Dios. La Iglesia es una familia y no podemos considerarnos ajenos los unos de los otros. Estamos llamados a desarrollar una convivencia verdaderamente humana basada en la fraternidad. Somos vecinos y conciudadanos, somos hermanos llamados a formar parte del único Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Viviéndolo así seremos constructores de unidad integradora, capaces de acogernos unos a otros por encima de las diferencias de nuestros países y culturas de procedencia”. 

Compromiso, apunta, “que siempre adquirimos los cristianos al celebrar la Eucaristía”, fuente “de caridad, fraternidad, justicia, solidaridad y paz. Demostremos que somos lo que creemos y celebramos”. “Siendo fieles a la comunión fraterna, que se alimenta de la Eucaristía, hacemos visible la solicitud paterna de Dios Creador, sobre todo, en la familia y, también, en la escuela, en el trabajo y en las más diversas condiciones de la existencia humana”. 

Vocación misionera 

Exhorta a las comunidades parroquiales a “repensar sus proyectos pastorales, y a mantenerse en su vocación misionera”, ya que el cometido fundamental de la Iglesia es “dirigir la mirada del hombre, orientando la conciencia y la experiencia de la humanidad hacia el misterio de Cristo. Deben constituirse en testigos de la buena Noticia para los hermanos nuestros provenientes de culturas y pueblos tan diferentes, que se insertan hoy en el entramado social de nuestras ciudades, municipios, barrios, y feligresías”. “Nuestro compromiso ha de desarrollarse de forma constante a través de la predicación, la catequesis y la actividad pastoral orientada a infundir en todos los fieles un sentido más profundo de su comunión en la fe apostólica y de su responsabilidad en la misión de la Iglesia”. 

Para el cardenal, “urge vivir la catolicidad no solamente en la comunión fraterna de los bautizados, sino también en la hospitalidad brindada al inmigrante, sea cual sea su raza, cultura y religión, rechazando toda exclusión o discriminación, respetando y promoviendo los derechos inalienables de las personas y pueblos”. “Las comunidades parroquiales han de perseverar con valentía y generosidad en la labor iniciada en favor de los inmigrantes, promoviendo su calidad de vida; una vida más digna del ser humano y de su vocación espiritual”. 

Así, la Iglesia diocesana ha de mantener “proyectos de caridad para resolver las numerosas emergencias en estos tiempos de crisis socioeconómica, -sin olvidar la cuestión de la inmigración irregular con cuanto comporta de tráfico y explotación de personas-, con la entrega generosa de los equipos y movimientos parroquiales, en colaboración con los equipos diocesanos y todas las personas de buena voluntad”. “Programas de acogida que favorezcan y acompañen la inserción integral de los emigrantes, sin olvidar la dimensión de la fe y de la práctica religiosa”. Por su parte, “los trabajadores inmigrantes han de esforzarse para que crezcan en ellos los sentimientos de pertenencia y participación, sin que puedan renunciar a comprometerse, junto con los demás vecinos, en orden a lograr una convivencia verdaderamente humana, justa, solidaria y fraterna; y, si son católicos, a ocupar el lugar que les corresponde en la Iglesia diocesana que es la suya”. 

Convivencia fraterna 

Autóctonos e inmigrantes, afirma, “hemos de reconocernos los unos a los otros en nuestra dignidad filial”. “No se puede olvidar que la Iglesia reconoce a todo hombre el derecho a emigrar, en el doble aspecto de la posibilidad de salir del propio país y la posibilidad de entrar en otro, en busca de mejores condiciones de vida. Aunque antes incluso que el derecho a emigrar, hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a que no falten las condiciones objetivamente válidas para permanecer con dignidad en la propia tierra. Es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. En la actual situación socioeconómica los flujos migratorios deben ser regulados en el respeto de los derechos fundamentales y del bien común, porque una aplicación indiscriminada del derecho a emigrar y la consiguiente inserción en la economía sumergida ocasionarían daño y perjuicio al bien común de las comunidades de acogida y de los mismos inmigrantes. Esto exige que no se ceda a la indiferencia sobre los valores humanos universales, sin dejar de cuidar el propio patrimonio cultural propio”. 

“Todos hemos de colaborar en el crecimiento de una actitud madura de la acogida, que, teniendo en cuenta la igual dignidad de cada persona y la obligada solidaridad con los más débiles, exige que se reconozca a todo migrante los derechos fundamentales y que se procure una definición de un plan de integración, que garantice la equiparación en derechos y deberes; y la posibilidad de participación en el proyecto común de la sociedad”. 

“Estamos, pues, ante un reto insoslayable: afrontar con determinación la tarea histórica de hacer posible una sociedad nueva, una convivencia profundamente humana, sobre la base, eminentemente evangélica, de nuestro mutuo reconocimiento como hermanos”. “Asumir responsabilidades, problemas, desafíos y esperanzas ante el mundo, forma parte del compromiso de anunciar el Evangelio de la esperanza”. 

Manifestando su deseo de que “esta Jornada Mundial nos ayude a todos a renovar la confianza y la esperanza en el Señor que nos ha nacido de nuevo”, concluye invitando a todos “a ser testigos del Evangelio y artífices de paz”.