En el último mes la plaza de San Pedro ha sido escenario de acontecimientos sorprendentes y novedosos en la Iglesia. Simultáneamente, a través de internet y de la labor de los medios de comunicación, se hizo plaza del mundo.
Un Papa, S.S. Benedicto XVI, con su renuncia ante la limitación de fuerzas para continuar ejerciendo el ministerio petrino, había cambiado la historia de siglos. El elegido como sucesor irrumpió desde el sur del continente Americano, desde la Argentina; es un jesuita que se hizo llamar Francisco. Esa plaza fue ante cada escena pueblo de Dios reunido, creyente, esperanzado y testigo. Iglesia, misterio, sacramento. Difícil comprensión del fenómeno sin un paradigma religioso.
Allí se despidió al Pontífice que hacía poco había “abierto las puertas” para renovar la experiencia de la Fe. Y allí se recibió al Papa que pidió silencio y oración para poder ser bendecido por Dios a través de su pueblo, antes de impartir él la suya.
El domingo 17 de marzo, ese pueblo acudió al primer Ángelus del Papa Francisco, quien en pocos días había conquistado la atención de creyentes y no creyentes con su presencia cercana y sus gestos de “cura de barrio”. Tampoco pasó inadvertida su austeridad. Ni su espontaneidad, que retó los esquemas de la seguridad del Vaticano. Ni la naturalidad de saludar a los sorprendidos asistentes al finalizar la misa dominical en la parroquia de Santa Ana, hecho habitual en su país natal.
Después, desde el balcón del apartamento pontificio, el Papa comentó el Evangelio anclando el mensaje en anécdotas e ideas claras sobre la misericordia y el perdón, sin que faltaran toques de humor. En pocos días el obispo de Roma se había hecho vecino de sus feligreses.
Un giro en la historia
El martes 19, fiesta de san José, la plaza de San Pedro volvió a convertirse en el corazón de la Iglesia católica. Esta vez, para ser testigo del inicio del pontificado del 266 sucesor de Pedro, aquel pescador elegido por Jesús para «edificar su iglesia». Se llama Francisco, ha atravesado el océano Atlántico, nació en un barrio de la ciudad de Buenos Aires, creció rodeado de fútbol, tango, literatura y estudios de ciencias químicas. Es hijo de la fe de un pueblo, recibida a su vez de misioneros europeos, especialmente españoles, y de la transmisión de su abuela italiana, del Piamonte. Se formó en la escuela de los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola.
Fue protagonista del post Concilio, de búsquedas teológicas en América Latina, de años duros de dictadura y de crisis sociales de magnitud, en su país. Se enfrentó a poderes políticos. Supo aunar esfuerzos con líderes de otros cultos cristianos y confesiones religiosas, para diversos temas de clamor social. Ante el avance de sectas invitó a Iglesias cristianas a rezar juntos y a reconocerse en Jesús. Como arzobispo y cardenal fue artífice en una construcción pastoral del episcopado latinoamericano reflejada en el documento de «Aparecida» (2007), actual carta de viaje de la Iglesia en el continente.
El hecho, por tanto, tiene los ingredientes de un giro en la historia de la Iglesia universal. Como si la primera evangelización de América, aquilatada en los siglos hasta alcanzar fisonomía y palabra propias, estuviera llamada a conducir la urgente renovación del conjunto de la Iglesia católica.
Esta vez, la plaza acogía también, a delegaciones de más de 130 estados del mundo que ponían de relieve el poder temporal del acontecimiento y la importancia de una comunidad de fe de mil trescientos millones de personas, que viven en las naciones más diversas. S.S. Francisco aclaró que el poder del sucesor de Pedro radica en el “servicio humilde, concreto, rico de fe”. Y que como san José, deseaba “abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Sólo el que sirve con amor sabe custodiar”, afirmó.
Pidió a los líderes del mundo que colaboraran en custodiar y cuidar la creación,“designio de Dios inscrito en la naturaleza” y en ser “guardianes del otro”.»No dejemos, les dijo, que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro.”
En un mensaje de caracter universal, comprensible y posible de ser compartido por creyentes y no creyentes, recordó “que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura», subrayó con voz firme y tono suave.
La plaza era testigo de una ceremonia sobria, simplificada a lo esencial sin perder la solemnidad propia. Cientos de miles de peregrinos habían madrugado para ocupar un sitio, con nueva motivación. Se multiplicaban las expresiones de alegría y de esperanza en la larga espera previa, y se desbordaron al paso del Papa Francisco en el jeep blanco descubierto. Sin embargo el clima de la plaza durante la celebración fue de oración, serenidad, hondura. Se aplaudió en momentos clave, cuando el Papa recibió el palio y el anillo del pescador y en algunos pasajes de la homilía.
La diversidad de procedencias, culturas, sensibilidades y carismas era notoria entre los participantes, aunque sin excesivo protagonismo de grupos. Entre ellos miembros de la Institución Teresiana.
Cincuenta años después resultaba fácil entender, con palabras del Concilio Vaticano II, lo que se vivía en aquella plaza: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (G.S. 1). Y sentir «la alegría de ser discípulos y misioneros de Jesucristo», eje de la evangelización en «Aparecida».
En los escasos días de pontificado se multiplican anécdotas, gestos y hechos que mantienen el interés de muchos, también de los medios de comunicación. Quienes han conocido al padre Jorge y al Cardenal Bergoglio saben que es rasgo de personalidad y estilo pastoral de quien ahora es S.S. Francisco.
A las puertas de la Semana Mayor del cristianismo la Iglesia parece estar viviendo un nuevo pentecostés. No porque deposite sus esperanzas en un hombre, hoy llamado Francisco, sino porque la elección del nuevo Pontífice y su actitud de servidor de todos, está movilizando las mejores energías de la comunidad cristiana, despertando de un letargo la dimensión de Fe y contagiando la alegría de conocer a Jesús y vivir «sin bolsa ni alforja» buscando la plena dignidad y fraternidad entre todos.
Las palabras de un joven Jorge Mario Bergoglio escritas poco antes de su ordenación sacerdotal, cobran nuevo sentido a la luz de este momento: «Creo en mi historia, que fue traspasada por la mirada de amor de Dios. Y espero la sorpresa de cada día en la que se manifestará el amor, la fuerza, la traición y el pecado, que me acompañarán hasta el encuentro definitivo con ese rostro maravilloso que no sé cómo es, que le escapé continuamente, pero que quiero conocer y amar».
El Papa no deja de pedir que se rece por él («y a favor, claro, no en contra», suele bromear).
*Laura Moreno Marrocos es argentina y directora del Departamento de Comunicación de la Institución Teresiana